jueves, junio 08, 2017

Nuestra historia, un agujero de enormes proporciones



Monumento a los abogados de Atocha, en Madrid.

Existe un déficit democrático que, pese a algunas gesticulaciones, apenas ha preocupado hasta la fecha a los gobiernos del turnismo ni a los editores de libros de texto

Si cada verano cuenta con su avistamiento del monstruo del lago Ness, con periodicidad algo más breve afloran en los medios escritos que proporcionan alimento espiritual y combustible ideológico al conservadurismo español los toques de alerta ante la manipulación de la historia que se enseña en aquel vasto territorio que se extiende, dicen, más allá de los confortables límites del barrio de Salamanca. Con motivo de la comparecencia de expertos ante la subcomisión parlamentaria encargada de estudiar las posibilidades de un pacto educativo, las declaraciones del máximo responsable del oligopolio de las editoriales de libros de texto han enervado, una vez más, a quienes se encuentran en permanente estado de ansiedad por el inminente riesgo de disolución de la que llaman la nación más antigua de Europa: “Recibimos presiones por parte de las Comunidades Autónomas para ajustar los contenidos de los manuales”. “¡Adoctrinamiento!”, concluye el partido que sustenta el gobierno central. “¡Evitemos la manipulación y la pérdida del rigor histórico!”, clama un portavoz de la nueva política cuya sedicente biografía de Azaña prologó un tal Pío Moa. Concedamos a todas estas exclamaciones el mismo beneficio en cuanto a lamento por la inocencia mancillada que a aquello de “¡Es un escándalo! ¡He descubierto que aquí dentro se juega!”, que declamaba el capitán Renault en Casablanca, y hagamos un repaso del contexto.
La enseñanza de Historia siempre se ha planteado como un terreno de combate, aquí y en los países en que existe, desde hace siglo y medio, un sistema de educación obligatoria para la ciudadanía. No hay que remontarse a la “querella de los historiadores” sobre el pasado alemán del siglo XX ni a la revisión del papel de Vichy en Francia: basta con ver lo que ocurre actualmente en la Europa central y oriental donde, tras la implosión del bloque socialista, las interpretaciones historiográficas han experimentado una evolución que oscila entre el encumbramiento de un hipernacionalismo con preocupantes ribetes xenófobos en Ucrania y los países bálticos, y la Rusia de Putin, donde realidades contrapuestas como el zarismo y la Revolución de Octubre se han sintetizado como herencia cultural común en pos de la conformación de una nueva identidad basada en los aspectos consensuados y no controvertidos de la historia nacional.
En el caso español, no es necesario acudir a un plantel de expertos en la Reconquista o en los avatares dinásticos de la Edad Moderna para diagnosticar las carencias y distorsiones de la historia enseñada. Si nos remitimos a nuestra historia inmediata, aquella en la que se han configurado los rasgos de la sociedad en la que nuestros jóvenes van a insertarse como ciudadanos activos, llegaremos a la desazonadora conclusión de que su tratamiento constituye un agujero negro de enormes dimensiones. Cuando culmine el intervalo entre dos convocatorias electorales ordinarias, dos millones y medio de nuevos ciudadanos serán llamados a elegir a sus representantes para que tomen decisiones que afectarán a sus vidas, afrontando problemas cuyas raíces se hunden en procesos de la historia reciente sobre los que apenas habrán recibido formación escolar alguna. Desde comienzos del siglo XXI, habrán sido entre ocho o nueve millones quienes hayan hecho este recorrido, quizás más si tenemos en cuenta las elevadas tasas de abandono escolar prematuro hasta el estallido de la crisis en 2008. Por añadidura, es probable que más de la mitad de los que aún permanecen dentro del sistema educativo reciban apenas una información superficial, lineal o inexplicablemente menguada sobre episodios fundamentales como la Segunda República o la Guerra Civil. Y prácticamente ninguna sobre la dictadura franquista o la transición.
El resultado de lo anterior adquiere los rasgos de un déficit democrático que, pese a las gesticulaciones citadas, apenas ha preocupado hasta la fecha a los gobiernos del turnismo ni a los editores de manuales. Y han tenido sobrado tiempo para remediarlo. En febrero de 2010, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) hizo pública una encuesta realizada a tres mil personas en la que el 40% afirmó que la culpa del estallido de la Guerra Civil la tuvieron los dos “bandos” por igual y el 36% que ambos causaron las mismas víctimas. El 58% afirmó que “el franquismo tuvo cosas buenas y cosas malas” y un 35% valoró que, con Franco, “había más orden y paz”, aunque a continuación, un 80 y un 88% admitiesen, respectivamente, que durante ese periodo se violaron los derechos