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jueves, agosto 08, 2013
Un ateo ejemplar
La despedida de León Ferrari (1920-2013)
La opresión de la civilización occidental y cristiana fue el tema crucial y el gran objetivo a combatir con su arte de resistencia. Artista de vanguardia desde los años sesenta, con un fuerte aliento popular y comprometido, León Ferrari enfrentó las instituciones de lo establecido, en especial la Iglesia Católica, con más humor corrosivo que furia, con más irreverencia que solemnidad. En los últimos años se lo consagró en circuitos internacionales como la Bienal de Venecia, pero siempre mantuvo el perfil de un artista de taller, haciendo instalaciones que comprometían el esfuerzo físico, los aspectos y los materiales más cotidianos. León Ferrari murió la semana pasada, a los 92 años. María Moreno, Fabián Lebenglik, Daniel Santoro, Carlos Alonso, Guillermo Saccomanno, Luis Bruschtein y Eduardo Jozami lo despiden desde Radar.
En Wikipedia la pulsión enciclopédica puede incluir listas negras y de candidaturas a la excomunión disfrazadas de adscripciones voluntarias: allí el fundador del Club de impíos, herejes, apóstatas, blasfemos, ateos, paganos, agnósticos e infieles, León Ferrari, figura en la de “ateos de la Argentina” junto a Carmen Argibay y Andrés Calamaro. El ha sido el Chiche Gelblung (por el rating) de la Sin Dios (Agencia Atea de Noticias) y su muerte ha despertado sentidas necrológicas como ésta: “La Asociación Civil Ateos Mar del Plata recibe con profundo dolor la noticia de la muerte del artista y militante León Ferrari. Murió una gran persona, un librepensador, un artista y ateo ejemplar”. Cuando de él se trata, la palabra “ateo” se repite tanto que se vuelve sospechosa de ser un mantra invertido, una renegación arty; recuerda a ese paciente de Freud que luego de soñar con una mujer muy vieja, se apresuró a decir casi gritando “no es mi madre”. Ferrari era un ateo, gracias a Dios como Luis Buñuel o un traumatizado del altar como Fernando Vallejo, cuya blasfemia cumbre ha sido repartir una necrológica adelantada de Karol Wojtyla, a quien llamó “travesti vestido de blanco” y vástago de la estirpe de los impíos (impíos a lo Pío Nono, Pío Décimo o Pío Doce). Porque hay en su crítica al cristianismo, a los padres de la Iglesia y sus pintores publicistas del sacrificio y el castigo tal vez una cita involuntaria de una iglesia primitiva y popular, cuyos rituales hedonistas y escatológicos –en el sentido de caca y no de cielo, aunque justamente no separaran los dos elementos– campearon en las iglesias de Europa antes de concilios como el de Trento, los carismas tristones y el papado sólido.
El placer en el templo sagrado
Hasta el siglo XVl la Iglesia oficial registraba un fenómeno denominado risus paschalis, que la teóloga María Caterina Jacobelli considera el fundamento teológico del placer sexual y que sobrevivió en diversas formas hasta mucho más tarde, según documentos como una carta del predicador Capito (1478) que defiende el acoger a Cristo resucitado “con alborozo chabacano” e imágenes como la de la capilla de San Fortunato en Todi, en la que el pene de un monje tallado en una columna llega luego de varias volutas a la vagina de una monja que está en otra. Para Pascua o en otras épocas del año, en los diversos países de Europa, el sacerdote solía dar misa incluyendo palabras obscenas, fingía fornicar con animales, contaba chistes verdes y hasta llegaba a mostrar los genitales. La resurrección de la carne no podía más que ser festejada con alusiones a la carne misma. Y uno de los chistes favoritos que se solían contar desde el púlpito era: “Un monje, durante un adulterio, se vio sorprendido por la llegada del marido y tuvo que huir dejando tras de sí sus calzones. Pero la duda del marido desapareció cuando el abad, a quien había ido a ver con los calzones a modo de prueba, le dijo que eso que llevaba en la mano era una reliquia de San Francisco, con la que su mujer sanaría de todo mal. Así pues, los calzones fueron devueltos al monasterio con una gran procesión de monjes y estandartes, y mostrados a los nazarenos –entre los cuales estaba también el marido cornudo–, a quienes se invitó a besar la reliquia sagrada”.
