Recientemente fue dado a conocer el respaldo del gobierno de Donald Trump a una propuesta tendiente a reducir el volumen de la inmigración legal aceptada en Estados Unidos, mediante la eliminación de las preferencias por vínculos familiares hoy existentes y otorgar prioridad solo a aquellas personas con un alto nivel de calificación y solvencia económica suficiente para vivir en el país.
La necesidad de regular el problema migratorio ha estado presente desde los orígenes de Estados Unidos, pasó por el debate de la esclavitud, y su explicación fundamental hay que buscarla en la economía, aunque repercute en aspectos tan abarcadores como la propia identidad nacional.
En 1798 se registra la que pudiera ser considerada la primera ley migratoria norteamericana y su objetivo fue frenar la influencia que, por vía de los inmigrantes europeos, podía generar la Revolución Francesa en su territorio. De todas formas, el siglo XIX estuvo caracterizado por una amplia apertura a los flujos migratorios, en correspondencia con las necesidades de la enorme expansión territorial y el crecimiento económico del país.
Aunque fue una política destinada a atraer a personas blancas procedentes de Europa, también incluyó la contratación de braceros chinos y mexicanos, reclamados o expulsados según la necesidad de mano de obra en cada momento. A los chinos incluso se les negó la posibilidad de obtener la ciudadanía norteamericana hasta la Segunda Guerra Mundial.
En 1921 fue aprobada la primera ley migratoria verdaderamente integral de Estados Unidos. Se estableció un límite a la cantidad de inmigrantes y su distribución por cuotas, según áreas y países. El objetivo era dar preferencia a los inmigrantes europeos, preferiblemente de los países occidentales, por lo que fueron eliminados asiáticos y africanos.
En 1952, como resultado del auge del macartismo, fue aprobada la Ley de Inmigración y Ciudadanía, conocida como McCarran-Walter, destinada a evitar que las “ideas sospechosas de comunismo” penetraran en el país. Decenas de figuras políticas y algunos de los artistas e intelectuales más renombrados del mundo fueron impedidos de ingresar en Estados Unidos en virtud de esta ley. Entre sus conceptos, reconocía como refugiados solo a aquellas personas procedentes de países socialistas, por lo que la excepcionalidad de la política migratoria hacia Cuba fue originalmente construida a partir de sus preceptos.
El cambio más relevante a la política migratoria norteamericana llegó en 1965, con la adopción de la ley Hart-Celler, la cual puso fin al sistema de cuotas por países y estableció la preferencia a partir de dos principios: el vínculo familiar con personas residentes en Estados Unidos y la calificación laboral de los solicitantes.
Esta ley eliminaba las normas discriminadoras precedentes y abría espacio a la inmigración procedente de África y Asia, lo que fue percibido como un paso de avance en el entorno de las transformaciones sociales de los años 60. Por otro lado, no parecía que alteraría de manera relevante el patrón migratorio tradicional norteamericano, toda vez que los familiares reclamantes eran generalmente de origen europeo. Precisamente la crítica de que era una política igualmente discriminatoria, condujo a la implantación de la famosa “lotería” de visados, a la que podía optar cualquier persona en cualquier parte, la cual ahora también pretende ser eliminada.
La modificación de dos variables alteró radicalmente este pronóstico. Debido al desarrollo económico de la posguerra, Europa Occidental dejó de ser una fuente importante de migrantes hacia Estados Unidos, mientras que América Latina y el Caribe se convirtieron en los países emisores por excelencia.
El sistema de cuotas no se aplicaba al resto de América, pero salvo mexicanos y canadienses no se registraban cifras significativas de migrantes hacia Estados Unido antes de 1960. Cuba había sido una excepción desde el siglo XIX, pero el volumen no era relevante hasta que triunfa la Revolución Cubana y estimular la emigración devino un componente de la política norteamericana hacia Cuba.
La emigración en masa de latinoamericanos y caribeños es un fenómeno de finales del siglo XX. Los mexicanos continúan siendo el componente esencial, pero los niveles que se registran en el resto de la región, particularmente en Centroamérica y el Caribe, han crecido exponencialmente, hasta el punto de alterar la composición demográfica de Estados Unidos y afectar las estructuras sociales y económicas de los países emisores.
Es por eso que las modificaciones que hoy día se discuten en la política migratoria norteamericana están fundamentalmente dirigidas contra los latinoamericanos y caribeños, pero no son nuevas en su esencia. Se trata de un fenómeno que ha acompañado la historia de Estados Unidos, porque está relacionada por las necesidades del sistema y las características culturales del país.
El inmigrante ha aportado la fuerza de trabajo que en cada momento ha requerido el crecimiento económico, pero además lo ha hecho en las condiciones más favorables para el capital, toda vez que tiende a reducir el valor del salario y debilitar la cohesión de los trabajadores.
Claro está que ello afecta a la clase trabajadora establecida, lo que explica el insano proceso mediante el cual los discriminados tienden a convertirse en discriminadores. Ello ha generado problemas sociales que buscan solución mediante un discurso antinmigrante que encuentra eco en determinados sectores de la población y sirve de base a las carreras de políticos más o menos xenófobos y racistas.
La emigración es una decisión condicionada por la realidad que ninguna ley, por sí misma, puede controlar. En la medida en que se reducen las posibilidades legales, aumenta el potencial migratorio ilegal. Así ha sido y así será. El muro no lo inventó Donald Trump, fue aprobado por la ley Simpson-Rodino en 1986, donde se plantea “construir una barrera inexpugnable” en la frontera con México y de esa fecha data el avance de su construcción.
Todo país establece normas a la migración, pero ninguno puede funcionar en condiciones ideales, mucho menos Estados Unidos, cuyas políticas son causa del estímulo de la emigración en otros países, su condición de gran receptor de inmigrantes ha determinado inmensas cadenas de atracción social y su mercado laboral es el destino más apetecido por los migrantes en el mundo.
Como sus antecesores, Trump no está en capacidad de escoger el mejor de los mundos y limitar la inmigración solo a los individuos más calificados. Esas personas nunca han estado limitadas por la política migratoria norteamericana y su impacto en el balance migratorio ha sido poco relevante. En parte, porque ese tipo de personas no es la que tiende a emigrar, incluso porque a las propias transnacionales no les interesa emplearlos donde el mercado laboral es más caro.
La otra verdad es que el inmigrante es todavía una necesidad para Estados Unidos, no solo porque la precariedad que conduce a muchos a trabajar en las peores condiciones forma parte de la lógica del sistema, sino porque aportan beneficios económicos, vínculos transnacionales, cultura, juventud y crecimiento demográfico a la dinámica social.
Está demostrado que aquellos países que mejor han podido lidiar con el problema migratorio, son aquellos que han llevado a cabo las políticas más humanas e inteligentes para la inserción de estas personas a la sociedad. En el caso de Estados Unidos, más allá de las razones que la impulsaron, la excepcional política llevada a cabo con los inmigrantes cubanos es una prueba de ello.
Pero eso está muy lejos del pensamiento de esta administración, lo más probable entonces es que la “nueva” iniciativa migratoria que se discute en Estados Unidos quede igual atrapada en las contradicciones de este complejo problema, que los inmigrantes sean las víctimas colaterales de la disputa y que Trump termine chocando con el muro de su propia testarudez.
Jesús Arboleya
Progreso Semanal
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