sábado, diciembre 06, 2014

Guerra a la guerra. Patrioteros e internacionalistas en 1914



Durante la “Gran Guerra”, el honor del socialismo y del movimiento obrero lo pusieron los internacionalistas, hoy bastante olvidado. Al descontextualizar esta crisis civilizatoria sin precedentes y principal precedente de la II Guerra Mundial, los legitimadores del sistema consiguen hacer un juego de mano en base al cual la humanidad se ensombrece con la emergencia de los “totalitarismos” fascista y/o comunista…
Desestructurado por cambios objetivos pero, sobre todo, por derrotas políticas, el movimiento obrero ha pasado a formar parte del servicio doméstico del capital financiero, parte del engranaje. Las minorías más conscientes tienen muchos problemas en levantar la cabeza, a veces por sus propias contradicciones y defectos, entre los que el sectarismo no es precisamente el menor. Esto explica que la batalla por la memoria se encuentre tan debilitada. Que eventos fundacionales en la gran lucha por otro mundo, como lo han sido este mismo años el 150 aniversario de la creación de la AIT y el centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial…
Durante diversas entregas, el autor de estas líneas ha tratado de divulgar “estampas” sobre algunos de los internacionalistas más destacados comenzando –si no recuerdo mal- por Jaurés, sobre el que, por cierto, Sin Permiso ha publicado un cierto número de interesantes artículos. En este de hoy quiero referirme al momento en el que el internacionalismo declarado de la mayoría de la Internacional Socialista, sucumbe ante la ola de patrioterismo imperialista que hará que la resistencia, la Guerra contra la guerra, se convierta en la tarea sacrificada y extraordinaria de una minoría, la misma que unos años más tarde dará su apoyo a la revolución de Octubre y a la creación de la III Internacional…
Frente a las crecientes amenazas de guerra, animadas por de manera interpuesta a través de Estados menores, por las grandes potencias, la II Internacional blamndía la advertencia de una revolución o al menos de una guerra social de alcance imprevisible. En aquel tiempo, el movimiento “clásico” había creado una sociedad paralela con una red asociativa impresionante. En el congreso de Sttugart de 1907, los socialistas se habían jurado declarar “la guerra a la guerra”, ya habían rechazado la guerra ruso japonesa en tanto que, con ocasión del conflicto italo-turco de 1911, planificaron manifestaciones masivas cuyo alcance les llevó a creer que podían decir No a sus gobiernos. Las declaraciones declararon por su rotundidad, líderes tan reconocidos como Jean Jaurés y Rosa Luxemburgo, se mostraron especialmente beligerantes.
Sin embargo, la mayoría dudaba sobre los medios a emplear y en algunos de ellos, debajo de las declaraciones, se podía vislumbrar una segunda piel nada internacionalista. El francés Edouard Vaillant y el inglés Keir Hardie habían propuesto que los trabajadores recurriesen, en caso de movilización, a la huelga general. Esta proposición no consiguió la adhesión de todos los congresistas, porque muchos de ellos hicieron valer que el éxito de esta consigna sería tanto mayor cuanto más numerosa y consciente fuese la clase obrera; en consecuencia, los países políticamente atrasados, como la Rusia zarista, podrían resultar con ventaja, en caso de guerra, sobre naciones avanzadas, como Alemania, a las que las huelgas tornarían vulnerables. La pregunta era, durante los trece primeros años del siglo la guerra había estado a punto de estallar tres veces por lo menos, y, en cada caso, las potencias capitalistas habían conseguido alejarla. ¿por qué no habría de ser siempre lo mismo? La respuesta era: nio podía ser lo mismo por las propias exigencias de expansión imperialista…
No obstante, de acuerdo con Jaurés, se decidió que no se encerrarían en una fórmula y que se impondrían a la guerra “sin excluir ningún medio”. Alguien de la autoridad de Karl Kautsky, juzgaba esta decisión “juiciosa y razonable”. Pero no se trataba más que de una resolución y, en 1914, no había nada decidido; al primer toque de clarín todos los socialistas respondieron a la llamada y partieron a la guerra, y salvo algunas excepciones ni los dirigentes, ni los militantes, ni los simpatizantes tuvieron conciencia de su inconsecuencia. En unas horas la Internacional se había hundido en el abismo.
