Para Elionor Sellés
1 . París. Hace ahora un siglo que nació Julio Cortázar, y cincuenta años de la publicación de Rayuela. Su primer libro fue para la poesía, sonetos que ilustraron sus poco más de veinte años, y, hoy, cuando se cumplen cien años de Cortázar, no puede evitarse sentir la injusticia del destino, que parece enterrarle un poco más, aunque se organicen seminarios, y aparezcan artículos, y se celebren sesiones, como la que se hizo con Aurora Bernárdez, su primera mujer, que cedió a la Fundación Juan March la biblioteca del escritor que guardaba en su casa de la rue Martel. Cortázar vivió en París durante muchos años, hasta su muerte, viajando también por otros países, aunque nunca se olvidó de Buenos Aires. Se había establecido en la capital francesa en 1951; consiguió trabajo como traductor de la UNESCO, y allí fue pasando estrechez, y llegaron los éxitos, mientras iba construyendo puertas para pasar al otro lado, husmeando los bulevares parisinos y los pasajes por dónde pasaban sombras, desventuras y soledades, sabiendo que París destruye despacio.
Vivió en el 9 de la place du général Beuret (donde escribió Rayuela), y en la rue d’Alésia, y en la rue Broca, y en el 4 de la rue Martel, donde ahora se ve una placa que recuerda al autor de Marelle (muy cerca, qué casualidad, de la casa donde vivió Juan Goytisolo, en el 33 de la rue Poissonière), esa rayuela que hace saltar de un capítulo a otro a sus lectores, yendo y viniendo por la matemática de los atolones y los sueños hostiles y desterrados de la humanidad. París representó la libertad para Cortázar, y, más allá, resumió su mundo, el universo posible encerrado en un título o en una risa perversa. Una libertad que estaba en el centro de su indagación del hecho literario, de su búsqueda fatigosa e inquieta de la trascendencia vital. “Así es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos”. París resume muchas páginas de Cortázar, los merodeos por el barrio latino, los paseos por el Canal Saint-Martin que tanto gustaban al escritor, convertido en paseante, en el flâneur de Baudelaire o en el ciudadano que mira, rastrea, indaga, de Benjamin; las galerías y pasadizos llenos de discursos a deshoras, las salidas del metro que imponían destinos a sus personajes. París era el paraíso fértil de las mañanas soleadas, el territorio desbordado de la noche americana y la geografía gris del trasterrado, aunque Cortázar también se iba muchas veces a Saignon, un pequeño pueblo del sur, encima de Marsella.
Cortázar murió en febrero de 1984, y fue enterrado muy cerca de los escenarios de Rayuela. Si se entra en el cementerio de Montparnasse por la puerta del bulevar Edgar Quinet, sólo hay que subir por la avenida principal para llegar a la sección número 3: allí está la tumba del escritor. Fisgando el mapa numerado que la municipalidad pone al alcance de los curiosos, puede verse que otros autores célebres, como Simone de Beauvoir, Baudelaire, Maupassant, Samuel Beckett, Jean-Paul Sartre o César Vallejo, están también allí, compartiendo destino con Cortázar, así como su última mujer, Carol Dunlop, con quien se casó en 1981 y que murió un año después. Los dos reposan en la misma sepultura. En la tumba, junto al cronopio que hicieron sus amigos Silva y Tomasello para que le acompañase, se ve ahora un guante, billetes del metro de París, flores, un par de libros, piedrecitas, mensajes escritos en la lápida, unos labios rojos estampados en la O de Cortázar, mensajes traídos desde la Argentina, una bombilla, la llavecita de un candado, cigarrillos, bolitas de papel, como la que Oliveira tiró por la tapia del cementerio para que fuera a parar a la tumba de Baudelaire o de Maupassant.
2 . Buenos Aires. Cortázar volvió a la capital argentina a finales de 1983. Hacía diez años que no la visitaba, y, en ese año, tenía una buena razón para hacerlo: iba a ver a su madre, que tenía ya noventa años, presintiendo que, tal vez, no volvería a verla nunca más. Su anterior visita a Buenos Aires fue en el momento de las elecciones que ganó Cámpora, cuando ya el siniestro Videla y los milicos matarifes empezaban a preparar los recorridos por las calles porteñas con los Ford Falcon para hacer desaparecer a decenas de miles de argentinos. Diez años después, en esos días finales de 1983, Cortázar vuelve, aunque no podía saber que a él mismo apenas le quedaban tres meses de vida.
