Hace 80 años, el 6 de junio, tuvo lugar la célebre invasión de Normandía por parte de las fuerzas aliadas, en la Segunda Guerra Mundial, que llevó a la instalación de un puente de playa en la Europa occidental, a la liberación de Francia y a la marcha hacia Alemania. El cruce del canal de la Mancha fue una proeza de ingeniería militar, pues instaló una base flotante que acortó la travesía desde las costas inglesas hasta las playas del noroccidente de Francia, ocupadas por el ejército alemán y una fortaleza de búnkeres. Fue precedida, además, por un estudio cuidadoso del terreno de la invasión, por parte de comandos clandestinos. Dos días antes, el 4 de junio, las tropas norteamericans había ingresado en Roma, donde se había instalado un gobierno militar encabezado por el general Badoglio.
El áurea del llamado Día D se encuentra manchada por una estrategia contrarrevolucionaria, cuyo objetivo era dificultar la marcha del Ejército Rojo hacia el centro de Europa y habilitar el tiempo y el espacio para que el imperialismo británico pudiera retomar el control de Europa del sur y del Medio Oriente y preservar, por sobre todo, las fronteras de la India. Churchill, el jefe de Gobierno de Reino Unido, peleó a fondo la demora del segundo frente de guerra, contra la posición de Franklin Roosevelt, el presidente de Estados Unidos. La Unión Soviética perdió centenares de miles de soldados en una guerra solitaria contra la Alemania nazi, como consecuencia del retraso de la apertura del frente occidental. Las divisiones asignadas por Hitler al frente noroccidental eran la cuarta parte de las desplegadas en el frente oriental para detener el avance del Ejército Rojo después de las victorias soviéticas en Stalingrado y Leningrado. El Día D tiene lugar cuando el destino de la Alemania nazi se encuentra sellado. Para Estados Unidos, el principal frente de guerra se encontraba en el Pacífico, contra el Imperio de Japón, que hacia mediados de 1944 perdía terreno en la ocupación de China. La prioridad geopolítica del imperialismo democrático norteamericano quedó expuesta espantosamente en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, cuyo objetivo fue también contener el avance militar de la URSS –como se manifestó ulteriormente en la victoria que impuso en la península de Corea-. La dilación del segundo frente permitió a Gran Bretaña intervenir en la guerra civil en Grecia, a la que buscaba apartar de su vecina Yugoslavia, donde avanzaba en todos los frentes la guerrilla encabezada por Tito. Lo mismo ocurrió en el norte de África, donde preservó por un tiempo su tutela sobre Egipto y el canal de Suez, además de conservar el mandato sobre Palestina.
La ubicación de la liberación de Francia en su contexto histórico, ilustra el carácter contrarrevolucionario de la guerra librada por el imperialismo anglosajón bajo las banderas de la democracia. La marejada revolucionario que se desató desde 1943 en Europa, en especial con las ocupaciones de fábricas en el norte de Italia y en la lucha guerrillera en esta península, impidieron que el bloque imperialista democrático impusiera regímenes bonapartistas militares, como el que aspiraba el francés Charles De Gaulle. A diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, el hitlerismo se distinguió por llevar adelante una guerra de características “bonapartistas”, en el sentido de una guerra de ocupación territorial y anexión o semianexión de los territorios ocupados. Pero a diferencia de las guerras napoleónicos a fines del siglo XVIII y principios del XIX, que eran guerras de liberación contra monarquías feudales y semifeudales, las hitlerianas fueron guerras de sometimiento y exterminio, para erradicar por el mayor período posible la amenaza de la revolución socialista y el comunismo. Este contexto histórico explica la proliferación de guerras nacionales en los países ocupados, incluso en aquellos imperialistas, como Francia e Italia. Estas guerras nacionales pasaron ocupar un lugar relevante, especialmente en países coloniales como China, en el contexto de una guerra de carácter interimperialista, cuyo objetivo era un nuevo reparto de la dominación de mercados y naciones.
El saldo histórico de la Segunda Guerra fue el establecimiento de la hegemonía del imperialismo norteamericano, por un lado, y el definitivo aislamiento de la Unión Soviética, como resultado de la traición conciente y preparada del stalinismo, en especial contra la revolución proletaria en Europa. Durante una etapa, ese aislamiento quedó disimulado por la victoria de la Revolución China, que de todos modos permaneció encerrada en las fronteras nacionales y no se convirtió nunca en una revolución proletaria. Es sencillo entender que sólo una clase internacional, como el proletariado, puede desarrollar una política internacionalista; en cualquier otro caso, prevalecen, en última instancia, los intereses nacionales. Estos intereses nacionales no quedan invalidados por las acciones defensivas que se emprenden contra el imperialismo, mediante el apoyo limitado a naciones vecinas o incluso a su ocupación militar. Durante buena parte del siglo pasado China libró ese tipo de guerra contra las tentativas del imperialismo en el Sudeste de Asia. El aislamiento de una revolución en el marco nacional determina, por un lado, su burocratización, y ulteriormente un restablecimiento del orden derrocado, aunque de ninguna manera bajo su forma precedente.
En Normandía, se reunieron para celebrar el aniversario de la invasión aliada las potencias imperialistas que hoy desarrollan y apoyan una nueva guerra de opresión y de reparto de ‘esferas de influencia’; en ella está incluída la masacre contra un pueblo indefenso y sometido, en Palestina. En el caso de la guerra que la OTAN libra en Ucrania y en Europa, la aspiración nacional ucraniana constituye una rueda auxiliar de una guerra imperialista contra Rusia, en tanto que Rusia libra una guerra “bonapartista”, que tiene el propósito de una inviable anexión de Ucrania, o un acuerdo de reparto de su territorio. Es una guerra imperialista con diversas capas de contradicciones históricas. El propósito de imponer una derrota militar a uno u otro de los campos en guerra entrañaría el ingreso a una guerra nuclear contra la humanidad. En este contexto, asistimos a una guerra de desgaste político-militar, que apunta a una quiebra de los bandos en guerra, que deberá abrir un escenario de crisis, golpes de estado y revoluciones a escala internacional.
Jorge Altamira
07/06/2024
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