A mediados de los años 90 Walt Disney Company puso toda su maquinaria en funcionamiento para ampliar en 20 años la protección del copyright, preocupada por el hecho de que Mickey Mouse, su emblemático personaje que apareció por primera vez en el cortometraje animado de 1928 Steamboat Willie, pasara a ser de dominio público en 2004. Pluto, Goofy y Donald correrían la misma suerte cinco años más tarde. Con el fin de evitar que sus personajes animados estuvieran disponibles de forma gratuita, Disney lanzó una agresiva campaña de presión para que se aprobara una ley de extensión de la duración de los derechos de autor, la Copyright Term Extension Act. La compañía obtuvo un gran apoyo político gracias a las contribuciones que realizó a las campañas de la mayoría de los promotores de la ley en el Congreso. Disney logró su objetivo y, como resultado, cerca de 400.000 libros, películas y canciones (que deberían haber pasado a ser de dominio público) permanecerán bajo propiedad y control privados hasta el año 2018, lo que se traduce en unos ingresos imprevistos valorados en miles de millones de dólares para los titulares de dicho copyright.
Este ejemplo es solo un caso, quizá más escandaloso que otros, de entre los miles que podrían citarse como ejemplo de lo que realmente significa el copyright, y para lo que sirve. Para quienes de manera inocente o malintencionada argumenten que con él se protegen los derechos de los autores baste recordar la denuncia interpuesta por Paul McCartney contra Sony/ATV con el objetivo de recuperar la titularidad de los éxitos que compuso con The Beatles entre 1962 y 1971. En el texto de la demanda se detalla que el músico comunicó desde 2008 y en repetidas ocasiones a la multinacional, poseedora del catálogo de The Beatles tras varias compras y ventas a lo largo de las décadas, su intención de recuperar el control legal de esas canciones. Sin embargo de acuerdo a la legislación estadounidense se establece que aquellos artistas que hubieran vendido sus derechos de autor a terceros antes de 1978 tendrían que esperar 56 años desde la creación de esas obras, antes de poder recuperar sus derechos.
La lista es extensa. Pero no me quiero privar de citar otro caso más cercano. Hará cosa de un año desde la editorial Dyskolo nos pusimos en contacto con el recientemente fallecido John Berger. Nuestra intención era realizar la primera traducción al castellano y publicar en formato digital su obra Art and Revolution: Ernst Neizvestny And the Role of the Artist in the U.S.S.R, escrita en 1969 e inédita en nuestro idioma. Le explicamos las bases de nuestro proyecto sin ánimo de lucro y el hecho de que su obra estaría disponible para su libre descarga, como el resto de nuestro catálogo. Su pronta y positiva respuesta chocó con la realidad: todos los derechos de reproducción de sus textos en castellano estaban en manos del emporio Carmen Ballcels, por lo que su autorización resultaba inservible si no se abonaba el suculento canon establecido por la agencia literaria. La obra, consecuentemente, no fue traducida, y me temo que no lo será nunca.
Resulta curioso pensar que los derechos de autor fueran concebidos para estimular la creatividad al recompensar a los autores, a la vista de lo que hoy día es capaz de mutilar el copyright. Como recuerda David Bollier en su libro “Pensar desde los comunes”, “desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han compartido libremente su creatividad los unos con los otros. La cultura siempre se ha basado en imitar, difundir y transformar obras creativas anteriores y el arte siempre ha consistido en un préstamo común intergeneracional. La leyenda griega de Pigmalión fue la base de la obra de teatro de George Bernard Shaw con el mismo nombre y más tarde del musical My Fair Lady. De la misma forma, el musical West Side Story está basado claramente en la obra Romeo y Julieta de Shakespeare e incluso Shakespeare mismo realizó su correspondiente tarea de reciclaje con Ovidio y otros clásicos. […] La cultura no puede prosperar sin un fondo común de creatividad compartida. Es imposible concebir el desarrollo del jazz, del blues o del hip-hop si los músicos no hubieran podido tomar prestado libremente unos de otros”. Así lo entendía el gran cantante de folk estadounidense Woody Guthrie al afirmar: “Esta canción se encuentra bajo derechos de autor en los EEUU […] durante un período de 28 años y cualquiera que la cante sin nuestro permiso se convertirá en gran amigo nuestro, porque nos importa un comino. Publicadla. Escribidla. Cantadla. Bailadla”. Algo parecido a lo expresado por nuestro José Bergamín: “Todo el que encuentre una obra teatral mía puede representarla sin pagar derecho alguno, porque no cobro derechos de autor, y ni siquiera pertenezco a la Sociedad de Autores”. Por supuesto que los 28 años que citaba el artista estadounidense en su época se fueron extendiendo hasta los 70 actuales, o los 80 de España. Y que para algunas mentes preclaras aún son pocos, como es el caso de Manuel Fernández-Montesinos, responsable de gestionar los derechos de Federico García Lorca (hasta 2013, fecha en que murió), que llegó a plantear a la Comisión Europea que el paso al dominio público ocurriera 150 años después del nacimiento de un autor, ya que según él la duración de la vida y las causas de la muerte generan diferencias abismales.
Por supuesto que en todos estos casos el beneficio colectivo que supone el dominio público o el acceso libre a la cultura que enriquece a la sociedad, resultan irrelevantes. Porque lo importante es endurecer y perfeccionar los mecanismos del copyright como herramienta que genere beneficios. Es sangrante que hasta que se cumplieron 80 años de la muerte de Lorca la agencia Casanovas y Lynch recaudara entre el 8 y el 10% del precio de venta de los libros del poeta granadino. Aunque para quitar hierro al asunto una de sus responsables, Mercedes Casanovas, aseguraba hace poco que “no son cifras millonarias, pero unos ingresos, al fin y al cabo”.
Felizmente para él se acabó la dictadura del copyright sobre su obra, al igual que sobre la de Unamuno, Valle Inclán y otros muchos autores fallecidos en 1936, y que ahora al cumplirse 80 años de su muerte pueden reproducirse y difundirse libremente.
Estamos de enhorabuena, y desde Dyskolo nos sumamos a esta excelente noticia con la publicación de “Poeta en Nueva York”, al que seguirán “Tirano Banderas” y otras obras que iremos anunciando.
Antonio Cuesta, coordinador de Ediciones Dyskolo
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