Aquel joven profesor de veinticinco años que había empezado a dar clases en una pequeña población, Chivilcoy, a ciento cincuenta kilómetros de Buenos Aires, capital del miedo, se marchó cinco años después, en 1944. Recaló en Mendoza, y otra vez en Buenos Aires, a vueltas con los poemas y los cuentos. Siete años después había abandonado la Argentina, aunque nunca dejaría de hurgar en su recuerdo, jugando con nostalgias, recuperando un lenguaje porteño que ya había cambiado, aunque eso no importase gran cosa, hilando la vida cotidiana de París con las tardes de mate y esperanzas de Buenos Aires, haciendo los asados argentinos en el Midi francés. Allí, en Buenos Aires, publicó sus primeros papeles, y su cuento “Casa tomada”, gracias a Borges. Rayuela es París, pero también es Buenos Aires. Y Luis Tomasello, amigo de Cortázar, que llegó de La Plata, pasó por la avenida de Mayo, y acabó en París haciendo la tumba del escritor, junto con otro amigo, Julio Silva.
La Argentina conservadora no le perdonó nunca su interés por las cuestiones políticas, que fue de la mano de su identificación con la revolución cubana, y de su aprecio por Fidel Castro y el Che Guevara, aprecio que pasará después por el Chile de Allende y la Unidad Popular, y por el destino de una América Latina que pronto sería aplastada por dictaduras militares, hijas de la voracidad de las burguesías criollas y del temor de Washington al estallido de nuevas revoluciones. Cortázar estaba ahí, siempre a la izquierda, aunque escribiese “trotzkista”; viviendo, como si fuera posible, en París y en Buenos Aires al mismo tiempo.
A quienes ahora conocemos su fin, su último retorno a París se nos antoja desolador, como si fuera una triste despedida de las calles que recorrió como flâneur, y por donde hizo transitar a sus personajes. En la rue Monsieur Le Prince, se encuentra el restaurante Polidor, favorito de Cortázar. La Cremerie Restaurant Polidor está casi en la esquina con Racine, y conserva los viejos letreros pintados en la madera: Vins fins, liqueurs. Se fundó en 1845, y enseña en la puerta una fotografía de Woody Allen del verano de 2010, pero ninguna de Cortázar. Conocía al director norteamericano: tenía en su biblioteca la vieja edición de Tusquets, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Dentro, siguen las largas mesas de madera, para que los comensales coman juntos, al azar, y grandes espejos. No sólo Cortázar lo frecuentó, a veces, llevó a sus personajes novelescos. “Por qué después de entrar en el restaurante Polidor fui a sentarme en la mesa del fondo, de frente al gran espejo que duplicaba precariamente la desteñida desolación de la sala?”, arranca en 62 Modelo para armar, enredado con Frau Marta y la casa del basilisco.
Hoy, la calle está llena de restaurantes japoneses, aunque subsisten comercios antiguos. Cortázar bajaría por la calle desde el boulevard Saint-Michelle, y pasaría por la librería le flâneur des deux rives, pensando en Apollinaire y en Cocteau, claro, y después ante el antiguo hotel Médicis, que había alojado a Verlaine y donde estuvo Antonio Machado durante su primer viaje a París, y llegaría a la librería oriental Samuelian, fundada en 1930, especializada en arqueologías, orientalismo e historia, con libros, es inevitable, de Armenia, de Persépolis, de la India. Como si fuera una librería porteña, enseña ahora el Diario de un viejo copto, de Christian Boghos, y un viaje a Etiopía, donde se detendría Cortázar, como se pararía en una librería en la rue du Cherche-Midi o entraría en un café en Sèvres-Babylone, pensando en la Maga, que se llama Lucía, como si fuera Horacio, y que un día le contó que la había violado un negro en un conventillo de Montevideo, y que tenía la costumbre de cantar Les Amants du Havre cuando se apoderaba de ella la tristeza. O, saltando entre Buenos Aires y París, Cortázar haría como sus personajes, como cuando Oliveira acompaña hasta su casa a una decrépita pianista, Berthe Trépat, que vive en el 4 de la rue de l’Estrapade, pasando por el jardín de Luxemburgo: la vieja ha tocado Pavana para el General Leclerc, y tal vez Cortázar quiere recordarnos esa danza, y hasta a los republicanos españoles que lucharon con Leclerc contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
