A propósito de un texto de Alvaro García Linera
Alvaro García Linera es el actual vicepresidente de Bolivia y protagonista, junto a Evo Morales, de la experiencia del nacionalismo “indígena” que va a cumplir diez años en el poder. García Linera es el autor de un extenso capítulo -Tiempos Salvajes…- de la saga de varios autores que, con el título “1917, La Revolución Rusa cien años después”, acaba de editarse en España. Es el impulsor, además, de una conmemoración en La Paz que tendrá entre sus invitados especiales a Pablo Iglesias, de Podemos.
La democracia, único camino
El autor plantea un dilema irresoluble. Quiere fundar la tesis según la cual “la contraposición entre revolución y democracia es un falso debate”. Para lograrlo está obligado a hablar de la democracia a secas, al margen de su naturaleza de clase. Ignora, de este modo que el régimen soviético fue la evidencia de la transformación de una revolución (democrático burguesa) en otra (proletaria socialista). Representó la máxima democracia para los obreros y los campesinos y, al mismo tiempo, la ruptura con la democracia burguesa -en la que el poder está siempre en manos del capital, ya sea que exista o no el sufragio universal- y la aparición de una nueva, democracia proletaria o dictadura del proletariado. Una de las creaciones que hace de la Revolución Rusa un producto universal.
García Linera fija una conclusión predeterminada y endereza o tergiversa todos los argumentos en función de ese propósito. La revolución (también a secas) es “la realización absoluta de la democracia porque la gente del pueblo, que anteriormente depositaba en 'los especialistas' la gestión de los comunes… ahora asume un involucramiento directo”. Lo que es una lucha aguda y violenta de clases se convierte, en las palabras del autor, en una suerte de kermesse, donde todos se funden en un mundo nuevo “con sus asambleas multiplicadas por todas partes debatiendo los temas de interés público” en las que se abre paso “la democracia deliberativa” en la que incluso la desigualdad “queda neutralizada porque está fusionada a la ejecución conjunta de lo deliberado”. El contenido de la revolución proletaria, que es la expropiación del capital, desaparece. Para pasar a un escenario que “hace de toda revolución -y las revoluciones latinoamericanas de principios de siglo no son una excepción- un hecho democrático por excelencia y pacífico por naturaleza”.
¿Y la toma del poder finalmente violenta, aunque escasamente cruenta, llevada adelante por los bolcheviques? Fue el fruto -dirá García Linera- de circunstancias impuestas por la reacción que obligan a los bolcheviques a desechar la vía pacífica: “las acciones violentas del gobierno conservador que, en julio de 1917, ilegalizan al partido bolchevique, buscan reprimirlo violentamente y luego eliminarlo físicamente mediante un golpe de Estado, lo llevan a Lenin a abandonar la convicción de que ésta iba a triunfar pacíficamente”. En este punto, la tergiversación es total y García Linera presenta a Lenin como un pacifista desengañado. Lo primero que debe puntualizarse es que la Revolución de Febrero destruyó el poder armado de la burguesía y las milicias reemplazaron a los cosacos y a la policía bajo la dirección del Soviet. Es decir mucho antes de las Jornadas de Julio, las masas habían establecido, con el peso de su movilización, un principio de armamento popular que García Linera ignora en función de su “tesis”. En las Jornadas de Julio, mencheviques y social revolucionarios, mayoría en los soviets, cruzaron una frontera política y se convirtieron en cómplices del alto mando militar y del gobierno en la represión contra la clase obrera, lo que llevó a Lenin a plantear que “las esperanzas de un desarrollo pacífico de la revolución rusa se han desvanecido para siempre”. Ambas fuerzas, lejos de romper con la burguesía habían profundizado su rumbo contrarrevolucionario y Lenin planteó dejar de lado la consigna vigente hasta entonces: “Todo el poder a los soviets”. Para García Linera, en el que la lucha por el poder de la clase obrera está ausente, la violencia sólo puede provenir de “un curso revolucionario bloqueado” y su única función es actuar “como un habilitador del despliegue de las capacidades democráticas (una vez más a secas) de la sociedad”.
¿Dónde está la clase obrera?
