Estamos entrando en una nueva normalidad. Las cosas no son como eran hace 10 años. Las frases no pertenecen a ningún intelectual sino a alguien realmente importante: el jefe de bomberos de un condado de California. Integran el reportaje del periodista hispano-estadunidense Gustavo Arellano sobre los más recientes y devastadores incendios, que pueden servir como introducción al mundo caótico en el que estamos ingresando (goo.gl/pVezzc).
Los bomberos más experimentados de ese estado aseguran que nunca habían visto algo igual. En la pequeña ciudad de Paradise ardieron 10 mil edificios, hubo cerca de mil desparecidos y los muertos se acercan al centenar. Especialistas aseguran que ya no hay temporada de incendios, como había hasta ahora, porque suceden a lo largo de todo el año.
Al cambio climático se suma la desastrosa urbanización de áreas rurales. Cien millones de árboles muertos en California en sólo cuatro años de sequía (2011-2015), a lo que se suma la brutal especulación inmobiliaria que ha urbanizado las zonas rurales, una impresionante colonización del campo (goo.gl/DneeTq).
¿Podemos imaginarnos lo que sería si los huracanes y los tsunamis dejaran de ser algo excepcional o temporal para convertirse en una nueva normalidad? Agréguese que la mayoría de las grandes ciudades del sur del mundo no tienen más agua potable y sus habitantes deben comprarla, cuando pueden, para no enfermar. Los 20 millones de habitantes de Delhi viven 10 años menos por la contaminación del aire, 11 veces superior a lo permitido por la Organización Mundial de la Salud (goo.gl/v7KNKH).
Estamos ingresando en el momento en cual la tormenta se torna lo cotidiano, agravada por una nueva coyuntura política en la cual los Trump y los Bolsonaro forman parte del nuevo decorado. Hasta el mediocre presidente francés Emmanuel Macron, declaró que el mundo se verá abocado al caos si la decadente Unión Europea no encuentra un rumbo propio (goo.gl/YjBqTH).
Si es cierto, como dice el filósofo brasileño Marcos Nobre, que Bolsonaro fue el candidato del colapso y necesita del colapso para mantenerse, debemos reflexionar sobre este argumento (goo.gl/tSkZaF). A mi modo de ver, tanto el nuevo conservadurismo (fascismo dicen algunos) como el progresismo, son el fruto amargo del colapso y tienen un amplio futuro por delante. Como resultó evidente en Brasil, Lula y Bolsonaro son complementarios y cada quien podrá llegar a conclusiones similares en su propio país.
Creo necesario reflexionar sobre qué entendemos por colapso, a quiénes afectará y cómo podríamos salir del mismo.
En primer lugar, dejar en claro que el colapso en curso es una creación de los de arriba, la clase dominante o el uno por ciento más rico, para superar una situación de extrema debilidad por falta de legitimidad respecto al resto de la humanidad. El colapso es una política de arriba para controlar y disciplinar a los de abajo y, eventualmente, encerrarlos en campos de concentración reales, sin alambradas pero rodeados por campos con glifosato, monocultivos, mega-obras y mineras a cielo abierto.
Rechazo con vehemencia la idea de que el colapso sea un proceso natural o de la naturaleza, e insisto en su carácter de proyecto político que reducir la población del planeta para estabilizar la dominación. Este plan se exterioriza también en los fenómenos naturales, pero su punto de partida es la clase dominante.
La segunda cuestión es que afecta principalmente a los sectores populares, pueblos originarios, africanos liberados de la esclavitud, familias rurales y de las periferias urbanas. Las y los de abajo sobramos en este mundo de acumulación por robo, porque como ya se ha dicho somos el mayor obstáculo para convertir la naturaleza en mercancías.
Los de arriba nos atacan, pero no por razones ideológicas, por racismo o machismo feminicida, sino que utilizan estos instrumentos de dominación y control para lubricar su enriquecimiento ilegítimo y a menudo ilegal. Se volvieron violentos para acumular.
La tercera es que no tiene mayor importancia si estos procesos se producen bajo gobiernos conservadores o progresistas, ya que no pueden controlar la acumulación por robo, lo que no los convierte en inocentes por cierto. El progresismo sudamericano se ha hundido por la violencia y la corrupción que generaron las grandes obras, más que por las acciones de la derecha.
Como señala el periodista de izquierda Leonardo Sakamoto, la aberración de construir una hidroeléctrica como Belo Monte (en plena Amazonia), con su inevitable secuela de violencia contra las poblaciones indígenas, trabajo esclavo y tráfico de personas, fue el fruto de la arrogancia desarrollista del lulismo (goo.gl/44bkpg). Las mega-obras no son errores sino el meollo del progresismo.
Por último, esta nueva realidad inutiliza nuestras viejas estrategias y nos fuerza a construir arcas (o como cada quien quiera llamarle a los espacios de autonomía y autodefensa) que necesitamos para no naufragar y morir en la tormenta.
Raúl Zibechi
La Jornada
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