martes, junio 18, 2013

Burt Lancaster, lo más rojo de Hollywood



En los años 50-60, fuimos muchos los que encontramos en la pantalla otros mundos y otros referentes, incluso en lo personal. Burt Lancaster fue un referente excepcional, alguien muy especial para muchos de nosotros…
Para mi generación, la que nació en la larga posguerra, y ya era mayor cuando llegó la caja tonta, el cine fue en muchos casos, un auténtico hechizo. Nos lo metimos en vena, y no hemos querido desengancharnos, más bien lo contrario. Hemos aprovechado el video y el DVD para rememorar los recuerdos hasta el punto de que vemos con benevolencia películas mediocres que antaño nos sedujeron. A esta fascinación ayudaron muchos componentes –todo el ruido de las películas, los carteles, los programas, la sala oscura, el “estar dentro” de un mundo paralelo. etc-, y sin duda uno de estos atractivos fue el star system por mucho que. Con el paso del tiempo, lo asumimos con cierta crítica e ironía, pero no con menos pasión, al menos en los casos más arraigados, con actores a los que nos unía afinidades que podría explicar bien un psicoanalista.
Ni que decir tiene, en mi infancia y juventud me gustaban todas las películas, y los héroes y heroínas me parecían gente de otro planeta, lo cual era evidente si te ponías a contrastar los niveles de vida y libertad de los Estados Unidos y el vertedero moral que era el franquismo. Con el tiempo, comencé a tener claro que los ídolos de la pantalla vivían también en el planeta de una imaginación que variaba en cada película, y que sus preocupaciones no eran en nada parecidas a las mías. Quizás acabé cultivando una mitomanía laica que, básicamente, comenzaba y acababa en la sala oscura. Es por eso que no me afectó mayormente haberme encontrado a Ava Gardner paseando por París o que François Truffaut me diera un pisotón en la filmoteca de París: sentí, claro está, alguna morbosidad, pero no le dí más importancia que le hubiera dado por ejemplo a encontrarme a alguien que me hubiera sorprendido por algo, por ejemplo por una parecido sorprendente con un lejano conocido. Es más, estaba convencido de que la mayoría de ellos no podían ser referentes personales para nada por más que me satisfaciera que James Cagney fuese un antifranquista notorio, que Gary Cooper hiciera una película republicana, o que Errol Flynn produjera una película a favor de la revolución cubana, etcétera. O sea eran “majos” un poco en la medida en que se acercaban a tal como yo entendía las cosas.
Entre estos ídolos cabría distinguir actores como Gary Cooper, sobre todo en sus últimos western (Tambores lejanos, Solo ante el peligro, El honor del capitán Lex, El jardín del diablo, Vera Cruz, etc.), pero no sucedió lo mismo con el grueso de su filmografía que me resultaba un tanto lejana; Gregory Peck por su versatilidad, con interpretaciones tan inolvidables como la del abogado Atticus Finch en Matar un ruiseñor, que ofendió al régimen franquista por encarnar en Behold a Pale Horse (1964) a un trasunto de “Quico” Sabater, una de las cumbres del “maquis” anarquista, pero al que me cuesta perdonarle el haberle puesto “rostro humano” al fascistón general McArthur. Algo similar me sucede con Kirk Douglas, otro que encaja en mi época, que fue nada menos que Espartaco para recordar que la lucha contra la esclavitud seguía siendo actual, amén del vaquero con inquietudes claramente anarquistas de Los valientes andan solos (Lonely are the Brave, 1962). Esta última fue una iluminación precoz, intuida cuando apenas sí sabía de que iba, una intuición confirmada cuando descubrí que estaba basada en una obra de Edward Abbey, pero a veces lo encontré sobreactuado, y tampoco le perdonó su deriva del general Markus, el primer alto mando del ejército sionista ocupante en la infame y mediocre, La sombra de un gigante (Cast a Giant Shadow, 1966)..
En la infancia habría citado sin dudarlo nombres entonces mágicos como los de Stewart Granger, Robert Taylor, y sin duda a Burt Lancaster, quizás los tres rostros más emblemáticos del gran cine de aventuras en technicolor, pero por encima de todos escogería sin dudarlo a Burton Stephen Lancaster conocido por Burt Lancaster (Nueva York, 1913-Los Ángeles, 1949), y las razones habría que buscarlas en una singular suma de elementos que no tenían los demás.