La inclinación por los fragmentos, que tanto juego da en Rayuela, o en 62 Modelo para armar, las páginas que Cortázar construye uniendo textos, pegando trocitos de literatura o de la vida, inventando collages cubistas para ofrecer distintas perspectivas del mundo que funcionan como una totalidad, parece también su forma de recoger pedazos de Buenos Aires y de París y mezclarlos, para regalarnos los días abrumados y el vertiginoso paso del tiempo. Aquella intuición de Picasso la encontramos también en El libro de Manuel, donde Cortázar trata de intervenir en la torturada vida política de América Latina, en los movimientos guerrilleros, y mezcla materiales diversos que rompen la convención de la novela, en un pasticcio que muchas veces dificulta la narración. O recuerda el horror de la tortura, y el asesinato de tantos seres humanos dignos a manos de los militares fascistas, como en Buenos Aires y en la Escuela de la Armada, o como cuando vislumbra al poeta Roque Dalton, a quien ve morir en sus páginas de “Apocalipsis de Solentiname”, asesinado por Joaquín Villalobos y Jorge Meléndez, Jonás, dos dirigentes de la guerrilla salvadoreña reconvertidos hoy en infame vocero del liberalismo, el primero, y dirigente de una hipócrita y olvidadiza socialdemocracia, el segundo.
También en 62 Modelo para armar mezcla lenguajes, territorios, intuiciones, contrastes, en un caos complejo que parece carecer de sentido. Esa experimentación, que ahora se antoja prescindible, innecesaria, rasgo de una época que parecía transparente y sin embargo se reveló confusa, a juzgar por la evolución de algunos, con orgías asesinas dirigidas por dictaduras militares y por Washington que harían palidecer a las de la condesa ninfómana Erzsébet Bathory que Cortázar utiliza en 62 Modelo para armar, es uno de los rasgos definitorios del escritor. Cortázar era París, pero dentro se encontraba siempre al porteño expatriado, el argentino que vive recordando los cafés de Corrientes, los paseos por la calle Florida, las riberas del río de la Plata. No pudo volver, porque, al final, el exilio le duró media vida, aunque fuera, al principio, un exilio impuesto, y aunque estuviese seguro de que, al final, volvería, sabiendo que “[…] el exilio enriquece a quien mantiene los ojos abiertos y la guardia en alto. Volveremos a nuestras tierras siendo menos insulares, menos nacionalistas, menos egoístas”.
3 . Literatura y revolución. Todo mezclado, París y Buenos Aires, la literatura y la revolución, el humo del tabaco y las noches de jazz. En la rue Martel vivió Cortázar, y allí terminó su obra más célebre. Rayuela se publicó en 1963, una novela pasticcio que supuso una revelación. Sus inicios no fueron fáciles: baste recordar que no pudo publicar su segunda novela, El examen, que data de 1950, ni tampoco Divertimento, que aparecieron tras su muerte. Publicó cuatro novelas, y libros de relatos (Octaedro, Queremos tanto a Glenda, y otros), así como otros de difícil clasificación, desde La vuelta al día en ochenta mundos hasta las Historias de cronopios y de famas. La composición fragmentaria de muchos libros de Cortázar, notablemente en Rayuela, es la propia fragmentación del autor, incluso de la contemporaneidad, donde la vieja escritura automática de Breton y los surrealistas se condensa para encarnarse en una literatura que corre desbocada sin que sepamos hacia dónde nos lleva, por mucho que transite territorios conocidos, familiares, recortes de periódicos, líneas de Musil o de Lowry, recuerdos de Hugo, Butor, Borges o Huxley, que tiene lazos con el jazz porque recurre al impulso, a la casualidad, a la improvisación, como si Breton tomara de la mano a Charlie Parker, a Louis Armstrong, o a la Billie Holiday de Último round, y nos dejase los relatos y cuentos, frecuente territorio de la literatura fantástica, las novelas fragmentarias, la carrera luminosa y sombría de la existencia, el destello de una luz lejana, familiar e incomprensible, como en el capítulo 7 de Rayuela, leído por el propio Cortázar, o el capítulo 68, tantas veces citado, porque “él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias”. Cortázar fijó capítulos prescindibles en su más conocida novela, que a veces parecen escaparse, como el capítulo 55, que no aparece en el mapa que nos facilita al principio, como si fuera un signo, una señal, o tal vez un irrelevante olvido.
