Durante más de dos siglos la teoría económica ha estado dominada por el paradigma del equilibrio. La idea es sencilla: el enfrentamiento entre fuerzas económicas, como las de la oferta y la demanda, conducen a una situación de reposo o equilibrio. Pero en el mundo real las cosas no funcionan así. La inestabilidad y el desequilibrio dominan los procesos económicos y conducen a senderos explosivos y crisis.
Al adoptar el arquetipo del equilibrio, la teoría económica convencional se cerró las puertas al conocimiento y eso explica por qué le cuesta tanto trabajo a los economistas convencionales entender el aprieto por el que hoy atraviesa la Unión Europea. Y eso a pesar de los avisos de alerta de algunos importantes economistas, que como Wynne Godley y Charles Goodhart percibieron con gran lucidez los peligros de una unión monetaria mal concebida.
En un artículo publicado en 1992, Godley escribió que el proyecto de la unión monetaria europea (UME) estaba basado en la premisa de que la integración podía llevarse a cabo con una moneda común administrada por un banco central único e independiente. Los promotores del proyecto consideraban que no se requería nada más, pero eso tenía sentido sólo bajo el supuesto de que las economías nacionales fueran sistemas estables que se ajustan automáticamente. Esa idea falaz es el marco de referencia del Tratado de Maastricht. Lo único que debían hacer los gobiernos era mantener un balance fiscal mientras que el Banco Central Europeo (BCE) administraría la oferta monetaria a escala supranacional.
Pero para Godley la entrega de soberanía monetaria inscrita en el tratado es un sacrificio mayúsculo que reduciría a las economías nacionales europeas al estatus de autoridades locales e incluso el de colonias. Después de Maastricht los países integrantes de la unión monetaria abandonaron su capacidad de utilizar al banco central como prestamista de última instancia, renunciaron la potestad de fijar el tipo de cambio y cedieron la capacidad de fijar la tasa de interés de referencia.
En el caso de una recesión prolongada, o una crisis deflacionaria y altas tasas de desempleo crónicas, las autoridades nacionales y el BCE serían incapaces de aplicar políticas macroeconómicas para superar los problemas. En esas condiciones, señaló Godley, como los miembros de la unión monetaria no tendrían el beneficio de un mecanismo fiscal para compensar los desequilibrios, se encaminarían en un proceso acumulativo (de rendimientos crecientes) y declinación terminal en el que sólo la migración podría hacer frente a la miseria y el hambre.
Escribiendo en 1997 Goodhart, los promotores del euro compararon la reducción de costos de transacción (al remplazarse las múltiples divisas europeas por el espacio monetario común del euro) con el costo de un deterioro macroeconómico. Sobrestimaron la reducción de costos de transacción y minimizaron el riesgo de cualquier desajuste macroeconómico. De esta forma, no tomaron en cuenta las complejas relaciones entre la política fiscal y la creación monetaria y prefirieron ignorar el peligro de un debilitamiento de la postura fiscal de los gobiernos miembros de la unión o de que una crisis en el mercado cambiario se trasladara al mercado de bonos. En esos casos, los gobiernos no tendrían más opción que la de aplicar medidas deflacionarias, como las que vaticinó Godley.
El Tratado de Maastricht impone una restricción sobre el balance fiscal para someter a los gobiernos a la disciplina del mercado de capitales. Pero confrontados con una crisis deflacionaria, esa disciplina sólo se mantiene aplicando una política de austeridad que añade gasolina al fuego. El estancamiento por el que atraviesa Europa en estos tiempos es el trágico resultado.
Las reformas que urgen en la unión monetaria incluyen el manejo de la deuda mediante bonos europeos y la reforma a fondo del pacto de estabilidad y crecimiento para erradicar la carrera hacia la austeridad. Los obstáculos para estas reformas son considerables. Alemania no quiere oír hablar de ellas porque el proyecto monetario le ha funcionado muy bien. Pero si el esquema de integración no se modifica, muy bien tendría que decirle adiós al proyecto europeo.
Los focos rojos siguen alertando sobre las amenazas que rodean a la unión monetaria. Hoy la crisis del euro sigue su camino inexorable, pero el Banco Central Europeo ha anunciado que continuará por el camino de la flexibilización monetaria. En los meses que vienen las dificultades pueden intensificarse y el epicentro podría cambiar, acercándose más al quebradizo sistema bancario italiano.
El Tratado de Maastricht y las políticas para afrontar la crisis son el resultado de una teoría económica aferrada a la postura ideológica sobre estabilidad de las economías nacionales. Si no se adopta un marco analítico más riguroso y menos comprometido con los dogmas del neoliberalismo, el resultado terminal del proceso será la destrucción del euro y el fin del proyecto de integración europea.
Alejandro Nadal
La Jornada
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