Las palabras clase obrera, revolución proletaria socialista, proletariado han sido expurgadas casi quirúrgicamente del texto. En su lugar aparece una suerte de regreso a los escritos sociales del siglo XVII y XVIII en los que la palabra pueblo o plebe aludía a las clases bajas o menesterosas que no habían adquirido aún su nueva fisonomía social. Para tomar un solo ejemplo: la Revolución Rusa “no significó -dice García Linera- la creación de un mundo alternativo al capitalista sino el surgimiento, en las expectativas colectivas de los subalternos del mundo, de la creencia movilizadora en que era posible alcanzarlo”. Como suele decirse, más errores que palabras. La Revolución Rusa habría sido una suerte de fracaso histórico que permitiría alimentar una ilusión y no una revolución obrera triunfante que resolvió todos los problemas de la revolución democrática -la tierra, la autonomía de las naciones, el desconocimiento de la deuda, la disolución del ejército, como pieza accesoria de la revolución proletaria y socialista. El socialismo no sería el fruto de esta experiencia viva de características universales, sino el “referente moral de la plebe moderna en acción”. Subalternos del mundo, plebe moderna, los pobres: esta desaparición consciente de la clase obrera en el léxico y la caracterización no es casual: “hablan de la complejidad de la Revolución de Octubre y de todas las revoluciones que, en realidad, son relaciones sociales en estado ígneo y fluido, por lo que es imposible establecer el momento en que un contenido de clase se consolida de manera sólida”. La revolución proletaria, para García Linera, ha dejado de existir. No es casual que no hable de Bolivia, el país de la revolución obrera más importante del continente -más allá de las limitaciones de su dirección-, protagonizada por un proletariado concentrado en un mar de campesinos y trabajadores rurales sin tierra. ¿Hablamos de Rusia o de Bolivia?
Las omisiones, una clave
En casi 240.000 espacios, Linera menciona una sola vez, y de modo incidental a León Trotsky, algo que puede parecer particularmente extraño en un país en que el trotskismo forma parte de la tradición histórica, pero que quizá lo explique.
La omisión de Trotsky va paralela a la de Stalin y tiene una función precisa: ocultar el papel de la burocracia contrarrevolucionaria en la degeneración de la Revolución Rusa. Es cierto que el conjunto de las fuerzas que provienen o reivindican el estalinismo se han disuelto o apoyan el gobierno de Evo Morales (PCB y PCB maoísta), pero García Linera pretende plantar una “tesis” que va más allá de sus circunstanciales aliados. ¿Podría mentar García Linera el papel del Kremlin en las infinitas derrotas de la revolución mundial siendo que el gobierno de Bolivia organiza el encuentro internacional de Países Exportadores de Gas con Putin, un heredero de aquella burocracia, como protagonista estrella? Para el autor, el fracaso “estrepitoso” de la Revolución de Octubre se puede explicar en cinco líneas, por la “concentración del poder de Estado en manos del partido y la expropiación gradual del poder de manos de las organizaciones sociales” y porque “toda revolución social que no ensambla con otras revoluciones sociales a escala mundial, tarde o temprano, fracasa”.
De este modo, la burocratización de la URSS sería un fenómeno natural y no el producto de luchas políticas en las cuales, después de la revolución y del cuasi exterminio de la vanguardia obrera en la guerra civil, tuvo origen una nueva capa social que se volvería dominante y constituiría “una sociedad intermediaria entre el capitalismo y el socialismo”-definición de Trotsky en La Revolución Traicionada. García Linera no establece diferencia alguna entre el bolchevismo y la burocracia estalinista, siendo que esta última es su negación, al punto de exterminar físicamente al 90% de la dirección que ejecutó la primera revolución obrera victoriosa en el mundo. Para el vicepresidente “obligada a defenderse a toda costa… la Revolución lo hace pagando el precio de centralizar cada vez más las decisiones y sacrificando el libre flujo de la creatividad revolucionaria del pueblo” e invoca en su apoyo a Rosa Luxemburgo, limitándose a repetir la utilización amañada de Rosa como argumento a favor de que el estalinismo ya estaba contenido en la propia revolución. García Linera convierte a Rosa en una defensora de la democracia “en general” siendo que Rosa criticó la disolución de la Constituyente como expresión de la falta de confianza de los bolcheviques en las masas que, en su opinión, podían torcer el rumbo y el contenido de esa Asamblea.
El autor no dice una palabra sobre el “socialismo en un solo país”, la concepción de la burocracia estalinista que significó el abandono del internacionalismo proletario, que era, para el bolchevismo, la precondición de la perspectiva socialista para Rusia. La afirmación del vicepresidente de que toda revolución que no ensambla con otras “habrá de fracasar de manera inevitable” deposita ese “ensamble” en el azar y elimina de un plumazo el papel del actor histórico que, invocándose como continuador de la Revolución de Octubre, fue responsable de miles de derrotas del proletariado mundial -el terrible aplastamiento de la Revolución China (1927) y de las que le siguieron- incluyendo la política de negación del frente único que allanó el camino para la victoria de Hitler (1928/33) o el sacrificio de la revolución europea luego de la Segunda Guerra en función de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo “democrático”.
Christian Rath
Fuentes
Juan Andrade, Fernando Hernández Sánchez (editores): 1917, La Revolución Rusa cien años después, Ediciones Akal, Madrid, España, 2017.
V.I. Lenin: Obras Completas, Tomos XXV y XXXIII, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1960.
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