Es cierto que pasada la sorpresa algunos hombres resucitaron una oposición a la guerra que, simple llamarada en 1914, inflamó Europa en 1917 cuando lo de la revolución se vislumbró como una opción a tanta crueldad; era más que una llamarada, porque en Rusia, como en todas partes, el ideal revolucionario surgía del fondo de la conciencia popular. No había sido enterrado más que en apariencia, porque los militantes se imaginaban que al combatir defendían también la causa de la libertad. La disociación vino más tarde, cuando la experiencia de la guerra, la revolución rusa y la intervención actuaron como elementos reveladores. Pero hay que explicar previamente por qué y cómo falló la Internacional en el momento decisivo.
Repasando desde el presente los discursos y las mociones de los internacionalistas de la época anterior a la guerra, sorprende constatar que su lucha aspira a la subversión del orden político y social, y que, sin embargo, su acción se sitúa en un marco que reasume ese orden, lo acepta y lo perpetúa. Así, en ocasión de los diferentes congresos, los revolucionarios se distribuían por nacionalidades y no por tendencias (radicales, revisionistas, etc., o también marxistas, socialistas diversos, etc.). El Buró, que coordinaba la acción de los diferentes participantes, era un simple “buzón postal”, sin poder ejecutivo ni incluso organizador. En el seno del movimiento “todos los partidos se asían celosamente al principio de autonomía y permanecía en suspenso la definición de aquello que entraba dentro de los principios generales y de lo que había de pertenecer al juicio exclusivo de las secciones nacionales”.
De hecho, en aquel entonces, la Internacional obrera era más que nada, una especie de federación sin poder federal. Las diferencias entre las experiencias vividas en los diferentes Estados se hacían sentir poderosamente y enfrentaban a los revolucionarios unos con otros, sobreañadiendo un juego de relaciones internacionales al sistema diplomático existente entre los Estados. Esto hacía que, en no poca medida, las tensiones entre las diferentes secciones reflejaban las relaciones entre los Estados. Y así, como tales herederos de 1789, los representantes franceses juzgaban decididamente que sus antepasados les habían dotado de una experiencia y una virtud revolucionarias que les conferían una especie de vocación para la dirección de la Internacional. Pero los alemanes, que habían conseguido llevar a cabo de un modo mejor la unidad socialista en su propio país, impugnaban esta pretensión y, por lo demás, ejercían una verdadera hegemonía ideológica por la calidad de sus teóricos: ayer, Marx y Engels; por entonces, el segundo marxismo que, en opinión de Rosa Luxemburgo, significaba un declive evidente respecto al original, sobre todo por la presencia de revisionistas y centristas, que no tardarían en confundirse.
Por su parte, los polacos consideraban desde 1905 que los rusos no sabían ya llevar a cabo una revolución, sentimiento que compartían muchos socialistas franceses. Unos y otros tomaban, frente a los rusos, una actitud llena de paternalismo. De este modo ocurría que los “revolucionarios” franceses se comportaban con los alemanes y los rusos exactamente lo mismo que sus diplomáticos: con espíritu de desquite frente a los primeros y como amigos condescendientes respecto a los segundos. Por otro lado, las discusiones entre los internacionalistas repetían las discusiones que animaban el mundo de los dirigentes. Así, los alemanes y los franceses se mostraban en desacuerdo sobre las posibilidades de una guerra que los primeros consideraban poco probable y los segundos, muy posible. Las secciones rusa y polaca se enfrentaban en desacuerdo sobre la importancia de la cuestión.
También es verdad que en el seno de las secciones nacionales existían minorías y oposiciones, pero se agrupaban siguiendo el modelo inverso de las alianzas entre los Estados, y así los bolcheviques rusos eran los aliados de los radicales alemanes, asociados, a su vez, con los polacos enemigos de los rusos y de los alemanes.
Por tanto, pese a luchar contra sus gobiernos, los miembros de la Internacional se ordenaban y reaccionaban según una mecánica que obedecía a las leyes de las relaciones entre Estados y de acuerdo con su adscripción a una patria determinada. No tenían conciencia de ello porque, salvo el caso de los emigrados rusos, no vivían al margen de la sociedad, y puesto que no la habían rechazado globalmente, no habían disociado su ser revolucionario de su ser social. Itinerario de un fracaso Veamos por qué proceso se encontró paralizada la acción consciente contra la guerra, fracaso cuyo itinerario nos describió minuciosamente Georges Haupt en Le Congres manqué, una obra capital que nunca fue traducida entre nosotros.
