Estamos asistiendo a una escalada de la tensión militar en Taiwán. Pekín viene aumentando los vuelos militares sobre la isla. Esto ha sido calificado como una provocación por el gobierno taiwanés, y en palabras del ministro de Defensa de la isla la situación “es la más grave en sus 40 años de servicio”.
La reacción china no se la puede sacar del contexto más general. Se da en el marco de una ofensiva norteamericana en el plano económico, diplomático y militar que arrancó antes de Trump, se intensificó con el magnate, y ahora continúa con Biden. Recordemos que en su visita a Europa el mandatario demócrata volvió a enfatizar que China es el enemigo principal y procuró, aunque no como él lo esperaba, alinear a sus aliados occidentales en esta postura. El Pentágono en su hipótesis de conflicto tiene al gigante asiático como su principal amenaza. En un discurso reciente la representante comercial de Estados Unidos, Katherine Tai, dijo que la administración Biden continuaría con los aranceles de Trump contra China, prometiendo que defenderá los “intereses económicos de Estados Unidos… hasta la empuñadura”.
Este discurso no tiene nada que envidiar a la beligerancia y hostilidad vigente bajo la gestión trumpista. La política de guerra comercial y belicista sigue en pie y prueba que se trata de una política de Estado que apunta a defender los intereses estratégicos de la burguesía norteamericana. Republicanos y demócratas comparten esta orientación. La defensa a capa y espada de la hegemonía yanqui va de la mano de someter a China, completando bajo su tutela el proceso de restauración capitalista inconclusa en curso. La suerte de “guerra fría” que propicia el gobierno de Biden alimenta las tendencias a una “guerra caliente”. Por lo pronto, Washington viene redoblando su presencia militar en la zona. Mientras China realiza las incursiones aéreas, 17 barcos de las armadas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Países Bajos, Canadá y Nueva Zelanda, incluidos tres portaaviones, realizaron maniobras conjuntas frente a la isla japonesa de Okinawa, al nordeste de Taiwán. Pocos días antes la fragata británica HMS Richmond atravesó el Estrecho de Taiwán.
No olvidemos que, más allá de Taiwán, lo que está en juego es el control del Mar Meridional de China que es un paso clave para el tráfico marítimo en el sudeste asiático por donde pasa el 50% del comercio internacional. Estados Unidos está procurando movilizar en el terreno militar a sus aliados. Australia, el mes pasado, anunció un acuerdo de compra de submarinos de propulsión nuclear con Estados Unidos y Gran Bretaña, en el marco de la revitalización del pacto Aukus que viene fogoneando la Casa Blanca.
La semana pasada Estados Unidos probó un nuevo misil hipersónico Ratean, como parte de una carrera armamentista cada vez más profunda con Rusia y China. La empresa Lockheed Martin abrió un nuevo sitio de fabricación de armas hipersónicas en el norte de Alabama para fabricar armas para el ejército estadounidense; es la tercera planta importante que abrió el fabricante este año. La Casa Blanca planea duplicar el gasto estadounidense en la región de Asia/Pacífico y, entre bastidores, está en conversaciones con los gobiernos de Taiwán y Japón sobre el emplazamiento de misiles ofensivos en sus costas -previamente prohibidos por el tratado INF.
¿Independencia de Taiwán?
En esta ofensiva el gobierno norteamericano no se ha privado de azuzar los planes independentistas de Taiwán, aunque esto implica forzar acuerdos internacionales firmados y reconocidos por Washington. China y Estados Unidos respetan el principio “Una Sola China”, el reconocimiento de que existe un solo país llamado China y su representante es el gobierno de Pekín. Más allá de eso, sus interpretaciones difieren. Para China ese principio incluye a Taiwán en su territorio. Para Washington es una “política” que no especifica el estatus de Taiwán; no reconoce ni su independencia ni la soberanía de Pekín sobre la isla. El guiño estadounidense a una integración definitiva de Taiwán al continente estuvo condicionado, de entrada, al avance de la colonización capitalista en el gigante bajo la égida y control del imperialismo.
