sábado, mayo 06, 2017

¡Las ocho horas y un fusil!



León Trotsky escribió este texto para su libro "1905". En él demuestra todo el poder revolucionario que tenía en las jornadas revolucionarias en Rusia la lucha por las 8 horas de trabajo.

El proletariado estaba solo en la lucha. Nadie quería ni podía apoyarle. Esta vez, no se trataba ya de la libertad de prensa, ni de combatir la arbitrariedad de los de uniforme, ni siquiera del sufragio universal. El obrero pedía garantías para sus músculos, para sus nervios, para su cerebro. Había decidido reconquistar una parte de su propia existencia. No podía esperar por más tiempo y tampoco quería. En los acontecimientos de la revolución, había tomado conocimiento de su fuerza, había descubierto una vida nueva, una vida superior. Acababa en cierto modo de renacer para la vida del espíritu. Todos sus sentimientos se encontraban tensos como las cuerdas de un instrumento. Nuevos mundos inmensos y radiantes se habían abierto ante él... ¿Será preciso esperar aún por mucho tiempo al gran poeta que reproduzca el cuadro de la resurrección revolucionaria de las masas obreras?
Después de la huelga de octubre, que había hecho de las fábricas ennegrecidas por el humo los templos de la palabra revolucionaria, después de una victoria que había llenado de orgullo a los corazones más pesimistas, el obrero recayó en el engranaje maldito de la máquina. Todavía presa del adormecimiento del alba tenebrosa, tenía que arrojarse a la garganta infernal de la fábrica; avanzada la tarde, cuando la máquina finalmente atrancada daba una señal con su sirena, el obrero, presa aún y siempre del adormecimiento, arrastrando su cuerpo agotado, regresaba al alojamiento en la noche morosa y lúgubre. Sin embargo, en derredor suyo, ardían llamas claras, cercanas e inaccesibles, las llamas que él mismo había encendido. La prensa socialista, las reuniones políticas, la lucha de los partidos, banquete inmenso y maravilloso de intereses y pasiones. ¿Cuál era entonces la salida? La jornada de ocho horas. Fue el programa entre todos los programas, el deseo entre todos los deseos. Sólo la jornada de ocho horas podía liberar inmediatamente la fuerza del proletariado para la política revolucionaria del día. ¡A las armas, proletarios de Petersburgo! Un nuevo capítulo se abre en el libro austero de la lucha.
Ya durante la gran huelga, habían declarado los delegados más de una vez que a la vuelta del trabajo las masas no consentirían por nada del mundo seguir en las antiguas condiciones. El 26 de octubre, los delegados de uno de los sectores de Petersburgo deciden, independientemente del soviet, realizar en sus fábricas la jornada de ocho horas por la vía revolucionaria. El 27, la propuesta de los delegados es adoptada por unanimidad en diversas reuniones obreras. En el taller mecánico Alexandrovski, la cuestión es decidida por escrutinio secreto, para evitar toda presión. Resultados: 1.668 votos a favor, 14 en contra. Los grandes talleres metalúrgicos no trabajan más que ocho horas desde el 28. Un movimiento análogo se dibuja al mismo tiempo en el otro extremo de Petersburgo. El 29 de octubre, el organizador de la campaña informa al soviet que la jornada de ocho horas ha sido establecida “por la fuerza” en tres grandes fábricas. Truenos de aplausos. No hay lugar para la duda. ¿No es la violencia la que nos ha dado la libertad de reunión y la de prensa? ¿Son para nosotros más sagrados los intereses del capital que los de la monarquía? Las tímidas voces del escepticismo se ahogan en las oleadas del entusiasmo general. El soviet emite una decisión de la más alta importancia: invita a todas las fábricas y talleres a establecer por su propia cuenta la jornada de ocho horas. Este decreto es adoptado casi sin debates, como si la decisión se impusiese por sí misma. Da a los obreros veinticuatro horas para adoptar sus disposiciones al efecto. Fue suficiente. “La propuesta del soviet ha sido acogida por nuestros obreros con transportes de entusiasmo –escribe mi amigo Nemtsov, delegado de un taller metalúrgico. En octubre, hemos luchado en nombre de las exigencias del país entero, ahora ponemos por delante nuestras reivindicaciones exclusivamente proletarias que mostrarán claramente a nuestros patronos burgueses que no olvidamos un solo instante las necesidades de nuestra clase. Después de los debates, el comité de la fábrica (reunión de los representantes de los talleres; los delegados del soviet desempeñaban un papel dirigente en estos comités) ha decidido por unanimidad establecer la jornada de ocho horas a partir del primero de noviembre. El mismo día, los diputados han transmitido la decisión del comité de fábrica a todos los talleres... Han invitado a los obreros a traer sus alimentos a la fábrica, con el fin de no hacer la suspensión habitual de mediodía. El primero de noviembre, los obreros han ido al trabajo a las siete menos cuarto de la mañana, como siempre. A mediodía, un golpe de silbato les llamó a la comida; fue la ocasión para numerosas bromas entre los compañeros, que no se concedían más que media hora de descanso en lugar de una hora y tres cuartos. A las tres y media, toda la fábrica dejaba el trabajo, que había durado exactamente ocho horas.