La obra considerada blasfema de Ferrari cumple con la actitud del risus paschalis tradicional: “el placer dentro del espacio sagrado, yendo más allá del hacer reír específico; la presencia del sexo y del placer sexual en el edificio sagrado mediante las artes figurativas” (María Caterina Jacobelli). Es obvio que León no podía hacer su muestra de 2004 en la mismísima iglesia del Pilar, pero su contigüidad permitió el mismo efecto. Por otro lado él jamás ocultó sus esperanzas de ser cubierto de anatemas por parte de lo que Fernando Vallejo llama “la curia tenebrosa”, debido a la Exposición de santos a la sartén y Cristos al rallador en donde tramontanos antipop rompieron algunas piezas y él se hizo famoso. Por eso se lo acusó de oportunista. Sin embargo el risus paschalis fue también una alegría deliberada y planeada a fin de que “los predicadores no hablaran en templos vacíos”, una manera de atraer al pueblo con las groserías que suele practicar tanto el señor como el siervo y, de este modo, democratizar la fe. Jacobelli, teóloga que coherente con su desprejuicio hacia lo masivo ha ido de la Universidad Pontificia a la RAI, llega a poner alegría, placer y placer sexual en sintonía con la resurrección. La muestra del Recoleta no sólo cambió de signo un nombre asociado a la muerte, fue visitada por cientos de personas cuya risa fue tan esencial para la obra como el veto curial; así se convertiría en performance y extendería sus demandas de compromiso más allá de los ámbitos artísticos y sus enterados.
Según algunas críticas, las versiones cristianas de Ferrari constituyen un arte de protesta naïve, propio del niño que asocia el pecado al pedo y pinta bigotes en el afiche político. Sin embargo cumplen severamente con las premisas con que el artista arengó a favor de la revolución en el arte: abandonar los talleres y los soportes habituales, alcanzar al gran público y denunciar cómo muchas obras de protesta exitosas coinciden con el fracaso de las intenciones de sus autores y las villas miseria representadas por Antonio Berni o los retratos de obreros de Ricardo Carpani cuelgan en comedores burgueses luego del desembolso de miles de dólares, promoviendo, a cambio, una obra que “tenga un impacto equivalente en cierto modo al de un atentado terrorista en un país que se libera”. El dinero, su destino, también formaría parte de la obra misma.
El 25 de agosto de 2008, el Tribunal Oral en lo Criminal N° 30 emitió el fallo contra los agresores de la obra de León Ferrari en Recoleta y él donó la indemnización a la Comunidad Homosexual Argentina, indemnización que fue utilizada en la impresión del cuadernillo Salí del closet.
Cac (a) rte
En 2004 yo había escrito que en su muestra del Recoleta Ferrari ponía en relaciones variadas, y no de unívocos sentidos, las representaciones de la imaginería católica: la de los grandes maestros y la de las santerías populares. Que exploraba posibilidades expresivas con el cuestionamiento de las funciones originales, tanto de los maniquíes como de los artefactos domésticos, para volverlos ilustrativos de frases hechas de las resonancias infantiles de las Escrituras, al mismo tiempo que exponía alfabetos y códigos vacíos; que su obra Juicio Final sugería más la posibilidad de un arte “natural” realizado por un artista involuntario y no parlante a través de sus avatares digestivos que una crítica simple a la iconografía cristiana; que el juicio era el de un ser que no tiene juicio sobre un juicio pintado; un canario cagaba sobre el Juicio Final de Miguel Angel y León me decía: “Es interesante esto de la jaula con gallinas o canarios porque con ellos el pincel elabora su propia pintura. Es como el óleo de Rembrandt. La tarea del artista se limita a dar agua y maíz que las aves procesarán. Encima la obra crece y cambia. Me hubiera gustado poder modificar el color de los excrementos. Con un poco de remolacha, por ejemplo... Pero entonces yo pensaba en un arte blasfemo”. Y sin embargo el arte considerado blasfemo suele seguir siendo cristiano, es decir, sacrificial, o al menos de ofrenda corporal o sacrificio bajo presupuesto. Y las piezas de León Ferrari tienen poco parentesco con el Piss Christ de Andrés Serrano, los animales sangrados sobre desnudos de Hermann Nitsch o el Chris Burden que se crucificaba sobre un Volkswagen. Su arte jamás consistiría en poner el cuerpo más allá de sus derramamientos en el folgar o en la descarga en el inodoro con todo lo yantado y bebido. Militante de los derechos humanos –tiene a su hijo Ariel desaparecido–, León Ferrari fue más allá, atacando el corazón mismo de la representación, el modelo del suplicio NN. Si fue autor de El árbol embarazador, a su obra La civilización occidental y cristiana, esa pieza perfecta, denuncia de la guerra de Vietnam, podría haberla llamado El Cristo bombardeador.