El primero es la coincidencia, mi época naciente de cinéfilo es plenamente coincidente con la del actor, comenzando por el detalle menor de que la película que le llevó a la fama, Forajidos (The Killers), fue rodada por Robert Siodmak el año de mi nacimiento, y que en ella comió de la mano de Ava Gardner que sin ser mi primera dama, ocupa un espacio especial en mi particular imaginario femenino, sobre todo después de ver La noche que no se acaba, de Isaki Lacuesta.
Al hablar de cronología lo hago también de un seguimiento en el que las distintas fases del actor-productor me tuvieron como un espectador seducido de manera que no sabría decir una cifra aproximada de las veces que he visto algunas de sus películas más importantes.
También tuvo mucho que ver su biografía, mucho más atrayente que la de otros actores, Burt venía de los de abajo, y nunca pareció renunciar a sus orígenes. Leí en alguna parte que nació en los sótanos de un local del sindicato de correos del IWW, el “Industrial Workers of the World” o sea, los Trabajadores Industriales del Mundo, también conocidos como los "Wobblies" (los míos en el imaginario), en el que militaba su padre, trabajador de correos. El barrio era conocido como el Harlem español o chicano, pero a Burt le sonrió la Diosa Fortuna convirtiéndolo en un atleta consumado. A los 9 años conoció en un campamento de verano a Nicola Cuccia, hijo de inmigrantes italianos que sería su colega por todo un tiempo. Nicola pasó a llamarse Nick Cravat, y se decía que era mudo, pero eso solamente sucedía en las películas, en realidad era tan mudo como Harpo Marx, o sea nada. Gracia a su habilidades en el trapecio comenzaron a trabajar en el circo con el nombre de "Lang and Cravat" hasta que Burt sufrió un accidente. En la biografía también se habla de diversos empleos, así como de una participación en la II Guerra Mundial, en la que actuó también como animador.
Burt ascendió nada más poner la planta en Hollywood. Fue un actor autodidacta que se tomó muy en serio el oficio. Desde siempre fue reconocido como defensor de la causa “liberal” (“rojo” en los EE.UU), tanto en sus compromisos como por títulos tan radicales como Brute Force (1947), uno de los mayores logros del “comunista” Jules Dassin, amén de uno de los clásicos del cine carcelario escrito por Richard Brooks, y que es un potente alegato libertario contra el orden carcelario que dibujaba con veracidad la parte fascista de su país Le atribuyeron ideas comunistas, pero el senador Joe McCarthy optó por no acusarle, aunque sí lo hizo con su alter ego, Harold Hecht, que fue su “descubridor” y con el que creó una productora. En este cometido, Burt fue uno de los promotores del neorrealismo norteamericano, de Marty (1955) que “descubrió” al inmenso Ernest Bornigne y que fue una de las pocas oportunidades para Betsy Blir, amén de otros títulos, algunos tan potentes e ignorados como Sweet Smell of Success (1947), estrenada aquí muchos años más tarde como Chantaje en Broadway, fue escrita por el mejor Clifford Odets con Alexander Mackendrick detrás de la cámara. El resultado fue una descripción despiadada de un medio, el de la prensa, sobre el que raramente penetra la mirada crítica.
Durante bastantes años, Burt presidió la ACLU (American Civil Libertes Unión), organismo en defensa de los derechos humanos. También tomó parte de la campaña de los Derechos Civiles, se manifestó contra la guerra del Vietnam, y que yo sepa, nunca intervino en una producción de la cual avergonzarse. Era bastante expeditivo en sus opiniones, así cuando William Wyler le ofreció el papel de Ben-Hur, le preguntó porqué se prestaba a trabajar en semejante mierda. Cuando se estrenó Aeropuerto (1970), la productora lo retiró de las ruedas de prensa porque en la primera declaró que, a pesar de su éxito, (provocó un montón de secuelas), la película era “una birria”.
Este es un “currículum” bastante singular que superó la prueba de la ”caza de brujas” desatada por Joe MacCarthy y la derecha, por lo que Burt se vino a Europa a rodar El temible burlón (The Crimson Pirate, 1952), una película de aventuras memorable que incide en las líneas maestras e izquierdistas de El halcón y la flecha. Por lo visto, su director, Robert Siodmak, que hizo con Burt dos joyas del “cine negro”, dejó dicho que acabó hasta el gorro de su “vedetismo”, pero lo cierto es que esa no fue una queja generalizada, y también lo es que Siodmak no hizo luego nada interesante. Estaba claro que Burt no podía salirse del sistema, por lo tanto trataba sencillamente de ser coherente siguiendo unos criterios que el mismo definió con estas palabras: “La vida tiene que ser vivida en los límites de tu conocimiento y bajo el concepto claro de cómo te gustaría verte a ti mismo”.