El lunes 31 de octubre, leemos en el número 5 de la Izvestia: todos los obreros de las fábricas de nuestro sector, conforme a la decisión del soviet, después de haber trabajado ocho horas, han dejado los talleres y han salido en manifestación por las calles con banderas rojas, al canto de La Marsellesa. En el curso del recorrido, los manifestantes ‘sacaban’ a los obreros que prolongaban el trabajo en los pequeños establecimientos". La decisión del soviet fue aplicada en los otros sectores con la misma energía revolucionaria. El 1 de noviembre, el movimiento se extiende a casi todos los talleres metalúrgicos y a las más importantes fábricas textiles. Los obreros de las fábricas de Schlusselburg preguntaban al soviet a través del telégrafo: “¿Cuántas horas de trabajo debemos proporcionar a partir de hoy?” La campaña se desarrollaba con una fuerza invencible, con una grandiosa unanimidad. Pero la huelga de cinco días, cortó esta campaña en sus comienzos. La situación se hacía cada vez más difícil. La reacción gubernamental realizaba esfuerzos desesperados, y no sin éxito, para recuperar terreno. Los capitalistas se unían enérgicamente para la resistencia, bajo la protección de Witte. La democracia burguesa estaba “harta” de huelgas. Tenía sed de tranquilidad y reposo.
Antes de la huelga de octubre, los capitalistas habían enjuiciado de diferente modo la reducción de trabajo por los obreros: unos amenazaban con cerrar inmediatamente las fábricas, otros se limitaban a operar retenciones sobre los salarios. En gran número de fábricas y talleres, la administración entraba en la vía de las concesiones, consentía en reducir la jornada a nueve horas y media, e incluso a nueve horas. Esto es, por ejemplo, lo que decidió el sindicato de impresores. La incertidumbre reinaba en general entre los patronos. Hacia el final de la huelga de noviembre, el capital, agrupando sus fuerzas, logró dominar la situación y se mostró intratable: la jornada de ocho horas no sería concedida, y en el caso de que los obreros insistieran, se procedería a un lock out en masa. Abriendo el camino a los patrones, el gobierno tomó la iniciativa de cerrar las fábricas del Estado. Las reuniones obreras eran cada vez con mayor frecuencia dispersadas por la policía, y se esperaba evidentemente abatir así los espíritus. La situación se agravaba de día en día. Siguiendo a las fábricas del Estado, fueron cerrados los establecimientos privados. Varias decenas de miles de obreros fueron echados a la calle. El proletariado tropezaba con una muralla abrupta. Era absolutamente necesario batirse en retirada. Pero la masa obrera sabía lo que quería. No aceptaba ni siquiera oír hablar de un regreso al trabajo en las antiguas condiciones. El 6 de noviembre, el soviet recurre a un compromiso: declara que la prohibición deja de ser obligatoria para todos e invita a los trabajadores a no continuar la lucha más que en las empresas donde hubiese alguna esperanza de éxito. La solución no era evidentemente satisfactoria: no es un llamamiento formal y amenaza con dividir el movimiento en una serie de escaramuzas. Sin embargo, la situación sigue agravándose. En tanto que las fábricas del Estado se volvían a abrir, a instancias de los delegados, para un trabajo a realizar en las antiguas condiciones, los empresarios privados