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domingo, agosto 06, 2017
Albert Rhys Williams: el yanqui que aprendió ruso con Lenin
Periodista amigo de John Reed. Convivió con los dirigentes bolcheviques y cantó junto a los esclavos insurrectos en Siberia. Dejó una vida contradictoria y crónicas imprescindibles sobre la revolución.
Es el movimiento humano más tremendo en siglos. Basado en el interés económico de las masas, es la mayor lucha por justicia que vio la historia. Una gran nación marcha, enfrenta el hambre, la guerra, el bloqueo y la muerte. Deja atrás a los líderes que le han fallado y sigue a aquellos que responden a sus necesidades y aspiraciones.
A. RHYS WILLIAMS
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Hacía menos de un año que los trabajadores se habían hecho con el poder y Rusia estaba inmersa en la tensión de las pasiones sociales. Lenin terminaba de dar un discurso y junto a él se encontraban los periodistas John Reed y Albert Rhys Williams. Sus colegas miraban envidiosos desde lejos mientras el gran dirigente bolchevique agitaba los brazos y movía la cabeza, como si le estuviera revelando a ese par de estadounidenses los secretos de la nueva época histórica. Se equivocaban. Vladimir Ilich explicaba con entusiasmo a sus interlocutores la importancia de entender el idioma ruso y les transmitía su método.
En resumen, era su sistema para triunfar sobre la burguesía aplicado a la conquista del lenguaje: una dedicación sin tregua a la tarea.
La anécdota se encuentra en Lenin, el hombre, sus obras, escrito por Williams a lo largo de 1919 como respuesta a la furibunda propaganda contrarrevolucionaria que circulaba en Estados Unidos. Ese año tomaba lugar en el país el llamado “Susto rojo” –antecedente del macartismo- y el reportero declaraba ante una comisión del Senado por sus “actividades antiamericanas”.
Poco antes el Comité de Información Pública daba a conocer los Documentos Sisson que mostraban una supuesta “conspiración germano-bolchevique” en la I Guerra Mundial. Aunque actualmente se sabe que los papeles eran falsificados o tergiversados –como desnudó en su momento Reed-, el gobierno se encargó de popularizarlos a través de panfletos e instaló la absurda idea mientras perseguía a obreros, activistas e intelectuales.
Tinta roja la sangre
Albert nació en Greenwich, Ohio, hacia 1883. Este hijo de inmigrantes galeses encontró en la universidad su pasión por el periodismo y la militancia. Con 25 años impulsó la candidatura del socialista Eugene Debs y se ligó a los combativos Trabajadores Industriales del Mundo. Trabó relación con otros periodistas de izquierda como John Reed y en 1912 juntó dinero para la famosa huelga de Lawrence donde las obreras peleaban “por el pan y las rosas”. Curiosamente también fue miembro y ministro de una iglesia presbiteriana.
En 1914 la revista Outlook lo envío como cronista de guerra a Europa y allí fue detenido por los alemanes al sospecharlo un espía británico. De esta experiencia surgió su primer éxito editorial: En las garras del águila alemana. Luego fue contratado por el New York Post y su vida cambiaría para siempre. Le encomendaron visitar Petrogrado en los albores de la Revolución de Febrero.
Detrás de Bessie Beatty fue el primer corresponsal norteamericano en pisar suelo extranjero en aquellos tiempos convulsionados. Pronto lo acompañaron John Reed y Louise Bryant. Estos cuatro formaron un grupo compacto de profesionales encantados por la acción de las masas y simpatizantes de la causa comunista. A diferencia de Reed, Williams no tuvo afiliación partidaria pero junto a él trabajó para los bolcheviques distribuyendo propaganda entre las tropas alemanas. Y, al igual que su amigo, escribió un testimonio cabal sobre esos días que conmovieron al mundo. El famoso cineasta e historiador, Tariq Ali, afirma que dejó el cuarto libro más impresionante sobre la revolución.
Un rojo amanecer
Williams recorrió Rusia con la curiosidad de quien se enfrenta a un cambio de página fundamental. Visitó soldados en las trincheras, pasó semanas junto a los aldeanos de Spasskoye y conoció a fondo a los principales referentes políticos. Entre 1918 y 1919 realizó una serie de publicaciones en defensa de los soviets y contra el asedio de las potencias imperialistas. Pero fue en 1921 cuando lanzó su mayor obra. Es decir, A través de la Revolución Rusa, un repertorio de sus artículos periodísticos unido a emocionantes diálogos y reflexiones.
Los mejores párrafos del libro refieren a un momento decisivo: el II Congreso de los soviets ocurrido en el antiguo instituto Smolny, donde se creó el nuevo poder de trabajadores y campesinos con los bolcheviques a la cabeza. Al igual que la posterior toma del Palacio de Invierno -que asestó el golpe final al gobierno provisional- Williams vio el proceso con sus propios ojos.
Esa noche vi a un obrero, flaco, mal vestido, caminado por una calle oscura. Alzando la cabeza de pronto vio la fachada masiva de Smolny, brillando como oro a través de la nevada. Quitándose el sombrero, se detuvo un momento con la cabeza descubierta y los brazos extendidos, gritando a continuación: ‘¡La Comuna! ¡El Pueblo! ¡La Revolución!’. Corrió y se fusionó con la multitud atravesando las rejas. (...)