Estaría bien regresar de nuevo al conocimiento de aquellas querellas teóricas que enfrentaban a reformistas y radicales alemanes y rusos. La polémica había nacido alrededor de los años 1900, en un momento en que se había disipado la ilusión del próximo fin del orden establecido. “En un Estado democrático moderno —estipulaba la moción del Congreso de París de 1900— la conquista del poder político por el proletariado no puede ser resultado de un golpe de mano, sino de un largo y penoso trabajo de organización proletaria en el terreno económico y político, de regeneración física y moral de la clase obrera y de la conquista gradual de los municipios y de las asambleas legislativas”.
Este gradualismo era el argumento más influyente de Bernstein, el principal teórico de de este revisionismo, hacía notar que la práctica había precedido con mucho a la enunciación del principio. Los partidos socialistas se habían convertido en máquinas electorales cada vez más absorbidas por la lucha parlamentaria. Integrados en la sociedad política, se habían convertido en una especie de oposición institucional que funcionaba exactamente lo mismo que el régimen que quería derribar. Existía una corriente de izquierdas que criticaba esta interpretación y preconizaba la lucha revolucionaria. Pero su radicalismo se quedaba en palabras, puesto que, lo mismo con Rosa Luxemburgo, Karl Kautsky o Lenin, aceptaba el marco “parlamentario” de la Internacional para hacer triunfar sus opiniones a favor de la democracia social. En el seno de cada sección nacional, esta corriente era netamente minoritaria; el reparto de tendencias en el seno de la Internacional no tenía además nada que ver ni con las decisiones tomadas (nación por nación como se ha dicho) ni con las aspiraciones reales de las poblaciones en cuyo nombre se expresaban las organizaciones militantes de estructura cada vez más jerarquizadas.
Las diferencias se reanudaron con más fuerza tras las diversas crisis de los años 1906-1911, cuando Hilferding y después Rosa Luxemburgo quisieron analizar la naturaleza del imperialismo y del mecanismo de los conflictos que suscitaba. Según Rosa Luxemburgo, las contradicciones del capitalismo desembocarían necesariamente en su derrumbamiento; los socialistas debían pasar a la ofensiva y precipitar su agonía. Esta criticaba ásperamente las ilusiones pacifistas de sus camaradas y señalaba que la lucha parlamentaria para el arbitraje internacional o para la limitación de armamentos era totalmente utópica.
Desde otro ángulo, Otto Bauer, resumiendo los análisis de Hilferding, veía el porvenir de modo diferente, y partiendo de un ceñido análisis del movimiento de los precios y de los factores de aceleración del movimiento capitalista, concluía que dicho sistema no estaba amenazado de crisis, al menos de una manera inmediata, y que tendería a hacerse pacífico, sobre todo en el terreno social. Wel socialista holandés Vliegen llegaba más lejos y estimaba que ocurriría lo mismo en el campo internacional, porque si el capitalismo podía resolver sus contradicciones económicas, sería capaz igualmente de eliminar los factores de guerra; los socialistas debían, por consiguiente, ejercer su presión para acelerar ese doble proceso hacia el mejoramiento social e internacional. En 1914, Vliegen no negaba la existencia del peligro, pero estaba convencido de «que los intereses reales y palpables que pudiesen justificar una guerra faltaban ya totalmente, y que terminado el reparto del mundo la guerra no podía traer más que rumas y las amenaza de la revolución, lo que explicaba que los gobiernos hubiesen dé recurrir cada vez más al arbitraje”.
Karl Kautsky y Bebel estaban poco más o menos de acuerdo con Vliegen para juzgar que en lo sucesivo «si el imperialismo albergaba en sí mismo tendencias subsiguientes como para provocar guerras..., los trusts y los carteles tenían interés en mantener la paz”, hecho que "testimoniaba la crisis de Marruecos, puesto que a fin de cuentas los carteles franceses y alemanes habían encontrado una vía de compromiso después de la grave tensión Guerra a la guerra producida entre los dos países. “En esas inversiones internacionales de capital descansaba la mayor garantía para el mantenimiento de la paz mundial», punto de vista que reasumía Jaurés, el cual, junto con el socialista de izquierdas alemán Haase, estimaba que existían tres fuerzas que, en definitiva, militaban en pro de la paz: “El trabajo común de los capitales inglés, francés y alemán; la solidariedad fraternal del proletariado internacional y el miedo de los gobiernos a que la guerra traiga la revolución.”