Cartas cargadas
A menudo León Ferrari ha utilizado el género carta, según la más sólida tradición de carta abierta (política), como una obra visual que se lee como un bando y proyecta, por sobre el uso eficaz de las figuras de la retórica (al igual que el ejemplar Yo acuso de Zola) una forma a cuya experimentación estética es preciso no renunciar. En la línea del Rodolfo Walsh que escribió Carta a Vicki, Carta a mis amigos y Carta a la Junta Militar, Ferrari escribió Carta a un general y Carta al papa, pero también otras cartas de registro más liviano, como la carta a la Asociación Protectora de Animales cuando esta institución intentó prohibir que conchabara gallinas artistas. La carta era un género que era necesario expropiar durante la dictadura, en cuya vigencia los diarios publicaban supuestas cartas personales de madres de hijos “seducidos” por la guerrilla que clamaban por su ausencia, supuestos militantes arrepentidos y denunciantes de sus compañeros violentos, hermanos que llamaban a la conciencia y a la vuelta al hogar burgués (por lo general estos textos privados promocionales se publicaban en contigüidad con noticias de operativos del Ejército o comenzaban aludiendo a uno de ellos).
En su muestra Nosotros no sabíamos León Ferrari exhibió los recortes con noticias difundidas por los diarios sobre operativos militares, hallazgos de cuerpos ejecutados o quemados entre 1976 y 1982, noticias a menudo destinadas a ejemplarizar e intimidar, sugiriendo la existencia de una sociedad más aterrorizada que desinformada. También Rodolfo Walsh solía analizar exhaustivamente la prensa pública, lo que le permitía encontrar entre líneas elementos útiles para su labor de contrainformación, en los mismos partes del enemigo, como los del Primer Cuerpo del Ejército, a través de los que deducía contradicciones internas en las tres fuerzas que le hacían tanto afinar sus estrategias de combatiente de una organización político-militar como satisfacer ese plus de jugador de juegos de guerra y de ingenio que solía frecuentar hasta la obsesión en su vida civil: en la sección de avisos fúnebres y de sociales de La Prensa, La Nación y La Razón descubría alianzas entre cúpulas militares, eclesiásticas y financieras que, cotejadas y matizadas con su archivo personal –lo llevaba desde la época de Operación Masacre– en donde tenía fichas que registraban las actuaciones de la Policía Federal y miembros del Ejército junto con los testimonios, las escuchas clandestinas y las de onda corta de los noticieros internacionales, le permitían afinar sus hipótesis.
Ferrari diseñó la intervención Carta de un escritor a la Junta Militar para el predio de la ex ESMA consistente en un biombo de paneles de vidrio y metal sobre los que se lee el texto de la emblemática carta en la tipografía de la máquina Olympia de Rodolfo Walsh. Por último, la carta, en su soporte moderno de mail, cientos de ellos, circuló por Internet para despedir a León Ferrari. El mensaje decía “brindemos”, estaba escrito en segunda persona a un muerto que no creía en el cielo ni en el más allá y al que se invitaba a brindar y a seguir brindando. Risus paschalis.
Maria Moreno
Página 12
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