Esta histórica sesión termina a las seis de la mañana. Los delegados, tambaleantes por la toxina de la fatiga, los ojos hundidos de insomnio, pero exultantes (...). Afuera todavía está oscuro y frío, pero en el este se vislumbra un rojo amanecer.
El periodista presenció las dificultades que enfrentó esa gran insurrección pero estuvo convencido de su necesidad así como de la moral de esos hombres y mujeres “a quienes se les había acabado la paciencia”. Mantuvo largas entrevistas con los líderes revolucionarios, interesado en temas como la organización de la producción y el reparto de tierras. Lenin es, sin duda, quien más lo impactó. Entre ambos surgió una amistad que Williams plasmó en Diez meses con Lenin. Al autor no cesaba de soprenderle la capacidad del ruso de dar consejos, preguntar y detenerse a conversar dadas las responsabilidades que recaían sobre él. Lo llamó “un hombre con una mente gigante y una voluntad de hierro”, “maestro de la dialéctica y la polémica” que guió “la mayor lucha por justicia que vio la historia”.
La canción de los esclavos
Algunas de las páginas más tensas transcurrieron durante su largo retorno en el tren Transiberiano. Williams viajaba junto a intelectuales y miembros del viejo orden que abandonaban Rusia, cuando un escuadrón de bolcheviques irrumpió el trayecto, seguro de que allí se hallaba un miembro de la familia real. Al cronista le costó mucho probar que no era un espía y que sus credenciales eran reales. Se salvó gracias a que una de las personas a bordo sabía leer y conocía la firma de Lenin de primera mano.
Luego el transporte se detuvo en Cherm, una colonia penal de Siberia. Ciertos pasajeros temieron por su seguridad pero pasó lo inesperado. Un grupo de antiguos convictos se había organizado en defensa de la revolución; y frente a este norteamericano parado sobre tierras heladas, cantaron el himno de los proletarios del mundo.
Había escuchado La Internacional en las calles de distintas ciudades del mundo, en boca de columnas de manifestantes. Había escuchado a estudiantes rebeldes en salones de universidades. (…) [Pero] estos mineros-convictos de Cherm eran ellos mismos ‘los pobres del mundo’. Los más pobres entre los pobres. (…) Con voces rotas, entonaban el dolor y la protesta de los rotos de todos los tiempos. (…) Largamente forzados al silencio, gritaban esta canción que no era de queja sino de conquista.
Cuando concluía el trayecto ferroviario, presenció en Vladivostok el desembarco de tropas foráneas que incluían un contingente estadounidense. Tenían como misión aplastar la insurgencia obrera. El cronista fue perseguido por estas fuerzas “blancas” -o contrarrevolucionarias- y pasó un breve tiempo en prisión. Logró escapar hacia China gracias a la ayuda de militantes comunistas.
Al regresar a su país, Albert Rhys Williams continuó escribiendo y auspició conferencias sobre la revolución. Como Bryant y Beatty, buscó el apoyo del público estadounidense. “La sangre de los norteamericanos está fuertemente impregnada de espíritu de rebelión”, reflexionaba en un artículo luego de la muerte de su querido John Reed.
No vale decir, por tanto, que fue Rusia la que hizo de John Reed un revolucionario. Sí hizo de él, es verdad, un revolucionario consecuente y de mentalidad científica. Éste es su mérito. Rusia llevó a su mesa de trabajo los libros de Marx, Engels y Lenin. Le ayudó a comprender el proceso histórico y la marcha de los acontecimientos.
Lo que el viento se llevó (y lo que no)
Siguiendo el derrotero de muchos intelectuales y viejos radicales, Williams fue un defensor acrítico del Partido Comunista ruso hasta su muerte en 1962.
Pese que conocía en profundidad la realidad soviética debido a sus reiterados viajes y contactos políticos, acabó justificando la burocratización y la expulsión de la oposición, calló sobre los Juicios de Moscú, la heroica resistencia de los trotskistas y las revoluciones obreras contra el stalinismo. Fue bajo el pretexto de no alimentar los ataques imperialistas sobre la URSS. “La desesperación conduce a la resignación”, afirmó alguna vez Trotsky sobre Céline. Ni el resurgir de la lucha de clases en Estados Unidos en la década del 30’ conmovió al periodista hacia la segunda mitad de su vida.
Hoy, a cien años la revolución rusa, se hace necesario conocer sus lecciones: las crónicas del yanqui que aprendió ruso con Lenin son una buena forma de acercarse. Durante su juventud, protagonizó una de las mayores gestas de la humanidad. Sus vivencias de esos primeros años rojos resultan apasionantes y de una gran calidad narrativa. No sólo chocan contra todo pesimismo posterior sino que restablecen algunas de las verdades que los stalinistas pretendieron borrar con sangre. Allí da cuenta de conquistas; de voces; de la lucha sin tregua de un pueblo por la libertad; de la determinación y honestidad de sus dirigentes. Permiten –al decir de Pierre Broué- “atrapar la punta del ovillo, tirar de él y avanzar en la comprensión de este mundo en marcha que se hace necesario transformar”.
Jazmín Bazán
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