La rue Monge, donde se trasladó Lucía, la Maga, después de que muriera su hijito, el tierno Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela, está muy cerca de donde vivió Hemingway, cuando era joven y feliz, en la rue du Cardinal Lemoine, un novelista que seguro leían también los personajes de Cortázar, como leían a Miller o a Raymond Queneau. Todo en su vida era literatura, aunque, a veces, estuviese esperando la duda y el desconcierto. “Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conocimiento.”
En el arco que se encuentra en el inicio de la rue du Seine y que atraviesa el Institut de France, comienza la aventura de Rayuela. Traspasar ese arco y salir al quai de Conti, para llegar al Pont des Arts donde Horacio iba a buscar a la Maga, y flotaba sobre el Sena “la luz de ceniza y olivo”, cierran ahora miles de candaditos para asegurar los amores precarios y fugitivos, como si fueran los miembros de la resistencia al nazismo que se citaban aquí; salir allí es entrar en el universo donde sus personajes se buscaban al azar, siempre, y correr después con ella, con la Maga, para hablar sin detenerse o para comer una salchicha caliente en el boulevard Sebastopol. Horacio y la Maga que van a la plaza de la Republique para ganar una caja de caramelos malos y ver los saltimbanquis, como los de Pavese en el Torino de El bello verano.
Y llegan después al Pont Neuf, dejando la flecha solitaria de la place du Vert-Galant, donde se inicia la calle que lleva ese nombre, y aún a la Rue du Pont Neuf. Aquí, al lado de Les Halles, en el número 33, está el restaurante Au chien que fume. Es un local con una gran terraza, anticuado y con espantosos cuadros de perros y figuritas en el interior. En el capítulo 132 de Rayuela, Cortázar cita una serie de establecimientos de todo el mundo, entre ellos éste, además del Sacher y el Mozart de Viena, el Gijón de Madrid, el Greco de Roma, el Florian de Venecia, el Pedrocchi de Padova, y, claro, el Capoulade, Les Deux Magots y la Closerie des Lilas. En la calle Babylone, donde Cortázar sitúa el “club de la serpiente” de Rayuela, vivió André Gide, que también se llamaba Guillaume, como Apollinaire. Y la calle donde Cortázar sitúa el apartamento de Horacio Oliveira, la rue du Sommerard, se encuentra bajando por la rue Saint-Jacques, a apenas doscientos metros, debajo del boulevard Saint-Germain. Ya no sabemos si era Cortázar, o era Horacio, o la Maga, o una sombra que surge de repente de los subterráneos del metro.
En esas idas y venidas, la revolución y el compromiso con América Latina estaban muy presentes en la actividad de Cortázar. Fue un defensor de la revolución cubana, enemigo de las dictaduras chilena y argentina, un hombre solidario con la revolución sandinista, con las causas justas que recorrían América y el mundo, y participó en el Tribunal Russell. Para Cortázar, el escritor debía hacer todo lo que estuviera en su mano para extender la libertad, para conquistar el socialismo. Lo dijo, en una visita a España, a Sitges, en septiembre de 1982, donde propuso ideas sobre lo que puede hacer un escritor para participar en las luchas populares de América Latina, aunque sea desde la distancia de Europa: grabando cassettes y videos, como él hizo para El Salvador, recurriendo a la televisión (y citaba la cubana y la nicaragüense), incluso a las fotonovelas de la época. Trabajó, infatigablemente, para combatir las agresiones que sufren los pequeños países, como cuando denunció que los bombardeos sobre la Nicaragua sandinista eran organizados por la CIA norteamericana desde Honduras, con militares hondureños y asesores argentinos.
