miércoles, septiembre 26, 2012

La muerte de Paul Lafargue y Laura Marx




Hace un siglo (noviembre de 1911), que se quitaron la vida Paul Lafargue (La Habana, 1842) y Laura Marx (Bruselas, 1845). Él había dedicado 55 años de su vida al socialismo, había sido uno de los hombres de Marx en la AIT, sobre todo en Francia y en España, y en aquel momento era una de las personalidades más reconocidas de la Internacional Socialista. Ella era hija del “Moro” y de Jenny Von Westphalen, y también había dedicado su vida a la misma causa. Ambos habían dedicado los últimos años de su vida a trabajar por la recopilación de los textos de don Carlos, y eran la envidia de todos los amigos socialistas que acabaron siendo asiduos en una casita idílica que invitaba a la lucha y al optimismo. Su final es el de una muerte escogida, algo que Lenin crítico porque un socialista siempre podía servir a la causa aunque fuese con un artículo. Pero ellos escogieron. La conmoción en las filas del socialismo fue enorme, baste leer estas notas de Morato, un socialista de primera hora cuya obra parece destinada a permanecer bajo dos dedos de polvo en las bibliotecas (PG-A).
¿Qué catástrofe, qué dolor pudo determinar al socialista francés Pablo Lafargue a quitarse la vida? Una enfermedad —dice, el telégrafo—. Y no formulamos igual pregunta respecto de su esposa, Laura Marx, porque el gran pensador hizo de sus hijas seres afectuosos, de tanto corazón, de tan sensible y exquisita delicadeza, que no podrían sobrevivir á un desengaño tremendo ni a la pérdida del compañero que eligieran de por vida.
Hace años, Leonor Marx, la gentil muchacha que hacía recitar á Anselmo Lorenzo los versos de Calderón para apreciar de labios castellanos las bellezas eufónicas de la poesía, se envenenaba con ácido prúsico, y este trágico suceso conmovía al mundo del socialismo internacional. Bien acomodada por su esposo (Edward) Aveling; enriquecida por el legado paternal de Engels; alegre, risueña, sana de cuerpo y de espíritu, nadie adivinaba los móviles siniestros de la trágica resolución.
(Wilhem) Liebknecht hizo saber que el culpable de tal desgracia era Aveling, que faltara a la fe jurada a su compañera. Aveling se hizo justicia poco después.
Ahora parece que los padecimientos físicos determinaron a Pablo Lafargue a concluir con ellos y con su vida; Laura Marx le ha seguido.
Había nacido Lafargue en Santiago de Cuba, de familia rica; estudió mucho, y se hizo médico. La Commune, de París, lo arrastró al Socialismo, y la caída de aquélla lo trajo emigrado a España, donde ingresó en la Internacional. Fue decisiva su presencia entre nosotros. Fundada la Internacional española por la propaganda de (Giuseppe) Fanelli, el amigo de (Mijhail) Bakunine, el aliancista, el organismo estaba saturado de las ideas de abstención política, claramente expresadas en la Conferencia de Valencia. Lafargue era ya marxista, y bien pronto (José) Mesa, Moro, Iglesias y otros bebieron de él la noción de que el proletariado debía constituirse en partido político de clase.
En España, Lafargue fue delegado al Congreso de la Internacional celebrado en Zaragoza, y, si no mienten nuestros informes, suyo es, en su mayor parte, el portentoso dictamen acerca de la propiedad que aprobó el Congreso.
De España se trasladó a Londres, donde se unió a Laura Marx, y volvió a Francia en 1878, cuando se promulgó la amnistía para los condenados o los comprometidos en los sucesos de la Commune. Y allí trabajó en la fundación del partido obrero francés, juntamente con (Jules) Guesde y (Gabriel) Deville, y colaboró en el programa del histórico Congreso de Marsella, y después trabajó asiduamente en L'Egalité.
En L'Egalité principalmente publicó sus paradójicos trabajos, llenos de erudición, desconcertantes y siempre graciosísimos, Pío IX en el Paraíso, El derecho a la pereza, La religión del capital y muchos más que merecieron ser traducidos a todos los idiomas cultos y que andan impresos en español.
No abandonó jamás la lucha, y más retraído andaba ahora, en los tiempos prósperos, que en los adversos, cuando tenía que trabajar mucho en un medio hostil, y no sólo trabajar, sino volcar la bolsa para que subsistieran los periódicos y pudiesen ser impresos los folletos y los libros y las hojas.
Fue diputado por Lille, y quiso repudiársele por haber nacido en Cuba; demostró que era francés, y tuvo asiento en el Parlamento, pronunciando discursos dignos hermanos de sus humorísticos escritos.
Conocía bien el castellano y era entusiasta de nuestra literatura, como Marx y como Engels, y en sus trabajos no faltan citas de autores castellanos, sobre todo el Romancero.
Laura Marx, su esposa, también deja huellas de su vida en la literatura socialista. Tradujo del alemán al francés el Manifiesto comunista, una bella traducción llena de primores literarios, por lo que resulta un poco apartada de la fidelidad. Esta traducción es lo que sirvió para la española.
Los dos esposos trabajaron mucho y bien por el proletariado militante. Este recordará siempre sus nombres, y se sentirá conmovido por esta romántica desaparición de dos seres a los que unía inextinguible cariño.

Juan José Morato

Publicado en La Palabra Libre. 1911. Hemeroteca Municipal de Madrid

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