No sé a ustedes qué les parecerá, pero de todo lo sucedido hasta el momento en el caso Volkswagen, lo más relevante del asunto parece haber quedado reducido a que el actor Leonardo Di Caprio haya comprado los derechos de esta repugnante historia de atentado mundial contra el medio ambiente.
Sin embargo, si una sola cuestión tuviera que ser verdaderamente llamativa en este fraude pertrechado contra la humanidad, ésta no podría -ni debería ser- otra más que la evidente inhibición del estado de derecho a la hora de responder ante una infracción de catastrófica dimensión, con la inmediatez y la contundencia jurídica debidas.
Quizás no debiese de ser necesario recordarlo, pero no son los puestos de trabajo, las tasas de ganancia empresarial o el conjunto de intereses económicos las cuestiones que han quedado en situación de riesgo y desprotección absoluta; han sido el medio ambiente y la salud pública las que han terminado irreparablemente comprometidas.
Y ahora nos encontramos de nuevo en un escenario en el que por más contrapesos que desprendan los grandes medios de comunicación, las instituciones europeas vuelven a caer otra vez en descrédito al demostrar que en lugar de estar dotadas de autoridad real frente al poder empresarial, su función no es otra más que la de garantizar la supervivencia y continuidad de las grandes corporaciones económicas (incluso más allá de sus quebrantamientos reiterados y fraudulentos de la ley).
Pero por más que el espejo de la cada vez más pornográfica relación de complicidad existente entre poder público y empresarial se obstine en devolver a la sociedad una imagen totalmente deformada de la realidad, el verdadero coste del caso Volkswagen es y será medioambiental, en ningún caso económico. Ése y no otro es el daño que las instituciones públicas, de estar diseñadas realmente para defender los intereses de la colectividad, deberían urgentemente y con todos los medios disponibles a su alcance, reparar.
El Captor
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