Sus películas de principios de los cincuenta, ya me sedujeron de una vez por todas. Disfruté hasta el delirio con El halcón y la flecha (1950), y lo volví a hacer en cada visionad, sobre todo desde que percibí su contenido revolucionario, y el sentido militante de su personaje Dardo, que pasa del individualismo estrecho al solidario; algo por el estilo me sucedió con Su majestad de los mares del Sur (1953), que contribuyó a mi enamoramiento por los “buenos salvajes” expoliados y embrutecidos por el maldito “American Way Life”; Vera Cruz (1953), fue uno de los títulos que por aquella época pude ver al menos tres veces casi seguidas sin el menor agotamiento. Obviamente, en su momento solamente me importó la aventura, pero como sucedió con Apache, o con el antirracismo de Fugitivos, (1958) de Stanley Kramer, algo quedó del “mensaje”, que recuerde, siempre simpaticé con la revolución mexicana, y la única explicación eran aquellas películas que nos abrían otras ventanas a la vida…
De aquí a la eternidad (1953), fue una conmoción entre los mayores en la época. Aunque cortada por la censura más odiada, me planteó un principio de mirada crítica hacia el nefasto “establishement” militar, y a Deborah Kerr que se convirtió en mi dama favorita, al menos en lo que se refiere al talento y la capacidad de registros; Apache (1954), influyó más que cualquier otra a mi reconocimiento del valor de la insumisión de los nativos norteamericanos; Trapecio (1956), significó muchas cosas, primero un mayor conocimiento de su biografía ya que su pasado cirquense acompañó a esta película en la que aparecía la Lollo en su esplendor. Los carteles y los programas perturbaron a los jóvenes clientes del billar del abuelo. En ulteriores visiones –que siempre te hacen recordar la primera-, pude entender que había una línea gai soterrada en la relación de los dos protagonistas…Por cierto, cuando con el drama de Rock Hudson con el Sida, comenzaron a abrirse los armarios de Hollywood, se comentó que Burt era bisexual, lo mismo que Tony Curtis. Lo cierto es que Burt llevó tales inclinaciones discretamente, se casó tres veces y dejó seis hijos, uno de ellos adoptado.
Pero a diferencia de otros actores, el cambio de registro de Lancaster en los sesenta me pareció tanto o más apasionante que en la década anterior. Con una particularidad: algunos de los personajes que interpretó me cautivaron personalmente, o sea, que fueron muy importantes para modelar mi crecimiento, que se desarrolló bastante a contracorriente.
En el caso de Vencedores o vencidos, cínica titulación castellana de Judgment at Nuremberg (1961), el motivo fue otro: me desveló el horror del nazismo, tanto fue así que por aquellos días leí mi primer libro sobre tal cuestión, creo que La indagación, la obra de teatro de Peter Weiss. El régimen no quiso prohibirla porque habría quedado demasiado en evidencia con una película tan reconocida y protagonizada por un plantel de actores impresionante. Ya se comenzaban a filtrar los datos del “judeocidio”, un clamor que los propagandistas del régimen trataban de negar o al menor diluir (todavía con ocasión del estreno tardío en TVE de la célebre serie Holocausto, que abordaba abiertamente el genocidio nazi, el nostálgico escritor franquista Vizcaíno Casas, incidió en esta actitud en un debate televisado), de manera que cortaron el metraje a placer.
Por entonces, yo comenzaba a darme por enterado de estas cosas, de que Franco contó con el apoyo directo de Hitler y Mussolini (e indirecto de Churchill), aunque no sabía todavía que en el momento de estos juicios, la prensa del “Movimiento” trató de que se juzgara también…a las autoridades republicanas en el exilio. La película me conmovió de pies a cabeza, y mi reacción espontánea fue identificarme con el fiscal encarnado por Richard Widmark. Después de sucesivas visiones, todavía sigo por ahí, echando de menos un juicio como el de Nüremberg contra los genocidas, estén en España, en Rusia o en los Estados Unidos.
