martes, agosto 09, 2011

Ante los gobiernos progresistas: desafíos para una política socialista


"Podríamos decir que algunos gobiernos se recuestan más sobre las fuerzas represivas y otros hacen más hincapié en las medidas de integración social (...) En ambas circunstancias el Estado continúa siendo un aparato de dominación de las clases enemigas. Pero su política hacia las clases populares es distinta, por lo tanto, nuestra política debe contemplar esas variaciones. En los dos casos, consiste en demostrar que el problema de fondo es el sistema, pero las formas de encauzar la agitación y la propaganda necesariamente deben ser diferentes.". Por Alejandro Belkin.

Por ANRED - C (redaccion@anred.org)

En los últimos años, América latina se pobló de gobiernos que podemos denominar, en términos genéricos, progresistas. La Argentina no es una excepción, el gobierno de los Kirchner se ubica dentro de este contexto internacional. El nuevo panorama político ha generado y sigue generando intensas controversias. Caracterizaciones de las más diversas se enfrentan en un áspero debate. Por nuestra parte, sólo pretendemos sumar un modesto aporte a las polémicas en curso. Aunque nos vamos a referir casi exclusivamente al caso argentino, pensamos que muchas de las reflexiones aquí presentadas pueden contribuir a pensar otras realidades nacionales
Ante el nuevo mapa político, en la izquierda surgieron dos actitudes contrapuestas. Por un lado, atraídos por el cambio de rumbo, encontramos un sector que apoya -con mayor o menor intensidad- las nuevas políticas impulsadas desde el Estado. Aunque muchos sostienen que aspiran a un cambio inmensamente más radical, afirman que estos gobiernos son lo más avanzado que se puede esperar en la actual coyuntura histórica. Sus argumentos se apoyan en un conocido diagnóstico del pasado reciente: las fuerzas populares han sufrido una dura derrota en los ‘90.
En este contexto, aseguran que estos gobiernos contribuyen a la recomposición del campo popular, aún con sus contradicciones. Desde esta perspectiva, las medidas adoptadas por el Estado, han logrado mejorar las condiciones de vida de las masas y han permitido el fortalecimiento de la organización obrera. Además, su discurso permitió la revitalización de paradigmas olvidados. En la vereda de enfrente, se afirma, sólo se encuentran los que quieren volver al pasado, con sus secuelas de hambre y represión. Entonces, sostienen con firmeza que oponerse al gobierno es hacerle el juego a la derecha. Por esa vía, se transforman en firmes defensores del gobierno.
Por otro lado, nos encontramos con aquellos que niegan que estos gobiernos hayan tomado alguna medida que pueda considerarse como progresista, argumentando que se trata de meros cambios cosméticos o exclusivamente discursivos. En el mejor de los casos, afirman que sus efectos en la realidad son mínimos e irrelevantes. Respecto a la política estatal hacia la conflictividad social, se esfuerzan en demostrar que no ha variado en lo sustancial y que sigue siendo esencialmente represiva. En otras palabras, el gobierno continúa, al igual que en los ’90, criminalizando la protesta social. Tampoco hay cambios substanciales en las condiciones económicas y sociales, los niveles de pobreza y distribución de la riqueza se mantienen inalterables. Por lo tanto, se priorizan los elementos de continuidad sobre aquellos que podrían considerarse disruptivos o novedosos.
Según nuestro criterio, pensamos que ambos análisis recaen en posturas unilaterales. Para introducir el problema que queremos presentar creemos provechoso recordar las diferentes formas que utiliza la clase dominante para mantener su predominio en la sociedad. Comencemos repasando algunos hechos de la historia argentina.

