Las Carmen, Claudia, Myriam, Ileana, Meche, Conchita, Martha, Adelita..., que tanto abundan en los inicios de la vida afectiva y de la vasta y rica obra de Ernesto Cardenal no son fácilmente identificables en la realidad y en la historia, pero no por ello inciden menos en la constitución de los mitos amoroso-poéticos del gran nicaragüense, ni dejan de ser (más bien, todo lo contrario) el eslabón fundamental que une la materia literaria con los referentes ambientales, sociales, políticos de las primeras décadas del poeta.
Cardenal, quien alguna vez dijo que “todos los apetitos y las ansias del hombre, el comer, el sexo, la amistad, son un solo apetito y una sola ansia de unión de unos con otros y con el cosmos”, coincide una vez más con el otro gran poeta y monje trapense, guía, maestro y amigo suyo desde la juventud, Thomas Merton (estadounidense nacido en Francia, muy vinculado, por otra parte, a nuestro Movimiento Nueva Solidaridad, creado por Miguel Grinberg), cuya idea fue ciertamente que “amar es una intensificación de la vida, una forma de lo completo, de la plenitud, de la vida en su totalidad”. Pero la de Cardenal no sólo es una construcción temática sino también discursiva (si es que en literatura, precisamente, pueden separarse), ya que su fuerte y singular tendencia a una poesía “conversacional”, teniendo en este caso como interlocutora a la mujer real o imaginaria, le permite, a través de ese “otro”, nombrar o aludir a lo que él quiere en verdad apresar como asunto o como tema.
Ya desde los primeros poemas de esta especie, y más aún en sus magníficos Epigramas (que llevan una cita de Catulo: “...pero no te escaparás de mis yambos...”), se insinúa la conjunción y la intermediación femeninas, amorosas, que poco a poco irán instalándose en su obra: “De estos cines, Claudia, de estas fiestas,/ de estas carreras de caballos,/ no quedará nada para la posteridad/ sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia...”. La primera edición de los Epigramas apareció en México, a principios de los sesenta. Cardenal ya había escrito Carmen y otros poemas y publicado La ciudad deshabitada (1946) y Proclama del conquistador (1947) (anticipo, casi, de El estrecho dudoso, del ’66), y también Hora 0 (1957) y Gethsemani Ky (1960). Las trazas de Pablo Neruda, de César Vallejo y de Saint John Perse eran todavía visibles. Su poesía fue cambiando cuando todo esto empezó a macerarse en la gran poesía norteamericana que desciende de Walt Whitman y a tornarse “exteriorista”, limitada en sus excesos emotivos, objetivada, narrativa y anecdótica, iluminada por los diversos lenguajes y gestos semióticos de la modernidad, en cuyas aparición y manifestación juega un papel muy importante la presencia de Ezra Pound. Aunque el gran momento de su propio desarrollo fue el de los Epigramas, escritos entre 1952 y 1956, tiempo antes de ingresar al monasterio trapense de Gethsemani, en Kentucky, poemas que hizo publicar Pablo Neruda en una revista chilena con la firma “Anónimo nicaragüense”.
Estos epigramas fueron, como su título lo indica, ensayos de trasladar y recrear en nuestra lengua los hallazgos efectuados por él mismo en la traducción de Catulo, de Marcial y de Propercio, y en la lectura de poetas japoneses y chinos conocidos a través de Pound. Es notorio que su aguda aprehensión los americanizó de inmediato, poniéndolos en la época al servicio del combate contra la dictadura de Anastasio Somoza, a la vez que de cara a un cuestionamiento lúcido de la propia escritura y de las tareas del escritor frente al lenguaje. Pero Ernesto Cardenal va más allá de eso, y mucho más allá cuando combina amor y política en tal alto nivel del verso, fundiendo ambas regiones y gestando una experiencia bifronte auténtica y de gran intensidad, en poemas como los que comienzan: “Yo he repartido papeletas clandestinas...”, “Hay un lugar en la laguna de Tiscapa...”, “Tal vez nos casemos este año...”, “Si cuando fue la rebelión de abril...”, e “Intuición de Propercio”: “Yo no canto la defensa de Stalingrado/ ni la campaña de Egipto/ ni el desembarco de Sicilia/ ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower// Yo sólo canto la conquista de una muchacha...”.
“Despiertos a la sensación de la eterna presencia de las mujeres”, según la expresión de su maestro y predecesor José Coronel Urtecho (1906-1994), estos poemas siempre incluyen nombres de mujeres no fingidas sino reales en la vida del poeta. Y, además, había a esta altura una combinación de fuentes neo-platónicas transmitidas por San Agustín y del misticismo de San Juan de la Cruz, revivenciadas todas por la mirada evolucionista de Teilhard de Chardin, religioso y paleontólogo de enorme influencia sobre los sostenedores de la Teología de la Liberación de los latinoamericanos sesenta y naturalmente condenado, “la obra de él y de sus seguidores”, por la Iglesia de entonces. Claro que en Cardenal (“un místico comprometido”, para el crítico peruano José Miguel Oviedo) aquella confluencia se dio a través de una religiosidad que presidía toda concepción ideológica, y que creaba esa relación con el mundo y con el mundo de las palabras; hay, desde su óptica, un más allá del cuerpo y del sexo aunque no deje de haber sexo y cuerpo, y hay un amor, podríamos decir “cósmico”, dentro de un universo en el que el amor humano, la solidaridad humana, el deseo y el eros, se integran y se expanden. “Ese enamoramiento –cuenta de un amor adolescente– fue una imagen del amor de Dios para conmigo. Ese fue el sentido de que a mí me hubiera acontecido aquello; así lo veo desde mi perspectiva de ahora. Entiendo el comportamiento de Dios para conmigo porque yo antes pasé por ello.”
No es casual por tanto que en esos años termine escribiendo un libro fundamental, Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965), en el cual condensa todos estos aspectos y señala como víctima de los manejos del capitalismo a la figura emblemática del cine de la época. El poema es una suerte de oración religiosa, una intervención en defensa de la espiritualidad de la bella y triste diva, quien por un lado fue convertida en un símbolo sexual y por el otro fue una inmolada por la sociedad, el espectáculo, la publicidad, los negocios y la política. Y toda la defensa del poema es para que sea bien recibida en “el reino de los cielos”. Acertadamente, escribe uno de los máximos expertos italianos en nuestras literaturas, Antonio Melis, en Cardenal: La vita e’sovversiva: “Todos los motivos de la poesía precedente confluyen en este poema sobrellevado por una profunda y cordial piedad hacia una vida despedazada por la monstruosa máquina del capitalismo”. Contra ésta se subleva la imaginación del poeta, reponiendo, restituyendo aquí la imagen evangélica de los mercaderes en el templo.
Así, no parecía equivocarse el joven Ernesto Cardenal (quien por estos días está cumpliendo los 90 años) cuando prevenía a sus Claudia, Myriam, Ileana..., reales, imaginarias, que estuvieran atentas a cada uno de sus propios gestos porque, a través de aquella solitaria voz poética, devendrían, ineluctablemente, inmortales.
Mario Goloboff
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