El montaje del proceso abierto contra la “revolta catalana” apaleada e injuriada hasta la náusea nos remite de pleno al polémico “Diccionario Biográfico Español” producido en su día pore la Real Academia de la Historia (RAH). Un trabajo que podía haberse publicado en el tardofranquismo y que ha recibió una denuncia unánime desde el mundo universitario y por supuesto, de la gente interesada. “El Roto” nos ofrecía una viñeta en la un busto de Franco decía: “La RAH me absolverá” Las críticas no solo apuntaban al sesgo ideológico que presentaban algunas entradas, sino al uso de una metodología que poco o nada tiene que ver con el rigor científico e historiográfico. El hecho dejó patente que la Real Academia de la Historia no representa el momento historiográfico español y presenta una inclinación ideológica clara y evidente, que no tuvo en otros tiempos. No vamos a decir que la RAH fue la punta de lanza de la investigación histórica española porque nunca lo fue, pero antes de 1939 era otra cosa, tenía un aire liberal en el sentido histórico del término, no en el económico.
En su dirección figuraba lo más rancio y casposo de la profesión. Si se puede hablar de profesión, porque un amplio porcentaje está por motivo de apellidos y relaciones de manera que historiadores que quedaran para la historia como Tuñón de Lara o Josep Fontana, no fueron ni tan siquiera consideradas. Estamos hablando de un tinglado que dispone de importantes inversiones públicas pero en la que los historiadores de universidad, pueden pasar meses enteros y ni te acuerdas de que hay una Real Academia. Si yo viviera en Francia desearía entrar en su academia, porque hay van a estar mis colegas y ahí está la punta de lanza de la profesión. Pero aquí no, vivimos en mundos paralelos.
El escándalo causado obligó a ciertas revisiones para que “pasara la tpormenta”, pero la historia se ha repetido en los libros de textosw en los que el franquismo no pueden quedar mal, no en vano el principal partido representante de la “nomenclatura” creada entre los políticos profesionales y el losw intereses creados, el PP, no solamente ha gozado de “carta blanca” para ejercer la corrupción en cinemascope, también ha ejercido como “autoridad” en los temas de nuestra historia criminal en toda clase de plataformas oficiales, comenzando por la TVE. Es el mismo partido que se ha negado a condenar el golpe militar-fascista del 36 y que ahora se niega a hacerlo del fascismo, por más que esto resulte un escándalo en europa. No hay duda: la batalla por la verdad, la justicia y la reparación sigue tan viva como el primer día.
En los setenta, después de la revolución portuguesa y de la muerte del “Caudillo”, se llegó a tal ebullición popular que tuvieron que archivar la “reforma Arias-Fraga” y sacar de la manga a Suárez con un proyecto B asesorado por Kissinger in persone que fue la primera autoridad a la cual el rey emérito fue a rendir honores. El proiyecto de Suárez funcionó en los despachos pero no en la calle, hasta que el “ambiente de terror” creado por la “Operación 23-F” acvonsejó prudencia a la “mayoría silenciosa” que había apoyado las movilizaciones. Pensaron: no fuese que por querer avanzar demasiado deprisa tuviéramos que arrepentirnos. La mayoría social todavía se sentía prisionera de las devastadoras consecuencia de la derrota popular, incluyendo aquellos que se vieron obligados a disparar en contra de los suyos. Sería sobre esta realidad que se firmó el llamado “pacto del silencio” una maniobra histórica que, sobre el papel se presentaba como la “superación” del cainismo de las dos España mediante una nueva historia oficial en la que bien está lo que bien acaba.
Para la derecha se trataba de lavarse las manos de su historial sin renunciar a “la Victoria”; para el PSOE, apostar por lo “moderno” reduciendo el pasado al ámbito institucional; para el PCE olvidar sus oscuras traumas estalinista en un momento en el que el “socialismo real” se estaba convirtiendo en un antimodelo.
Desde el 23-F, la monarquía parlamentaria se convertía en un horizonte insuperable. Una nueva atalaya desde la que se establecía una equidistancia según la cual “todos éramos culpables”, todos se cometieron excesos, algo inaudito en la Europa que había derrotado al fascismo. Al desbordamiento de los años setenta le sucedió una “normalización”. A los perdedores les correspondió el olvido, de manera que la reivindicación de su “memoria” fue acusada de “revanchista”, hasta se le negó cualquier atención incluyendo la mediática. El debate abierto, la “memoria histórica” se convirtieron en elementos perturbadores, y por lo tanto –decía “El País” en una de sus editoriales- tenía que estar en manos de “especialistas”. Se tildó de “militante”· la que persistía en refutar la nueva “historia oficial”!: la la monarquía superadora de “viejas heridas”.
Desde la nueva “historia oficial” se esperaba que la cronología acabara con un debate que nadie parecía querer, ni tan siquiera en municipios “comunistas”. En este periodo de desvinculación tuvo que ver el sentir de estar en “otro tiempo”, en una espacio nuevo donde los abuelos pasaron a ser considerados como antiguallas, restos arcaicos anclados en sus “batallitas”, personas de un ayer remoto sobrepasadas por un concepto de “cultura” basa en la preeminencia de las tecnologías. Fue un tiempo en el que el no ser del egoísmo individualista (mamonismo al decir italiano, o sea de hijos de unos papas que no querían que sus hijos tuvieran que enfrentarse a problemas) hacía furor, cuando se hizo habitual el rechazo a “otra película sobre la guerra”, como fue el caso de ¡Ay Carmela¡ (Carlos Saura, 1990) La creencia de que todo comenzaba con la democracia y los derechos logrados, el presente consumista y evasivo parecía un horizonte para el que lo determinante era no “complicarse la vida” y menos con la “historia más triste”, con la que Gil de Biedma definía la de este país al que nunca acabó de llegar la Reforma, ni la Ilustración, ni tan siquiera la revolución liberal que atrevesó el siglo XIX hasta la I República que acabó con un golpe de Estado. Tenían demasiado miedo a los trabajadores, a la AIT, a la experiencia de la “Comuna”.
La pregunta actual es: seguimos con cabeza bajada a la extorsión y la constante pérdida de derechos o comenzamos a imponer otro curso en la historia social y democrática.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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