Pero la película que más me influyó en aquel entonces fue El hombre de Alcatraz (1962), cuyo contenido encajaba como un guante con mis preocupaciones. Evoca la dura trayectoria de un convicto (Robert Strout), un desgraciado violento se rebela ciegamente contra las autoridades, y que es condenado a cadena perpetua para redimirse; que se esfuerza por superar el foso carcelario gracias a su tenacidad y su amor por los pájaros, y me cautivó. Era un ejemplo rotundo de alguien que le da la vuelta a sus desdichas, y que acaba encontrando otra dimensión en la vida. No fue hasta la tercera o cuarta visión que me percibí que se trataba de una película muy larga, porque en ningún momento me sentí fatigado, claro que por entonces podía estar muchas horas sin vaciar la orina. Pero ver esta película ya no era un ejercicio más de un enfermo de cine, era una manera de entrar en el terreno de mi carácter y de lo que quería ser, alguien que aunque lo metieran en una celda de por vida, buscaría algo a través de lo que realizarse.
Sus otras colaboraciones con John Frankeheimer, Siete días de mayo (1964) y El tren (1965) acentuaron tales afinidades. La primera por cuanto apunta hacia la existencia de un militar-fascismo en los Estados Unidos (y coherentemente, Burt interpreta a un fascista en una película antifascista), la segunda porque se acerca mucho más rigurosamente a lo que significó el nazismo, y lo que fue la resistencia con un ferroviario como héroe que lucha por la cultura.
En este cuadro se inscribe su encarnación del pastor místico y sensual de Elmer Gantry (1960), una obra maestra en la que Burt estuvo implicado desde todos los niveles y que le reportó uno de los Oscar más merecidos que se recuerda, pero como era de esperar, aquí se estrenó tarde. Se trataba de una esmerada adaptación de uno de los títulos mayores y más escabrosos de Sinclair Lewis, el autor de Babitt, uno de los mejores retratos de la naturalaza retrógrada de la burguesía norteamericana, capaz de manejar las empresas más complejas mientras sigue con una mentalidad religiosa integrista.
Esta fase tan impactante contribuyó a realzar a mis ojos la importancia de El gatopardo (1963), creo que la primera película que no pude esperar que llegara a los cines de barrio por los que me movía.
Esta magistral adaptación marcó un salto en mi incipiente evolución política, por primera vez me quedaban claras toda una serie de ideas que había comenzado a conocer, el marxismo en especial. Aparte de su derroche de inteligencia, de las grandes escenas, los decorados, las pinceladas sobre el grupo humano, me subyugó la imponente presencia señorial de Burt Lancaster en un papel para el que no concibo a nadie más, ni tan siquiera al aristocrático Laurence Olivier, la película llegaba en un momento en el que su descubrimiento me llevaría a la exaltación. En aquellos momentos ya había crecido lo suficiente para comprender que el motor de la historia era la lucha de clases, que la burguesía iniciaba por entonces su decadencia, y que lo único que buscaba era mantener sus privilegios aunque fuese estableciendo un “compromiso histórico” con la burguesía más ruín. Por entonces ya leía y releía la revista de voluntad marxista Nuestro cine, y aunque veía de rodillas las películas de John Ford y de Howard Hawks, no me convencían ideológicamente, y no tuve ninguna atracción por la idea del “cine por el cine” que blandía como bandera Films Ideal que, para colmo, ni tan siquiera era antifranquista, y en mis cuentas, eso significaba ser cómplice.
No hay duda de que Lancaster fue consciente de la oportunidad de participar en una obra artística de alcance superior, y seguramente también lo era del atraso cultural de los EE. UU donde la obra maestra de Visconti se estrenó amputada con la mitad de su duración original y constituyó un rotundo fracaso. Ya con los años pudimos ver el montaje definitivo en dos partes diferenciadas con largos fragmentos en versión original subtitulada, toda una cita que nos deparó a mi compañera de entonces y a mí, dos tardes de domingo seguidas en verdad inolvidables.
En los sesenta, Burt comenzó a gestionar una decadencia desde la que todavía hizo su aporte a unas cuantas obras mayores.
