Escribir unas pocas líneas sobre Fidel es una invitación a la vez fascinante y peligrosa. Lo primero, porque se trata de una figura titánica que cubre la segunda mitad del siglo veinte y los primeros años del actual. Lo segundo, porque dadas las inexorables restricciones de espacio, se corre el riesgo de apenas balbucear unas pocas palabras incapaces de hacerle justicia a un personaje que Hegel sin duda los caracterizaría como “histórico universal”, tal como lo hiciera con Napoleón. En esta oportunidad, y como pequeño homenaje a su nonagésimo aniversario, quisiera compartir una experiencia: la impresión que me causó Fidel cuando lo ví en Chile durante su histórica visita a ese país a finales de 1971. En ese tiempo me desempeñaba como joven profesor de la Flacso/Chile y traté de seguir el itinerario de Fidel lo más de cerca posible, tarea condenada al fracaso porque el Comandante no limitó sus actividades al área de Santiago sino que recorrió Chile de norte a sur, desde Antofagasta hasta Punta Arenas. Me consolé asistiendo a sus apariciones públicas en Santiago apenas recuperado del impacto emocional que me produjo cuando el día de su llegada a la tierra de Violeta Parra, al atardecer del 10 de Noviembre de 1971, yo era uno más de los miles y miles de santiaguinos que salimos a las calles para brindarle una conmovedora recepción. El climax se produjo cuando al acercarse la caravana de automóviles por la Avenida Costanera a la altura de las Torres de Tajamar, lo vimos pasar en un auto descapotado, de pie, enfundado en su uniforme verde olivo, su gorra y saludando a la multitud agolpada a ambos lados de la calzada. Siendo de por sí un hombre de elevada estatura, parado en ese carro, que avanzaba lentamente, sus dimensiones adquirieron proporciones gigantescas para quienes estábamos allí vitoreándolo y sentíamos que nos recorría, como una corriente eléctrica, la sensación mística de que estábamos viendo pasar no a un hombre, a un cubano, o a un jefe de estado, sino a la personificación misma de América Latina y el Caribe, al héroe que en nombre de Nuestra América había puesto punto final a nuestra prehistoria. Si su sola figura nos magnetizaba cuando pronunciaba un discurso –¡veinticinco en total durante su gira chilena, más una maratónica conferencia de prensa un día antes de su regreso a Cuba!–, sus formidables dotes de orador nos dejaban absolutamente deslumbrados.
Salvador Allende, su digno anfitrión, era un líder entrañable y un luminoso ejemplo para todos nosotros por su coherencia como marxista y por su valentía para enfrentar a la derecha vernácula y al imperialismo. Pero no era un orador de barricada; sus discursos parlamentarios eran excelentes, pero jamás podrían cautivar a una multitud. Los de Fidel, en cambio, eran como uno de esos fantásticos murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México: un torrente por el cual fluía toda la historia de Nuestra América. Su capacidad didáctica, su contenido profundo y su incomparable elocuencia fascinaron a todos quienes pudimos asistir a sus concentraciones y, en mi caso, marcó para siempre mi conciencia política. Era obvio que el viaje de Fidel a Chile fue algo más que una visita diplomática. Parafraseando al Comandante Hugo Chávez, podríamos decir también que “por aquí pasó Fidel”. Y “aquí” fue ese sorprendente Chile de Allende adonde el Comandante llegó para comprobar, con sus propios ojos, si había otro camino para hacer avanzar la revolución en América Latina. En aquella coyuntura tan especial, esta era una cuestión de excepcional importancia para el líder cubano, revolucionario integral si los hay y obsesionado por identificar, en los complejos entresijos de nuestras realidades nacionales, las semillas de la necesaria revolución. Esta motivación quedó explícitamente confirmada en el notable discurso que Fidel pronunciara el 17 de noviembre de 1971 en la Universidad de Concepción. Fue precisamente eso lo que quiso ver Fidel en Chile, y la lectura de sus discursos y sus intervenciones en la prensa demuestran que era un profundo estudioso de la realidad chilena, meticulosamente bien informado sobre lo que ese país producía, a quién lo vendía en el mercado internacional, a qué precio y bajo cuáles condiciones. Y lo mismo valía para otros aspectos de la vida política y social de aquel país, que Fidel había estudiado hasta en sus menores detalles con anterioridad a su visita. Una gira extensa e intensiva, donde no sólo pronunció discursos sino que habló con miles de chilenos que le preguntaban de todo. Fue realmente un viaje de estudios, propio de quien concibe al marxismo no como un dogma sino como una guía para la acción –como lo exigía Lenin– y que se extendió desde el 10 de noviembre hasta el 4 de diciembre, en medio de la gritería insolente de la derecha que a poco llegar exigía el abandono de Fidel del suelo chileno. Pero Allende se mantuvo firme y brindó una cálida hospitalidad a su amigo cubano en cada rincón de la dilatada geografía del país andino. Con su visita Fidel dejó una estela imborrable en aquel lejano rincón de Nuestra América, que por un par de años más todavía sería, como lo afirma la canción nacional de Chile, “un asilo contra la opresión”. Poco después se transformaría en el baluarte de la barbarie fascista, en asilo de contrarrevolucionarios y guarida de terroristas que, Plan Cóndor mediante, asolaría a los países latinoamericanos. La revolución que Fidel correctamente caracterizó cuando dijo que en Chile estaba transitando sus primeros pasos, recordando que las revoluciones no son acontecimientos fulminantes sino el resultado acumulativo de transformaciones de diverso tipo, fue ahogada en sangre. Con esto quedaron definitivamente demostradas dos lecciones: primera, que en Nuestra América la osadía de los revolucionarios siempre será castigada por la derecha y sus aliados internacionales con un atroz escarmiento. Segunda: que el único antídoto para evitar ese fatal desenlace es completar sin pérdida de tiempo las tareas fundamentales de la revolución.
Atilio A. Boron
No hay comentarios.:
Publicar un comentario