Fue uno de los firmantes de la primera carta a Fidel Castro sobre el caso Padilla, que fue seguida por una segunda dirigida también a Castro, que Cortázar juzgó después “paternalista” e “insolente”, aunque no dejó de recordar que no hubiera sido enviada si la primera hubiera tenido una respuesta “en un plazo razonable”. Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Jean-Paul Sartre, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, figuraban en ella. Cortázar escribió, años después, que “la definición del homosexual como un enfermo, que se formuló alguna vez en Cuba, es una aberración y una ingenuidad simultáneas.” Creía en la honradez revolucionaria, en la honestidad como instrumento para revisar el camino recorrido. Poco antes de su muerte, escribió: “Hay dos críticas igualmente necesarias: la que hagamos del Moloch norteamericano como exponente imperial de la dominación capitalista, y la que hagamos del socialismo cuando creemos que yerra el camino.” Era consciente de lo que arriesgaba el amplio movimiento que postula un mundo nuevo: “[…] sólo creo en el socialismo como posibilidad humana; pero ese socialismo debe ser un fénix permanente, dejarse atrás a sí mismo en un proceso de renovación y de invención constantes; y eso sólo puede lograrse a través de su propia crítica”.
El sótano . El jazz. “Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette […]”, escribe Cortázar, citando esa vía cuando Horacio reflexiona, una calle donde sonaba el jazz a todas horas, y que él recorrería muchas veces, yendo y viniendo hacia el Luxemburgo, el Panteón o el Boul ' Mich ' . El jazz, la única música universal del siglo XX, según nos dice, tal vez siguiendo a Boris Vian que afirmaba que lo mejor de la vida eran el jazz y las mujeres bonitas. Muchedumbres de turistas pasan hoy ante las puertas de la Caveau de la Huchette, que se encuentra allí, porque saben que “el jazz es como un pájaro que migra”. Es un establecimiento notable, lugar de encuentro de los templarios y los miembros de la Rose-Croix en el siglo XVI. En 1772, fue una logia secreta de la masonería, y, con la revolución, en 1789, se encontraban aquí Danton, Marat, Robespierre, Saint-Just. Después de la ocupación nazi, a partir de 1945, se tocaba swing y be-bop. Actuaron Count Basie, Art Blakey, Memphis Slim, Lionel Hampton, Bill Coleman, Sidney Bechet, y tantos otros intérpretes de jazz. Es muy probable que fuese allí Cortázar, aunque tuviese tendencia a escuchar jazz en sus discos, encerrado en su casa. “¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?”
Escribió un relato, El perseguidor, donde encontramos a Johnny Carter, un saxofonista que nos recuerda de inmediato a Charlie Parker, porque, aunque Cortázar nunca conoció al músico, utilizó su vida (la escena del café de Flore, el incendio del hotel donde Parker vivía, cambiando Nueva York por París, etc) para construir a Carter. Incluso hizo que muriese igual, aunque la heroína que toma Parker se convirtió en marihuana con Carter, un error del que el mismo Cortázar se reiría después. Las improvisaciones jazzísticas, tan cercanas a la idea de una literatura que se construye con fragmentos, que acumula visiones, paseos, costumbres domésticas, obsesiones, en un gigantesco collage que bebe de muchas fuentes. Apollinaire, claro, que también, antes que Cortázar, utilizó el recurso del collage en la literatura, del fragmento, de la intuición ocasional, del caligrama bastardo, de la visión fugaz que ayuda a comprender una totalidad, en una Babel refugio como París.
Cortázar escuchaba música a todas horas, jazz y la que se define como “clásica”, y, pese a su devoción por esa música de negros, estimaba todavía más los cuartetos de Beethoven o de Bartók, las piezas de cámara de Mozart, Stravinski en sus primeras obras, nos dice, aunque a veces lo dudemos. Pero junto a él, estaban siempre Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Charlie Parker y Duke Ellington, sus músicos de jazz preferidos, aunque no olvidase a Dizzy Gillespie, Miles Davis, Earl Fatha Hines y John Coltrane. “¿Quién puede olvidar a Charlie Parker en Lady, be goog ?”, nos decía Cortázar. En ese sótano de la rue de la Huchette estaba la libertad, como en la literatura de Cortázar, el tiempo que corre y que intentamos atrapar en vano con itinerarios confusos, con marañas de recuerdos, con el empeño por romper el ronco destierro de los que se fueron para siempre, con las manos cautivas de quienes nos han acompañado hasta aquí. “Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda”, le dice la Maga a su niño ausente. Cualquiera diría que en ese sótano sigue Cortázar, escuchando jazz, recordando la vida, dispuesto como siempre a subirse el cuello de la canadiense y salir a la calle, al canal Saint-Martin o la calle Corrientes, porque hay una cosa que se llama tiempo; pero él sigue ahí, encerrado, y no podemos saber si volverá a salir.
Higinio Polo
El viejo topo
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