La próxima semana tendrá lugar en Bruselas una conferencia en la cumbre de los jefes de Estado o de Gobierno de los veintinueve países miembros de la OTAN en la nueva sede de la Alianza, situada en el corazón de la capital belga.
En la convocatoria oficial de este evento, el Secretario General declaró que la Alianza continúa adaptándose al nuevo siglo y, para hacer frente a las cambiantes amenazas, ha llevado a efecto el “mayor refuerzo de nuestra defensa colectiva en toda una generación”. Aludía a las unidades de combate multinacionales desplegadas en el Este europeo así como al refuerzo de la presencia militar en la zona del Mar Negro.
Si en Moscú había ido creciendo el convencimiento de que la OTAN se ha esforzado por envolver progresivamente el territorio de la Federación Rusa, ampliando su despliegue estratégico, que incorpora a varios países que fueron miembros del Pacto de Varsovia, y mediante las maniobras militares periódicas que en ese espacio tienen lugar, las palabras del Secretario General lo confirman sin dejar lugar a dudas.
Aparte de la novedad que puede suponer la presencia del imprevisible presidente de EE.UU. en las reuniones que tendrán lugar (basta recordar su provocativa actitud en la pasada conferencia canadiense del G7), los dirigentes políticos que asistirán a ellas lo harán también en su mayoría como miembros de una Unión Europea que, lamentablemente, sigue sin saber con certeza qué lugar ocupa en el mundo.
Una Europa que, sin un proyecto autónomo y creíble de política defensiva propia, deja su destino en manos de una Organización en la que también resuena con fuerza el estentóreo “¡América primero!” de Trump. En la larga vida de la OTAN, America First! ha sido el gen fundamental del ADN de la Alianza, como ya supo percibir De Gaulle.
Lo anterior no debe considerarse una muestra de “antiamericanismo”, sino como “proeuropeísmo”. No se trata de ir contra EE.UU. (aunque sí contra algunas decisiones de su actual Gobierno) sino de recordar que las alianzas más sólidas son las que se basan en la libre voluntad de los pueblos aliados. Repasando el proceso de adhesión a la OTAN de los actuales miembros, se ve que algunos lo hicieron por miedo, otros por conveniencia de política interior y en ciertos casos apenas se tuvo en cuenta la opinión de la población.
En España se vendió el argumento de que sin estar en la OTAN no entraríamos en Europa, lo que se reveló ser falso. Bien es verdad que la adhesión de nuestro país a la Alianza supuso al menos una gran ventaja: las Fuerzas Armadas empezaron a dejar de preocuparse por el “enemigo interior”, que fue su obsesión esencial durante el franquismo, e iniciaron su convivencia con otros ejércitos aliados, facilitando así su adaptación a la democracia, proceso todavía en vías de desarrollo.
Observando con ojos europeos la situación internacional, no puede negarse que EE.UU. cometió en 1991 el grave error estratégico de separar a Rusia de Occidente, contra lo que había sido una constante histórica. Y sin advertir que la pujanza china podía convertirse en un foco de atracción para los intereses rusos, más provechoso que la atracción europea.
Los últimos Gobiernos en Washington han venido empujando a Rusia hacia China, y Trump ahora tiene que jugar a la vez en dos campos: evitar el acercamiento ruso-europeo, que pudiera poner en peligro la hegemonía estratégica de EE.UU., y mantener una relación viable con Moscú para controlar a China, sin tener en cuenta a Europa.
¿Qué papel juega en todo esto la OTAN… si es que juega alguno? Es lo que deberían discutir en Bruselas aquellos a quienes los europeos de distintas nacionalidades hemos elegido para gobernarnos, cuando bajo treinta banderas diferentes (29 estatales y la de la OTAN) tomen asiento en la vasta mesa otánica. De una cosa sí podemos estar seguros: todos ellos -más Putin desde Moscú y Xi desde Pekín- estarán mirando a Trump con el rabillo del ojo.
Alberto Piris
El viejo cañón
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