En la medida que el acoplamiento chino-norteamericano ha entrado en crisis, esta “ambigüedad” se ha ido inclinado de las variantes secesionistas, apostando a alentar los “halcones” de la isla como punta de lanza para avanzar en su expansionismo económico y político en Asia. No es ocioso señalar que un “Taiwán independiente” no pasa de una impostura pues reforzaría su condición de protectorado yanqui que ya tiene en la actualidad.
Las relaciones entre Pekín y Taipéi (capital de Taiwán), ya difíciles desde la llegada al poder de la presidenta Tsai Ing Wen en 2016, se han deteriorado desde la reelección de la líder del Partido Demócrata Progresista (PDP) y el estallido de la pandemia de coronavirus, ambos en enero de 2020. Tsai y su gobierno mantienen una línea de distanciamiento hacia China y de acercamiento a Estados Unidos
El Partido Comunista Chino (PCCh) siempre ha mantenido el objetivo de reunificar lo que considera como una provincia rebelde. No obstante, el PCCh ha tratado de afianzar la relación a través del Estrecho con su viejo rival, el Kuomintang (KMT). Así, ambos partidos acordaron el “consenso de 1992”, por el cual reconocían la existencia de una sola China, aunque con las interpretaciones apuntadas. Además, en 2005 ambos partidos firmaron su “Tercera Cooperación”, esta vez contra el secesionismo taiwanés, entonces en el gobierno con Chen Shui-bian. Y esta idea fue mantenida con la vuelta al poder del KMT tras las elecciones del 2008, de la mano de Ma Ying-jeou, iniciando un periodo de catarsis bilateral por la que Taipéi y Beijing firmaron acuerdos de todo tipo y llevaron la relación a su mejor nivel histórico.
Sin embargo, la reunificación de facto que estaban llevando a cabo el KMT y el PCCh se vio detenida en 2014 de la mano del Movimiento Girasol, una protesta estudiantil y de otros sectores de la sociedad civil taiwanesa. Este hecho puso fin a la vía reunificadora y cristalizó, dos años después, en la victoria electoral de Partido Democrático Progresista (PDP), retornando los soberanistas al poder. Tsai traería consigo un rechazo abierto al “consenso de 1992” y a la idea de “una China”. Así, Tsai ha dado marcha atrás en los avances de su predecesor hacia la reunificación y ha adoptado una política soberanista y contraria al PCCh, pero sin todavía dar los pasos definitivos hacia una independencia de jure.
Desde el continente se ha respondido con dureza y agresividad, cortando los contactos con el gobierno taiwanés y comenzando a presionarle en toda una serie de ámbitos. En el diplomático, buscando privar a Taiwán de todos sus socios y de su participación en Organizaciones Internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS). La pesadilla soberanista para Beijing parecía poder terminar en 2020. Tras un primer mandato de Tsai marcado por varias polémicas y de la mano de un candidato popular, como Han Kuo-yu, el KMT parecía el favorito en las elecciones presidenciales de ese mismo año. No obstante, los sucesos acontecidos en Hong Kong en 2019 y 2020 convirtieron cualquier asociación con Beijing en un activo tóxico para el electorado taiwanés, todo ello mientras Xi llamaba a aplicar el propio principio de “un país, dos sistemas” a Taiwán como parte del “consenso de 1992”. Esto afectó severamente al KMT, tildado de prochino, y llevó a Tsai a un triunfo electoral sin paliativos
Salta a la vista que, más allá de la presencia militar norteamericana, el gran escollo para una reunificación es la propia burocracia china cuyo régimen no emerge como una alternativa liberadora de los explotados taiwaneses sino como una maquinaria de opresión política y social sobre sus pares del continente. En lugar de poder contar como aliados a la población trabajadora de la isla, la política del PCCh favorece la demagogia nacionalista de la burguesía de Taiwán.