humanos y no había libertad de expresión. El 74% creía que la transición constituía un motivo de orgullo para los españoles, aunque el 56% ignorase cuándo se aprobó la Constitución. El 69% afirmó que recibió poca o ninguna información sobre la Guerra Civil en el colegio o el instituto. El autor de estas líneas recogió durante el curso 2013/14 una muestra sobre el nivel de conocimientos acerca de hechos, procesos, personajes y lugares emblemáticos de la historia española de los últimos setenta y cinco años entre un centenar de estudiantes universitarios madrileños en el ecuador de su carrera de Magisterio. El 30% no sabía cuántos años estuvo Franco en el poder (creían que menos de 30 años). El 45% desconocía qué fue el maquis. El 71,6% ignoraba en qué consistió el proceso 1.001. El 58% desconocía qué fue el Tribunal de Orden Público. El 79,5% no sabía en qué año se produjeron las últimas ejecuciones en España (casi un 40% desconoce incluso que las hubiera). El 47% no supo señalar en qué año se aprobó la actual Constitución. Un 98% y un 95% identificó Cuelgamuros y el Guernicade Picasso entre los hitos monumentales de nuestro pasado reciente, pero solo un 66% y un 45% respectivamente acertó a contextualizarlos. Nadie reconoció ni supo explicar, sin embargo, el monumento a los abogados laboralistas de Atocha y menos del 7% lo hizo con el monumento a la Constitución de 1978.
¿Ignorancia? Cierto, pero en lo tocante a la Historia reciente de España cabría especular si no es la que cabría esperar teniendo en cuenta cómo fue la formación de estos aprendices de profesores en las etapas previas a la universidad: solo el 27% de los encuestados vio los contenidos relativos a la Segunda República, la Guerra Civil, el franquismo y la transición durante su educación obligatoria (4º de ESO). El 73% tuvo que esperar a 2º de Bachillerato y afrontar su estudio con la premura de la preparación de la selectividad. Solo el 21,5% de sus profesores abordó los temas con detenimiento y profundidad frente a un 28,4% que lo hizo deprisa y superficialmente con pretextos como rehuir la polémica política o la proximidad a los hechos (¡casi 80 años después de la guerra y 40 de la muerte del dictador!). Podría pensarse que, a la vista de todo esto, la contemporaneidad reciente es un territorio perdido para las nuevas generaciones. Nada más lejos: el 76% de los estudiantes reconoció tener unos conocimientos bajos o medio-bajos sobre los episodios clave de nuestra historia contemporánea, pero al mismo tiempo un significativo 79,5% mostró por ellos un interés alto o medio-alto.
Añadamos a todo esto la persistencia, en cuanto a las explicaciones manifestadas sobre los hechos de aquel pasado, de un auténtico “canon de hierro” que ha troquelado una serie de rasgos perdurables en el marco social de la memoria española: la Guerra Civil como locura colectiva, una confrontación entre hermanos impelidos a la lucha por un sino trágico y unas minorías políticas y ambiciosas; y la teoría del empate moral sobre las responsabilidades por el estallido de la guerra, repartidas por igual entre ambos bandos, y en la violencia de retaguardia, evaluada en cotas similares y ejecutada por grupos minoritarios sin más explicación que la exaltación de las pasiones y los odios. A esta mistificación a beneficio de una intencionalidad presentista han contribuido en buena medida los manuales escolares con el establecimiento de una secuencia cronológica de naturaleza teleológica. La Segunda República y la Guerra Civil aparecen indefectiblemente juntas, lo que condena a aquella como preámbulo indefectible de esta. El franquismo queda encapsulado en su propia temporalidad, ajeno a su origen en y como causante de la Guerra Civil, como si la dictadura no se hubiese reivindicado hasta el final a sí misma como “el Estado del 18 de julio” y su régimen no hubiera sido, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la Guerra Civil por otros medios. Queda asimismo separado de la democracia actual, cuya genealogía se construye sobre su superación, obviando las inercias, las contradicciones y los conflictos insertos en un complejo proceso evolutivo. Un acotamiento que con el resurgir de tendencias revisionistas a comienzos del siglo XXI ha dado lugar a que el franquismo haya llegado a ser designado con vergonzantes o ridículos eufemismos como “el régimen anterior” o “el periodo predemocrático”.
Un elemento que conforma la orientación de los libros de texto, no curricular pero en absoluto desdeñable, es la comerciabilidad. El mercado al que los manuales están destinados (centros públicos o centros privados y/o concertados) determina según qué orientaciones. Los editores de libros de texto admiten que, sin que se pueda hablar de censura, una determinada orientación sobre ciertos temas puede acarrear que determinadas escuelas, en particular las privadas, no adopten un manual, lo que determina la apuesta de las editoriales por versiones adaptadas al canon conservador en el tratamiento de algunos temas. Las dobles líneas editoriales y el plegamiento de los contenidos a las demandas del mercado darían la razón a Dewey y Freire cuando advirtieron que las fuerzas comerciales terminarían por actuar en contra de la política escolar y de los objetivos educativos.
