viernes, septiembre 02, 2011

Los mercaderes y el templo.


Hace más de un siglo, Nietzsche certificó la muerte de Dios. Y puede que Dios esté muerto desde entonces, sí, pero a pesar de ello la Iglesia Católica goza de una excelentísima salud. Una muestra de ello es cómo durante los últimos días la prensa conservadora se ha dedicado, lanza en ristre, a cargar contra la manifestación convocada en protesta por la financiación pública de la visita del Papa. Han cerrado filas: la consigna es convertir a los victimarios en víctimas.
Las columnas de opinión segregan bilis, claman al cielo. No dudan estos católicos en tildar la marcha de “agresión”. Invocan derechos fundamentales, sentimientos religiosos, se llenan la boca de palabras como respeto y tolerancia.
Sorprende, cuando menos, una reacción tan exacerbada y tan cínica; sobre todo cínica. Hablan estos católicos de “derechos” y de “libertad”, ellos, los intransigentes cerriles, los fanáticos, los pertenecientes a una institución que representa la intolerancia más absoluta y practica el control social más férreo. Hablan sin cesar ellos, que forman parte de esa institución que jamás ha cedido un milímetro en sus planteamientos ni ha abandonado una parcela de poder político, económico o social como no haya sido a golpe de ley o a punta de pistola. No callan, los que hasta hace relativamente poco ostentaban un poder casi absoluto en este país, imponiendo al resto sus creencias y sus actos. La Iglesia Católica, no lo olvidemos, sigue sin permitir algo tan integrado en nuestra sociedad como es el divorcio. Califica a los homosexuales de enfermos; pena el sexo fuera del matrimonio, prohíbe el uso de anticonceptivos (propagando sin remedio el SIDA en África), denigra a las mujeres, acoge a pederastas.
Hablan de amor, y odian sin remedio. Hablan de caridad, y manejan más dinero que muchos estados. Hablan de humildad mientras se codean con los ricos y poderosos de medio mundo, mientras ostentan en sus templos joyas y riquezas de valor incalculable.
No hay que olvidar que la Iglesia Católica recibe, cada año, entre 7.000 y 10.000 millones de euros procedentes de los Presupuestos Generales del Estado y contribuciones del IRPF. Hablamos de unos 1.660.000.000.000 de las antiguas pesetas. Cifras fabulosas e incomprensibles, que, al menos para mí, eliminan la necesidad de todo debate sobre las partidas concretas de que se nutre la celebración de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Y eso sin contar con el dinero propio que tiene la institución, presente en decenas de países y que lleva casi dos mil años rapiñando las riquezas de la gente.
Y es que deberían estos católicos releer su texto sagrado. Jesucristo, en uno de sus pasajes, expulsa a patadas y latigazos a los mercaderes que había en el templo. Dice: “Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado”. Estoy completamente seguro de que si por intervención divina apareciera, durante esta semana, Jesucristo en Madrid, no dudaría en arrancar la piel a tiras a la legión de adoradores que gastan en su evento 50 millones de euros, y no cesan de cantar las alabanzas de los supuestos beneficios económicos que traerá a la ciudad y al país.
Sí. Yo también iré a la manifestación del día 17. Estaré ejerciendo un derecho fundamental, y además mostraré mi disgusto con estos católicos de boca llena, que me tacharán de intolerante, de irrespetuoso y de fanático, en un ejercicio de desfachatez suprema. Seremos muchos los que clamaremos contra esa caterva de derrochadores de dinero público, practicantes de un oscurantismo antediluviano. Y me atrevo a decir que cada vez seremos más.

Amador Cea

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