Perspectivas
Al abordar el actual choque, no se puede perder de vista la asimetría militar existente entre EE.UU. y China. La distancia a favor de la principal potencia capitalista es enorme.
En 2019 el gasto militar de EE.UU. era del orden de 732.000 millones de dólares anuales, frente a los 261.000 millones de China. El aumento del presupuesto militar estadounidense es del 5,3% anual (frente al 5,1% en el caso de China). Si analizamos los datos más en detalle, veremos que el contraste es muy fuerte. China dispone de un número limitado de armas nucleares (260 cabezas nucleares), que en realidad son armas defensivas. EE.UU. la supera de lejos (18.000 armas nucleares), que pueden ser un medio para imponer su dominación. En conjunto, la capacidad militar de China está muy alejada de la de EE.UU. Recordemos que China tiene una única base militar en el extranjero (en Yibuti), mientras que EE.UU. tiene 25 tan solo en Asia: en Japón, Corea del Sur, Guam y Filipinas. China dispone de dos portaaviones construidos con tecnología soviética un poco anticuada, mientras que EE.UU. tiene once, incluidos los de la VII° Flota, basada en Asia-Pacífico.
La doctrina militar estadounidense aire-mar (Air-Sea) establece la necesidad de golpear al adversario en todos los ámbitos al mismo tiempo (centros de mando, sistemas de radar, lugares de producción y almacenamiento de misiles, satélites, etc.). Esto incluye el bloqueo de las rutas marítimas y terrestres.
Actualmente, la relación de fuerzas es muy desfavorable a China. Las fuerzas estadounidenses rodean el territorio chino, especialmente sus regiones costeras, donde se concentran las capacidades industriales y tecnológicas. Las respuestas de China consisten en desarrollar la expansión de sus fuerzas marítimas y aéreas en la vasta zona alrededor del Mar de China.
En Washington reconocen que la capacidad de China es de naturaleza defensiva, mientras que la de EE.UU. es de carácter ofensivo.
Esto revela de qué lado viene la escalada. Aunque EE.UU. viene de sufrir un serio revés en Afganistán y está debilitado en su rol de gendarme mundial en un marco de declive histórico como potencia hegemónica, no renuncia a sus objetivos estratégicos y a valerse de su superioridad militar para imponerlos. Esta superioridad militar no es infalible; se la puede contrarrestar, como lo ha demostrado las experiencias históricas apelando a la organización y movilización popular. Una prueba última, la hemos tenido en Afganistán, a pesar de que el canal de la resistencia a la ocupación que culminó con la retirada ignominiosa de EE.UU. haya sido una fuerza oscurantista y retrógrada como el Talibán. Sin embargo, el PCCh está inhibido en avanzar en esta sentido desde el momento que el abismo y el antagonismo con el pueblo chino se agiganta y aumenta el descontento y el malhumor popular contra el régimen. Viene al caso señalar que los crecientes desequilibrios y contradicciones de la economía china que está adquiriendo un carácter explosivo, como lo revela el colapso de Evergrande y la crisis inmobiliaria, alimentan ese estado de ánimo. El PCCh se limita a hacer una demagogia nacionalista y utilizar el conflicto como una cortina de humo distraccionista frente a las crecientes tensiones internas.
El destino de China, incluida su unidad territorial, depende de la lucha de clases nacional e internacional. Una derrota del imperialismo y de la escalada que está llamada a agravarse está reservada y depende más que nunca de la irrupción e intervención política de los trabajadores chinos en unidad con sus pares de la isla, que deberá apoyarse en los explotados de Asia y de todo el mundo. Esto implica superar los horizontes de la burocracia que actúa como agente de la restauración capitalista y abrir paso a una revolución política y social en China en que la clase obrera asuma la conducción del país.
Pablo Heller
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