Es preciso señalar que, en no pocas ocasiones, los manuales adolecen de una deficitaria incorporación de los avances de la historiografía actualizada, de una simplificación derivada de confundir divulgación con vulgarización y de groseros errores factuales. No es raro seguir leyendo que bajo la República se produjeron oleadas de huelgas, quemas de iglesias y enfrentamientos armados de grupos antagonistas, mezclando el legítimo ejercicio de un derecho constitucional con manifestaciones de piromanía anticlerical y actos terroristas, muy al estilo de los discursos coetáneos de Gil Robles. O que Calvo Sotelo, con doce escaños frente a los ochenta y ocho de la CEDA, era el líder de la derecha. O que su asesinato fue el desencadenante de la Guerra Civil, obviando lo que hoy sabemos acerca del tiempo largo de la trama conspirativa. Se sigue empleando “bando” para referirse a las partes en guerra, como si el gobierno legítimo y los sediciosos estuviesen en idéntico plano de legitimidad, e incluso algunos textos recuperan para estos últimos la denominación de “nacionales”. Se abunda en la fuerte influencia comunista --dos carteras de once- en los gobiernos de Juan Negrín. Se afirma que la represión en las retaguardias fue simétrica, de parecida magnitud e irracional. En definitiva, a pesar de los años transcurridos y de la producción historiográfica del último tercio de siglo, aún no existe una transposición didáctica, por ejemplo, de los aportes de Herbert Southworth y Paul Preston sobre el golpe de Estado; de los trabajos de Ángel Viñas o Enrique Moradiellos sobre la internacionalización del conflicto; de los estudios de Gabriel Cardona o Michel Alpert sobre la dinámica militar; de las reflexiones de Julio Aróstegui, Helen Graham o Alberto Reig Tapia sobre la dinámica política y social; de las conclusiones sobre la violencia y la represión de Julián Casanova, Francisco Espinosa, Francisco Moreno o Ricard Vinyes.
Dada la importancia que tienen los recursos gráficos en los manuales, y partiendo de la base de que la ilustración no es un mero adorno, el repertorio de imágenes deja traslucir un discurso oculto que legitima la percepción vulgar de cada periodo histórico. La República evoluciona del entusiasmo popular inicial (Puerta del Sol el 14 de abril, sufragio femenino, misiones pedagógicas) a la radicalización y el enfrentamiento fratricida (Casas Viejas, Asturias, quema de conventos, extrema polarización). La secuencia iconográfica del franquismo revela que, tras una fase de penuria y aislamiento (cartillas de racionamiento, censura de prensa y cine, entrevista Franco/Hitler en Hendaya), el régimen fue capaz de sentar las bases del desarrollismo económico de la mano de su alianza con los Estados Unidos (Eisenhower, Seat 600, turismo, electrodomésticos) con algunas inevitables alteraciones del orden público (cargas policiales en la universidad). En la transición, imperan las instantáneas que reflejan el consenso (referéndum de la reforma política, autonomías, sesiones del Congreso) y el pacto de élites pilotado por la Corona. Junto a lo que exponen, es preciso también resaltar lo que los manuales invisibilizan. Episodios como el exilio, la resistencia interior, la presencia de republicanos españoles en la guerra mundial y en los campos nazis, las cárceles, campos y trabajos forzados, las ejecuciones, las leyes de excepción y tribunales especiales (TOP), la clandestinidad, el movimiento obrero, estudiantil y vecinal, la Ley de Peligrosidad Social, la censura moral e intelectual y, en definitiva, la trágica aritmética del franquismo no reciben la atención proporcional que merecen.
No estaría mal que todas esas almas sensibles que se alarman por las periódicas apariciones del monstruo secesionista del lago de Banyoles se preocuparan de que las nuevas generaciones dispusieran de las claves para conocer a qué precio se pagaron las libertades que con tanto ahínco dicen defender. Y quiénes fueron los que más contribuyeron a su consecución. Quizás eso haría más por la cohesión colectiva que las invocaciones retóricas a la función inspectora. Aparte de que sea una deuda que la democracia actual y su sistema educativo aún no han satisfecho. Nunca es tarde.

Fernando Hernández Sánchez. Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales. Facultad de Formación de Profesorado y Educación, UAM.

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