cerraban las puertas de trece nuevas fábricas y talleres. Eran 19.000 desocupados más. La preocupación de obtener la reapertura de las fábricas, incluso en las antiguas condiciones, no permitía pensar ya en realizar por un golpe de fuerza la jornada de ocho horas. Era necesario mostrar decisión; el 12 de noviembre, el soviet ordenó batirse en retirada. Fue la más dramática de todas las sesiones del parlamento obrero. Los votos se repartieron. Dos talleres metalúrgicos de los más avanzados insistían por que se continuase la lucha, siendo apoyados por los representantes de algunas fábricas textiles, de determinadas empresas del tabaco y el vidrio. La fábrica Putilov se declara enérgicamente contra esta actitud. Se levanta una mujer: es una tejedora de la fábrica Maxwell, ya de cierta edad. Su rostro es hermoso y abierto, el vestido de indiana ajado, aunque se acerca el invierno; su mano tiembla de emoción y sube nerviosamente hasta el cuello. Voz penetrante, profunda, vibrante, inolvidable: “Habéis acostumbrado, grita a los delegados de Putilov, a vuestras mujeres a comer bien y a dormir bien, y por eso teméis perder vuestro ganapán. Pero a nosotras eso no nos asusta. Estamos dispuestas a morir por obtener la jornada de ocho horas. Lucharemos hasta el final. La victoria o la muerte. ¡Viva la jornada de ocho horas!”
Han pasado treinta meses desde que escuché ese grito, y aquella voz de esperanza, de desesperación y de pasión resuena aún en mis oídos como un reproche vehemente, como un llamamiento irresistible. ¿Dónde estás ahora, camarada heroica, humildemente vestida con un traje ajado de indiana? ¡Oh! Seguramente nadie te había enseñado a dormir bien, a comer bien, a vivir a gusto... La vibrante voz se quiebra... Un instante de silencio doloroso. Y a continuación una tempestad de aplausos apasionados. Los delegados que se habían reunido bajo la penosa impresión de la violencia capitalista y de una inmutable fatalidad, se elevaron en este momento muy por encima de la vida cotidiana. Aplaudían a la victoria que tenían que alcanzar un día sobre el destino sanguinario.
Después de debates que duraron cuatro horas, el soviet adoptó por una aplastante mayoría la resolución de ceder. La resolución señalaba que la coalición del capital con el gobierno había, al primer golpe, transformado la cuestión de las ocho horas, aplicable a Petersburgo, en una cuestión de interés general para todo el país; demostraba que los obreros de Petersburgo no podían por consiguiente obtener esta ventaja sin el concurso del proletariado de la nación entera, y decía: “Por estas razones, el Soviet de Diputados Obreros estima necesario suspender provisionalmente las medidas directas que habían sido indicadas a todas las empresas para realizar la jornada de ocho horas". Hubo que hacer grandes esfuerzos para que la retirada se efectuase en buen orden. Numerosos obreros preferían entrar en la vía señalada por la tejedora de Maxwell. “Camaradas obreros de las restantes fábricas y talleres –escribían al soviet los trabajadores de una gran fábrica que habían resuelto continuar la lucha por la jornada de nueve horas y media–, excusadnos por obrar así, pero no podemos aceptar más esta sobrecarga que progresivamente agota nuestras fuerzas físicas y morales. Lucharemos hasta la última gota de sangre...".
