“Si a los obreros les interesan únicamente los problemas de las fábricas, entonces son sindicalistas puros. Si los obreros de las fábricas se dejan llevar por una ola de chovinismo patriótico, entonces se convierten en social patriotas o social imperialistas. Si los obreros se someten a la propaganda de la guerra fría, entonces se convierten en guerreros fríos. Tienden a imitar la actitud del obrero en todo y se postran ante su trasero” (Plejanov)
Adjetivar a la clase obrera no es una operación sencilla si nos autoexigimos un mínimo de rigor. Si adoptamos para ello un criterio estático, en el marco de una etapa de estabilidad del capitalismo, la tentación de atribuir a la clase obrera un carácter conservador no resiste ningún obstáculo. Entonces, los trabajadores adoptan ante el capitalismo y el conjunto de relaciones sociales, económicas y productivas una actitud de pasividad y, en ciertas ocasiones, de complacencia, sobre todo, en determinados sectores aristocráticos, lo cual tiene una proyección política en el sustento electoral y orgánico de opciones reformistas, en la izquierda, o social liberales, en la derecha. Mas esa misma clase, incluso sin variación generacional sustancial, ante un empeoramiento de la situación, y no digamos ante un cambio radical de la misma - eventualidades que no sólo se han de descartar en la evolución del capitalismo, sino que, por el contrario, son absolutamente inevitables por la leyes que lo son inmanentes- adoptará otra actitud, en estos casos singularmente no pasiva, y bien pudiera ser que, incluso, revolucionaria, si, en ese momento, existe vanguardia de tal orientación.
Bien es cierto que, aún con el auxilio de ésta, sectores importantes de la clase obrera se enrolarán en el campo de la reacción. Negar esta última posibilidad supondría errar en la apreciación, como consecuencia de una concepción idealista de la realidad obrera; los obreros son una clase subalterna de la sociedad, que no crea, de forma natural, ideología emancipadora, esto es, no es “intelectualmente” independiente, razón por la que, en sí, sólo encierra posibilidades materiales, pero no intelectuales o subjetivas para su liberación. Su movimiento “natural” produce sindicalismo, gremialismo; asimismo, es fácilmente maleable y puede degenerar en productos de la peor especie política: bonapartismo, fascismo, racismo, nacionalismo, etc.
La clase obrera por sí sola, abandonada a su suerte, es incapaz de actuar como sujeto transformador. Pero siendo esto verdad, no lo es menos que el desarrollo de la ciencia y de la filosofía, de una lado, y de la economía, por otro, han puesto al alcance de la humanidad los instrumentos precisos de autoconciencia de las posibilidades de superación del conflicto social, colocando al socialismo al orden del día, como proyecto, no solo plenamente realizable, sino absolutamente necesario. Y lo mismo que el socialismo ha encontrado en el desarrollo de las fuerzas productivas un aliado insustituible para superar el estado de necesidad, también ha encontrado en la clase obrera el elemento animado, el sujeto que puede hacer realidad ese proyecto, a condición de que, previamente, lo asuma. Para ello tiene en el capitalismo unas condiciones objetivas de existencia (explotación laboral e inseguridad vital) que la hacen más proclive-interesada, que ninguna otra clase social, a abrazar la posibilidad del socialismo. Pero ahí queda la cosa; no es, en sí, un sujeto transformador. Para ello precisa de la ayuda exterior, que le viene de algunos elementos de la intelectualidad burguesa, que, individualmente, han interiorizado la concepción científica que avala el nuevo proyecto socialista. La conjunción de aquellos con los elementos más avanzados de la clase obrera constituirá el intelectual colectivo, que aumentará las posibilidades de una actuación transformadora de la clase. Este intelectual colectivo es el partido, desde el que solo se puede conceptuar a la clase obrera en un sentido dinámico, esto es, teniendo en cuenta la interdependencia del nivel de su conciencia con el nivel de su organización y de politización, es decir, con la actuación del partido.
Clase y partido son una unidad contradictoria, que se integra y desintegra con el desarrollo de la lucha de clases, y que, por tanto, exige, en el trabajo de su definición o caracterización, adoptar una visión obligatoriamente procesual y dinámica. En cualquier caso, esta unidad obliga a tener presente que cualquier caracterización es, asimismo global. La clase es más o menos pasiva, está más o menos integrada en el sistema capitalista, en gran medida, en función de que el partido sea más o menos revolucionario, esto es, esté o no integrado en el sistema. Hay que decir más: el grueso de la clase obrera sólo adopta posiciones verdaderamente revolucionarias/transformadoras en situaciones límite. Pero su caracterización no puede anclarse en los perfiles que se derivan de las situaciones límites; estaríamos, entonces, adoptando aquella posición estática y mecánica que antes criticábamos, oscilando, pendularmente, desde el error del reformismo oportunista, que se justifica en la actitud política y social del obrero tipo u ordinario, al error del sectarismo, que, buscando el ideal del “obrero revolucionario” (que sólo está en la cabeza del sectario), abandonaría la lucha o se inutilizaría para conectarse a ella.
La lucha de clases real fluctúa, necesaria y alternativamente, entre las situaciones límites, y se desarrolla en sus estadios intermedios, que recogen elementos de una y de otra, y a consecuencia del carácter cíclico del capitalismo, obliga a comprender a la clase obrera, asimismo, desde una dimensión o perspectiva histórica, huyendo de las tentaciones presentistas.
La imitación oportunista del comportamiento obrero, recogida en la expresión malinterpretada de que “las masas nunca se equivocan”, alcanza su cenit maligno en la pretensión de determinar el programa del Partido, ya no por medio de un análisis científico y objetivo de la sociedad, que le está vedado al conjunto de la sociedad (este conocimiento sólo es producto de una aprehensión individual del instrumental preciso para ello, el marxismo), sino a través de la aportación de ésta. De suyo se comprende que algunos se alarmen, ante la perspectiva de que en el Partido se retorne al método correcto y, en su virtud, se recupere la aspiración socialista a la socialización del crédito y de los medios financieros y de cambio. Entonces, al reformista oportunista le inunda una gran añoranza por la clase obrera “de derechas” y sus insulsos métodos (convenientemente arropados de grandilocuentes adjetivos: participativos y democráticos) para determinar el programa.
Juan Jiménez Herrera
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