En el momento en que (28-06-1914), los principales dirigentes socialistas se enteraron del atentado de Sarajevo, ninguno imaginó que de ello se derivaría la guerra. El azar del calendario reunió en primer lugar a los socialistas alemanes, quienes al abordar la crisis actual expresaron el único temor de que el Gobierno austriaco pusiese obstáculos a la sesión del próximo congreso internacional que tenía que reunirse en Viena, o que impidiese que acudiesen los servios. Pasado este temor se aprestaron a partir de vacaciones y la actividad del Buró quedó absorbida por la preparación del congreso.
La noticia del ultimátum austriaco del 23 de julio sorprendió a los dirigentes. Camille Huysmans se dispuso a reunir el Comité de la Internacional. Convocado urgentemente en Bruselas, éste manifestó su inquietud, pero con excepción de Víctor Adler, juzgó que el conflicto quedaría localizado y que no había que dramatizar la situación. Cierto es que en sus países respectivos los socialistas alemanes, franceses, etc., dieron la voz de alarma, pero en el fondo creyendo en una solución diplomática del conflicto. La indiferencia de las masas, que en esta fecha no son movilizadas por ningún movimiento reivindicativo, sorprende e inquieta, pero Víctor Adler es el único en sentirse realmente abatido, previendo a la vez el resultado de la crisis y la incapacidad de la Internacional para evitar la guerra.
Luego, con ocasión de la reunión de Bruselas, los 29 y 30 de julio, los miembros presentes siguen los acontecimientos al filo de las horas; discuten, pero no actúan. Les tranquiliza un telegrama recibido de Berlín que les hace saber que se han celebrado veintisiete reuniones contra la guerra. “Haremos nuestro deber”, comenta Haase dirigiéndose a Jaurés y reconociendo que comienza una prueba difícil. Pero la discusión se refiere esencialmente a las modalidades de la reunión del congreso; ¿dónde y cuándo se celebraría éste y cuál habría de ser el orden del día?... Cuando Angélica Balabanova recuerda la moción Vaillant- Keir Hardie sobre la huelga generai contra la guerra "suproposición causa extrañeza y no interesa a nadie".
Se reanuda la interminable discusión y se concierta una cita para el próximo congreso, cuya convocatoria se remite a una fecha indeterminada y que jamás se reunió. Cada cual vuelve a su país para frenar la marcha a la catástrofe. Pero el 1 de agosto los periódicos anuncian ya la movilización general y la muerte de Jaurés: el gran pacifista había sido asesinado por un militante de la Acción francesa, un exaltado. Los dirigentes de la II Internacional no se habían dado cuenta de que aceptaban la idea de la guerra antes ya de que hubiera estallado. “Hasta ese momento—-advierte el rumano Racovski— habían insistido en las responsabilidades de Ia clase dirigente de su propio país, que será juzgada responsable de las crisis y de las guerras En 'lo sucesivo iban a sentirse inclinados a nacer recaer esta responsabilidad sobre la clase dirigente del enemigo nacional”.
En Bruselas, Jaurés denunciaba los cálculos y las maniobras del Gobierno alemán; creía en el pacifismo del Gobierno francés y quería que éste interviniese cerca de “nuestra aliada, Rusia” (sic). De la misma manera la mayoría de los socialistas alemanes creían que su Gobierno estaba realmente deseoso de mantener la paz; condenaban la acción de San Petersburgo y subrayaban el peligro que representaba la autocracia zarista para el porvenir del socialismo.
De una manera u otra, la Unión Sagradaestaba en los corazones antes de expresarse en los discursos; ya no era el enemigo de clase (la propia burguesía de cada país) quien quería la guerra, sino el enemigo nacional; claro que no los trabajadores, pero sí el Káiser o el Zar. Esta sutil distinción voló al mismo tiempo que las ilusiones del verano del 14. “Para nosotros —observaba el austriaco Víctor Adler— la enemistad' contra Serbia es casi una cosa natural.» Lo mismo que en Francia, en Alemania o en Rusia existían, en el trasfondo de la conciencia popular, la desconfianza, la inquietud y el odio frente al enemigo hereditario, y el instinto colectivo. Una locura cuyas estela de horror no se ha cerrado todavía.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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