Represión y consenso

Son innumerables los casos donde el Estado argentino utilizó la represión contra las clases explotadas. En muchas ocasiones se ha mencionado este aspecto de la relación entre los trabajadores y el aparato estatal. Para citar sólo algunos ejemplos, la semana roja de 1909, la represión a la huelga del Centenario, la semana trágica en 1919, las matanzas en la Patagonia en la década del ‘20, el golpe del 30 y sus derivas represivas, el duro escarmiento a los huelguistas ferroviarios de 1950/1, las persecuciones, encarcelamientos y fusilamientos bajo el gobierno de Aramburu, el Plan Conintes aplicado por Frondizi, por supuesto, la dictadura militar de 1976 y un larguísimo etcétera.
Sin embargo, no fue la única política que desplegó el Estado hacia la clase obrera y los sectores populares. También hubo muchos casos donde se instrumentó, con mayor o menor énfasis, medidas que apuntaban a otorgar reformas o concesiones al pueblo trabajador, a cambio de conseguir su consentimiento. También aquí la lista es extensa, enumeremos sólo algunos casos. La reforma electoral de 1902 y la Ley Nacional del Trabajo de 1904, ambas impulsadas por Joaquín V. Gonzalez. En un caso permitió la incorporación de minorías al congreso nacional (Palacios) y en el otro se propuso la jornada laboral de 8 horas, entre otros beneficios para los trabajadores. Podemos mencionar también ciertas decisiones del gobierno de Yrigoyen, como su intervención en la huelga portuaria de 1916, que posibilitó el triunfo de la misma. Las políticas desarrolladas en la década del ’20 por los Lencinas y los Cantoni en San Juan y Mendoza respectivamente (salario mínimo, jornada laboral de 8 horas, voto para las mujeres). La política de Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires en los 30. Por supuesto, su máxima expresión llegará a partir de 1943 con el Peronismo. Entonces, fueron muchos los casos donde en lugar de (o combinada con) la represión violenta, los gobiernos recurrieron a propuestas conciliadoras con el movimiento popular, ya sea a través de reformas o concesiones. La Argentina cuenta con numerosos y recurrentes ejemplos en ese sentido.
Demás está decir, que no estamos rescatando este otro costado de la política estatal para embellecer a los aparatos de dominación. Nos importa dar cuenta de su existencia y de los desafíos que representan para una política socialista.

Evaluaciones políticas opuestas

Si hacemos hincapié sólo en el costado represivo del Estado, corremos serios riesgos de equivocar nuestra política y estamos contribuyendo al desarme ideológico y político de la vanguardia obrera y popular. Porque si solo esperamos represión de parte del Estado, cuando algún gobierno decide impulsar medidas de integración social, la desorientación política lo inunda todo. Muchos militantes se encuentran sorprendidos y desconcertados. En estos casos, la respuesta más habitual es la negación de la realidad, en lugar de revisar los esquemas habituales de análisis.
El error simétricamente opuesto, consiste en sobrevalorar las medidas progresistas de estos gobiernos. Quienes así lo hacen, suman su adhesión a estos gobiernos, impactados por sus políticas de integración social. Terminan confiando en el gobierno burgués, perdiendo de vista su carácter de clase y el del Estado. La asimilación de una fracción de la izquierda detrás la política de los gobiernos progresistas, representa un claro triunfo de la estrategia burguesa.
De acuerdo a lo dicho hasta aquí, podríamos decir que algunos gobiernos se recuestan más sobre las fuerzas represivas y otros hacen más hincapié en las medidas de integración social. Las razones de estas diferentes políticas son múltiples, dependen de un sinnúmero de factores y su estudio excede este breve escrito. Sin embargo, podemos afirmar, que en ambas circunstancias el Estado continúa siendo un aparato de dominación de las clases enemigas. Pero su política hacia las clases populares es distinta, por lo tanto, nuestra política debe contemplar esas variaciones. En los dos casos, consiste en demostrar que el problema de fondo es el sistema, pero las formas de encauzar la agitación y la propaganda necesariamente deben ser diferentes.

Los cambios en las formas de dominación

Si en determinados contextos, la utilización exclusiva de medidas represivas contribuye a desnudar el carácter del gobierno y el Estado como enemigos de las clases populares. Las políticas de integración, por el contrario, ayudan a desdibujar el perfil del aparato estatal como instrumento de dominación de los enemigos de clase. Por esta razón, el estudio de este último aspecto se vuelve mucho más importante. Demostrar que el Estado continúa siendo enemigo de los intereses populares, aun cuando apele a reformas o concesiones reales, es una tarea mucho más ardua y compleja. Por esa razón, merece ser estudiada con mucha mayor atención. Su negación o menosprecio no favorece a llevar claridad a la vanguardia proletaria.
Pero no se trata sólo de medir, con mayor o menor precisión, la combinación de los dispositivos de integración y coerción a los cuales recurre cada gobierno. El problema es mucho más intrincado.
La sociedad capitalista, en su evolución, ha desarrollado una densa trama de mediaciones sociales, que vinculan de una manera muy compleja al Estado con la sociedad civil. Los mecanismos de dominación se vuelven extremadamente más sofisticados. El sistema no se mantiene, exclusivamente a fuerza de represión, se recurre y se generan complejos instrumentos de dominación social. La sociedad se complejiza y junto con ella evolucionan las formas en que se ejerce la autoridad. Perry Anderson, en Las antinomias de Gramsci, dice en un pasaje:
“En 1848, el estado es «rudimentario» y la sociedad civil es «autónoma» respecto a él. Después de 1870, la organización interna e internacional de los estados se hace «compleja y sólida», mientras que la sociedad civil, de forma similar, también se vuelve desarrollada. Es en este momento cuando aparece el concepto de hegemonía ...”.
Este divorcio entre un estado «rudimentario” y una sociedad civil embrionaria se fue evaporando con el desarrollo de la sociedad burguesa. Con el correr del tiempo, se fue construyendo una inmensa red de vasos comunicantes entre el estado y la sociedad civil. De esa manera, el Estado y el Sistema se han vuelto mucho más sólidos y flexibles al mismo tiempo. La ductilidad alcanzada por el sistema es mucho mayor de la que habían pensado los primeros marxistas. El régimen burgués se ha demostrado inmensamente maleable para recibir golpes y asimilarlos sin quebrarse. Esta es una de las principales conclusiones que debemos extraer del análisis de la lucha de clases del siglo XX.
Por otra parte, si como señala Anderson, pueden distinguirse los cambios que se produjeron entre 1848 y el período posterior a 1870, pensemos la distancia que separa a las formas de dominación de esa época con las que se practican en el presente. Las mutaciones que se produjeron en los diversos planos de la sociedad capitalista son inmensas. Sin embargo, en la izquierda, durante gran parte del siglo XX hemos seguido pensando y haciendo política “a lo bolchevique”. No me refiero a sus enseñanzas más profundas, las cuales considero que mantienen toda su validez, sino en sus aspectos más exteriores o superficiales. En otras palabras, es imposible aplicar las mismas formas de hacer política que los bolcheviques desarrollaron frente al zarismo, en la Rusia de comienzos del siglo XX y trasladarlas mecánicamente a la Argentina del siglo XXI. Porque el Estado, la sociedad civil, las clases sociales, el desarrollo de las fuerzas productivas, el adelanto de los medios de comunicación, las experiencias acumuladas por las clases y sus intelectuales, son completamente incomparables e inconmensurables.