Al abrirse la campaña por la jornada de ocho horas, la prensa capitalista exclamaba, como es lógico, que el Soviet quería arruinar la industria nacional. El periodismo liberal democrático, que temblaba en esta época ante los amos de izquierda, parecía haberse tragado la lengua. Pero cuando la derrota de la revolución, en diciembre, le devolvió la libertad de su iniciativa, emprendió la traducción en su jerga liberal de todas las acusaciones lanzadas por los reaccionarios contra el soviet. La lucha que éste había desarrollado por la jornada de ocho horas fue, a posteriori, el objeto de la acusación más rigurosa por parte de estos buenos señores. No obstante, es preciso anotar que la idea de realizar por la violencia la jornada de ocho horas, es decir, interrumpiendo simplemente el trabajo sin esperar el asentimiento de los empresarios, había nacido antes del mes de octubre y no entre los miembros del soviet. Durante las huelgas épicas de 1905, habían tenido lugar más de una vez tentativas de este género. Y no habían sido seguidas por derrotas. En las fábricas del Estado, donde los motivos políticos desempeñan un papel más importante que las razones económicas, los obreros habían obtenido de esta manera la jornada de nueve horas. No obstante, la idea de establecer sólo por medios revolucionarios la jornada normal únicamente en Petersburgo y en veinticuatro horas, puede parecer fantástica. Un buen contable, afiliado a un sindicato de gentes graves y sesudas, la juzgaría sin duda absolutamente loca. Y lo era en efecto desde el punto de vista de las gentes razonables. Pero, en la “locura” revolucionaria, no carecía de razón.
Ciertamente, la jornada normal sólo para Petersburgo es una pretensión absurda; pero el intento de la capital, en el ánimo del soviet, debía levantar al proletariado del país entero. Naturalmente, la jornada de ocho horas no puede realizarse si no es con el concurso del poder gubernamental; pero el proletariado entonces luchaba precisamente por la conquista del poder. Si hubiese alcanzado una victoria política, el establecimiento de la jornada de ocho horas no habría sido más que el desarrollo natural de una “experiencia fantástica”. Pero el proletariado no salió vencedor de este primer combate, y esa es, sin duda alguna, su “falta” más grave.
A pesar de todo, creemos que el soviet se condujo como podía y debía conducirse. En realidad, no tenía elección. Si, por razones de política “realista”, hubiese gritado a las masas: “¡Retroceded!”, no le habrían escuchado. El conflicto habría estallado, pero sin que nadie dirigiera a los combatientes. Las huelgas se habrían producido, pero el enlace entre ellas hubiera faltado. En estas condiciones, la derrota hubiese causado una total desmoralización. El soviet comprendió su función de otra manera. Sus dirigentes no contaban en modo alguno con un éxito práctico, inmediato, absoluto; pero, para ellos, las poderosas fuerzas elementales que entraban en movimiento se imponían como un hecho esencial, y resolvieron transformar el movimiento en una manifestación grandiosa, inaudita hasta entonces en el mundo socialista, en favor de la jornada de ocho horas. Los resultados prácticos de esta campaña, es decir, una reducción considerable de las horas de trabajo en una serie de empresas, fueron pronto reducidas a la nada por los patronos. Pero los resultados políticos dejaron una huella imborrable en la conciencia de las masas. La idea de la jornada de ocho horas fue a partir de entonces popular entre los grupos obreros más atrasados, y tuvo más influencia que la que habría obtenido una propaganda pacífica desarrollada durante largos años. Al mismo tiempo, la reivindicación era orgánicamente asimilada a las exigencias esenciales de la democracia política. Cuando tropezó con la resistencia organizada del capital, detrás de la cual se alzaba el poder del Estado, la masa obrera volvió a la idea del golpe de Estado revolucionario, de la inevitable insurrección, del armamento indispensable. Al defender en el soviet la moción que debía terminar la lucha, el portavoz del comité ejecutivo resumía de la manera siguiente los resultados de la campaña. “Si no hemos conquistado la jornada de ocho horas para las masas, al menos hemos conquistado a las masas para la jornada de ocho horas. En adelante, en el corazón de todo obrero petersburgués resonará el mismo grito de batalla: ‘¡Las ocho horas y un fusil!’”.

La Izquierda Diario

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