En esta categoría crepuscular entra de pleno Los profesionales (1966), otra vez con Richard Brooks y con un reparto excepcional para una historia de exaltación revolucionaria sin idealismos, en el fondo un alegato a favor de la lucha del pueblo vietnamita con la revolución mexicana como trasfondo histórico y paisajístico. A continuación, Burt hizo su última gran aportación al “western” de la mano de Robert Aldrich, La venganza de Ulzana (1972), que venía a ser algo así como la cara más cruel de Apache ya que describe la última resistencia apache como especialmente cruel sin por ello querer desautorizarla. Fue con Aldrich con el que trabajó en un potente modesto pero no por ello menos certero alegato antinuclear en Alerta misiles (Twilight's Last Gleaming, 1977), encarnando a un militar con un tono político verdaderamente audaz, cuestionando las razones últimas de la guerra de Vietnam, y mostrando -como por otra parte era característico en Aldrich- una radical desconfianza hacia el poder y quienes lo representan o sirven. La película fue masacrada por nuestra querida censura.
Burt regresó a Italia por la puerta grande con dos interpretaciones memorables. En una volvió a trabajar con el marxista Luchino Visconti, Confidencias (Gruno di fiamiglia in un interno, 1975), título crepuscular, donde volvió a estar soberbio en el papel de un solitario profesor que se convierte en voz del propio autor meditando sobre los cambios operados en su larga vida y en la sociedad italiana. Se trató de la penúltima obra de Visconti, y fue gracias a un Lancaster agradecido que Luchino pudo conseguir el capital necesario para su producción que, como era de esperar, los distribuidores yanquis consideraron de explotación imposible. En la otra sobresalió en un papel secundario en el fresco socialista de Bertolucci, Novecento (1976), que de alguna manera conectaba con El gatopardo, y que al menos para mí, sería seguramente lo más recordado de este ambicioso fresco social, por otro lado tan en consonancia con la época.
Aunque trabajó en varios proyectos más, Burt consiguió una despedida a su medida de la mano de otro realizador europeo, Louis Malle, con Atlantic City (1980), donde da vida al viejo gangster Lou Pasco, un viejo canalla consciente de que la vida se le acaba, y que disfruta con deleite de la visión furtiva de los pechos de una primeriza Susan Sarandon. Todavía estuvo a punto de encarnar al viejo conservador Ambroce Bierce convertido al final de su vida en un voluntario a favor de la revolución siguiendo al ejército de Pancho Villa en Viejo gringo (Old Gringo, 1989), pero las compañías de seguro se negaron a firmar sus pólizas, y fue sustituido por Gregory Peck, que estuvo tan memorable como sin duda lo hubiera estado Burt de haberlo hecho.
Falleció de un ataque cardiaco, y según declaró Alain Delon “iba en silla de ruedas, estaba parcialmente paralizado”, de manera que tuvo el tipo de muerte que él hubiera deseado (…) la muerte le ha supuesto un cierto alivio, ya que en estos últimos cuatro años ha sufrido mucho”. Alguien recordó que en uno de los cuadernos de Giusseppe Tomasi di Lampedusa, este anotó la siguiente cita de Thomas Carlyle. “Nuestra vida está delimita por dos silencios: el silencio de las estrellas y el de las tumbas”.
Lancaster murió en un tiempo en que reinaban canallas integrales, de mala gente que interpretaban por lo habitual héroes violentos cuyo único objetivo era escalar en una cima social cada vez más escandalosamente privilegiada, y de “actores” de la estirpe neoliberal, como Silvestre Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis, entre otros y otras. Recuerdo que hasta entonces, había sido una revista de inequívoca trayectoria “liberal” como Fotogramas, publicó una extensa lista de entrevistas con estrellas que al mismo tiempo eran grandes fortunas entre la que también puedo citar a Sandra Bullock y al escritor Tom Clancy, y en todas ellas el mensaje era el mismo: todos pagaban demasiados impuestos. La Bullock hasta proclamaba que lo que ganaba haciendo –pésimas- películas, se lo merecía. Un tiempo desde el que uno no podía por menos que pensar que después del tiempo de los leones había llegado el de las hienas, dicho sea con el mayor respeto por las hienas. Ni que decir que esta panorama no hizo más que reforzar más aún mi aprecio por la leyenda de Burt Lancaster, y claro está, por aquellas grandes títulos que, en muchos casos, para mí fueron mucho más que cine.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Esta trabajo estaba en principio destinado a ser un capítulo de mi libro, Lo que aprendí del cine, publicado en La Cosecha anticapitalisla, la editorial virtual de Kaos.

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