La democracia burguesa y los gobiernos progresistas

El régimen de la democracia burguesa condensa, en gran medida, las múltiples problemáticas que estamos mencionando. La extensión de este sistema de gobierno produjo cambios fundamentales en las reglas del juego político, que no fueron simplemente epidérmicos. Por esa razón, se requiere de un estudio pormenorizado del funcionamiento de la democracia burguesa y las novedades que trajo aparejada en relación a gobiernos que, como el régimen zarista, se sustentaban casi exclusivamente en la coerción. En la izquierda marxista no hemos realizado una crítica acabada y tampoco hemos elaborado una respuesta política suficientemente sólida a la forma de dominación democrático-burguesa. Los gobiernos progresistas, al volcar la balanza hacia políticas integracionistas, no hacen más que poner el dedo en la llaga precisamente sobre este problema, desnudan -en toda crudeza- la ausencia de una reflexión profunda sobre las modernas formas de dominación.
El Estado tiene como objetivo supremo mantener las condiciones generales para la reproducción del sistema. Si reprime, lo hace con el objetivo de salvar o restablecer esas condiciones. El objetivo del Estado no es la represión de las clases trabajadoras, sino, mantener su sometimiento al capital. Insistimos, los mecanismos coercitivos son apenas un recurso más para conseguir su meta principal, mantener las condiciones que hacen posible la reproducción del sistema en su conjunto. Salvaguardar el régimen social basado en la esclavitud asalariada. Negar las políticas integracionistas -o menospreciar su importancia-, haciendo hincapié exclusivamente en la faceta represiva, no sólo constituye una deformación de la verdad histórica, sino que también resulta perjudicial para la política socialista.

Concesiones, ¿reales o ficticias?

Hemos visto, que un sector de la izquierda niega que los gobiernos progresistas hayan llevado adelante políticas beneficiosas para las clases populares. Sostienen que son meros ejercicios discursivos, “gesticulaciones populistas”. Detrás de estos análisis se esconde cierto mecanicismo en los razonamientos. Desde esa perspectiva, un gobierno burgués no podría jamás favorecer los intereses obreros, porque se trata de clases con intereses antagónicos. Sin embargo, la hegemonía no puede lograrse exclusivamente con promesas que nunca se cumplen o por medio de una pomposa oratoria. Tampoco la utilización de la propaganda y de los medios de comunicación son suficientes. Se requiere que las concesiones abandonen su carácter virtual y adquieran algún grado de materialidad. Al respecto, Gramsci decía:
“El hecho de la hegemonía presupone que se tienen en cuenta los intereses y tendencias de los grupos sobre los cuales se va a ejercer la hegemonía, y que debe darse un cierto equilibrio de compromiso -en otras palabras, que el grupo dirigente debe hacer sacrificios de tipo económico-corporativos. Pero no hay duda de que aunque la hegemonía es ético-política, también debe ser económica, debe basarse necesariamente en la función decisiva ejercida por el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica”
Siguiendo a Gramsci, pensamos que la hegemonía presupone que la clase dirigente debe tener en cuenta los intereses de los grupos sobre los cuales se va a ejercer la hegemonía. Para tal fin, necesita hacer “sacrificios de tipo económico-corporativos”, es decir, no se construye hegemonía sólo con bellos discursos y una profusa propaganda. Porque como dice Gramsci: “aunque la hegemonía es ético-política, también debe ser económica”. A riesgo de hacer un salto demasiado grande -sin mediaciones- entre teoría y práctica, si aplicamos esta lógica de razonamiento a la política nacional actual, podríamos afirmar que el kirchernismo hizo concesiones reales a las clases trabajadoras y a las minorías oprimidas. Por lo tanto, su política no ha sido puro "chamuyo".
Ahora, ¿lo hace porque son “nacionales y populares”, anti-imperialistas? ¿o porque son "criptomarxistas"? Por supuesto que no. Es una forma sumamente eficiente de generar hegemonía en un contexto económico y social similar al de los 90 y mucho peor que el de los 70.
Por otra parte, habría que decir que las concesiones de la burguesía no siempre son a posteriori de una gran lucha de masas o como respuesta a convulsiones sociales. En ciertas ocasiones, son preventivas. Es decir, no siempre son el producto de presiones ejercidas por las clases explotadas. Pero esto, lejos de manifestar su debilidad, indica el grado de habilidad que ha desarrollado la burguesía para mantener su poder.

Pros y contras de los gobiernos progresistas

Los gobiernos de tinte progresista presentan aspectos beneficiosos y otros perjudiciales para la clase trabajadora. Por un lado, los márgenes para avanzar en la organización obrera son mayores. Las libertades democráticas permiten desarrollar la propaganda socialista en un contexto más favorable. Estos elementos deben ser aprovechados por los revolucionarios para avanzar en organización y conciencia. Es decir, en términos de los intereses colectivos inmediatos de la clase trabajadora, la situación es más ventajosa.
Sin embargo, los gobiernos progresistas, a través de sus concesiones y discursos, ayudan a ocultar con mayor eficacia el carácter de clase del Estado. En otras palabras, en relación a los intereses históricos de la clase obrera, los desafíos para una política socialista son mayores. La crítica marxista a la sociedad burguesa afronta nuevos desafíos bajo gobiernos con características progresistas, porque contribuyen a ocultar mejor los cimientos de la sociedad capitalista, la explotación del hombre por el hombre, la contradicción capital-trabajo, insuperable para el sistema.
Algunos podrían argumentar que el gobierno, en lugar de encubrir, puso sobre la mesa ciertos temas de discusión que no estaban presentes en los años 90. Desde estas posiciones, se aduce que fue este gobierno quien incorporó oficialmente al panteón de los héroes latinoamericanos al Che Guevara. Que puso en la agenda del debate público la participación de los trabajadores en las ganancias empresariales. El papel del Estado. La relación entre política y economía. Además de su política de derechos humanos, cierto revisionismo histórico y la promoción de los derechos de las minorías.
Desde nuestra perspectiva, pensamos que de la misma forma que el gobierno realiza concesiones materiales efectivas, sucede algo similar en el terreno del discurso político-ideológico. El gobierno kirchnerista rescata en plano de la narrativa política elementos pertenecientes al discurso contra-hegemónico. Pero siempre lo hace de manera limitada, de tal forma que terminan esterilizándolos, quitándoles sus aristas revolucionarias, aquellos aspectos que cuestionan los cimientos del sistema capitalista. Los rescata para generar hegemonía, por una parte, e inutilizarlos como elementos impugnadores del sistema social, por la otra, las dos operaciones se realizan en un solo acto.
Entonces, los gobiernos progresistas merecen una atención especial. El desafío consiste en aprovechar los aspectos que favorecen la organización de la clase obrera y combatir de manera eficaz el discurso estatal que oculta con mayor habilidad la dictadura patronal.

Palabras finales

El gobierno encabezado hoy por Cristina Fernández, no es ni más ni menos que un gobierno capitalista. Administra las fuerzas del Estado burgués de manera eficiente, para mantener el sistema de la esclavitud asalariada. En este sentido, es un enemigo de los intereses histórico de la clase obrera. Sin embargo, no todos los gobiernos burgueses son iguales. No todos adoptan las mismas formas de ejercer el gobierno y la dominación capitalista. Estas variaciones se vuelven fundamentales a la hora de la intervención política, quien no pueda captar estas diferencias, no puede hacer política.
La democracia burguesa es un régimen de dominación político extremadamente eficiente para mantener el sistema de explotación. La crítica a esta forma particular de gobierno se vuelve indispensable para elaborar política en la actual coyuntura histórica, nunca como en el presente tuvimos tantos años ininterrumpidos de régimen democrático-burgués. La democracia burguesa contribuye a ocultar los mecanismos de explotación en los que se sustenta el sistema. Los gobiernos progresistas llevan al extremo estas tendencias.

Alejandro Belkin

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