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lunes, agosto 20, 2018
Con Trotsky hasta el final (extractos)
Publicamos extractos de un escrito de Joseph Jansen, dirigente trotskista del SWP norteamericano, donde relata en primera persona los detalles del atentado mortal contra Trotsky que asestó Jacson-Mornard (Ramón Mercader) bajo las órdenes de Stalin y la GPU.
Desde el ataque con ametralladora del 24 de mayo (1) por la GPU en el dormitorio de Trotsky, la casa de Coyoacán se había transformada en una fortaleza. Se incrementó la guardia y se mejoró su armamento. Un reducto fue construido con techos y pisos a prueba de bombas. Dos puertas blindadas, dirigidas eléctricamente reemplazaban la vieja puerta de madera. (...) Tres nuevas torres a prueba de balas dominaban no solo el patio sino también el vecindario. Se construyeron barreras de alambre de púas y redes anti-bombas.
Toda esta construcción había sido posible gracias a los sacrificios de simpatizantes y miembros de la Cuarta Internacional, que hicieron todo lo posible para proteger a Trotsky, sabiendo que era muy probable que Stalin intentara otro ataque desesperado después del fracaso del 24 de mayo. El gobierno mexicano, el único de todas los países del mundo que había dado asilo a Trotsky en 1937, triplicó el número de guardias de la policía de servicio fuera de la casa, haciendo todo lo que estaba en su poder para proteger la vida del exiliado más conocido del mundo.
Solo la forma del próximo ataque era desconocida. ¿Otro ataque de ametralladora con un mayor número de agresores? ¿Bombas? ¿Minas? ¿Veneno?
20 de agosto de 1940
Estaba en la azotea con Charles Cornell y Melquíades Benitez. Íbamos a conectar una fuerte sirena al sistema de alarma para utilizar en caso de un nuevo ataque de la GPU.
A la tarde, entre las 5:20 y las 5:30, Jacson, que conocíamos como un simpatizante de la Cuarta Internacional y como el marido de Sylvia Ageloff(2), antigua militante del SWP [partido de la Cuarta en EEUU, NdT], llegó en su pequeño Buick. En lugar de estacionar frente a la casa como acostumbraba, hizo un giro completo en la calle y estacionó paralelo al muro, en dirección a Coyoacán. Cuando salió del auto miró hacia el techo y nos gritó “¿Ha llegado Sylvia?”.
Nos sorprendió un poco. No sabíamos que Trotsky había hecho una cita con Sylvia y Jacson, pero pensamos que había sido un descuido de Trotsky al no advertirnos, lo que pasaba a veces en estos asuntos.
Respondimos a Jacson: “Espere un momento”. Cornell puso en funcionamiento los controles eléctricos de las puertas y Harold Robins lo recibió en el patio. Jacson tenía un impermeable en el brazo. Era la estación lluviosa, y aunque el sol brillaba, gran cantidad de densas nubes sobre las montañas, hacia el sudoeste, amenazaban con estallar.
Trotsky estaba en el patio alimentando a los conejos y pollos, una ocasión para poder hacer un poco de ejercicio en la vida confinada a la que estaba obligado llevar. Pensábamos que, como era su costumbre, solo entraría en la casa una vez que hubiese terminado de alimentar a los animales o mientras Sylvia no hubiese llegado. Robins estaba en el patio. Trotsky no solía ver a Jacson solo.
Melquíades, Cornell y yo continuamos con nuestro trabajo. Durante los próximos diez o quince minutos que siguieron permanecí sentado en la torre principal para escribir el nombre de los guardias en etiquetas blancas que se fijaron a los interruptores que conectan sus habitaciones con el sistema de alarma.
Un grito aterrador desgarró la calma de la tarde, un largo grito de agonía, mitad grito, mitad sollozo. Me atravesó de los pies a la cabeza. Corrí fuera de la casa de guardia. ¿Un accidente de uno de los diez trabajadores que estaban remodelando la casa? Los ruidos de un combate violento venían del estudio del Viejo, y Melquíades apuntaba su fusil a la ventana de abajo. Trotsky, en su chaqueta de trabajo azul se hizo visible por un momento, luchando cuerpo a cuerpo con alguien.
“¡No dispares!”, le grité a Melquíades, “¡podrías darle al Viejo!” Melquíades y Cornell se quedaron en el techo, cubriendo las salidas del estudio. Encendiendo la alarma general, me deslicé por la escalera hacia la biblioteca. Cuando entré por la puerta que conectaba la biblioteca con el comedor, el Viejo salía tropezando de su oficina, con el cuerpo cubierto de sangre.
“¡Mira lo que me han hecho!”, dijo.
Al mismo tiempo, Harold Robins entró por la puerta norte del comedor, seguido de Natalia. Agarrando frenéticamente a Trotsky de sus brazos Natalia lo llevó al balcón. Harold y yo nos ocupamos de Jacson, que estaba en el estudio jadeando, con el rostro sacado, los brazos colgando y un revólver caído en su mano. Harold estaba más cerca suyo. “Ocúpate de él”, le dije, “voy a ver qué le pasó al Viejo”. Cuando me fui, Robins tiró al asesino al piso.
Trotsky entró tambaleante al comedor, Natalia sollozando, intentaba ayudarlo. "Mira lo que han hecho", dijo ella. Cuando lo rodeé con mis brazos, el Viejo se desvaneció cerca de la mesa.
La herida en su cabeza parecía a primera vista superficial. No escuché ningún disparo. Jacson debe haberlo golpeado con algún instrumento. “¿Qué pasó?”, le pregunté al Viejo.
“Jackson me disparó con un revólver. Estoy seriamente herido... Siento que esta vez es el final”. Intenté tranquilizarlo “Es una herida superficial. Te recuperarás”.
“Hablábamos de estadísticas francesas”, respondió el Viejo.
“¿Te golpeó por la espalda?”, le pregunté.
Trotsky no respondió.
“No, él no te disparó", le dije; “No escuchamos ningún disparo. Él te golpeó con algo”.
Trotsky parecía indeciso y me presionaba la mano. Mientras intercambiábamos frases, hablaba con Natalia en ruso. Continuamente tocaba su mano con sus labios.
Volví al techo, grité a la policía al otro lado del muro “¡Consigan una ambulancia!” Les dije a Cornell y Melquíades: “Es un atentado, Jacson…". Mi reloj marcaba las 6 menos 10.
Volví nuevamente al lado del Viejo junto a Cornell. Sin esperar la ambulancia de la ciudad, decidimos que Cornell iría a buscar al dr. Dutren, que vivía muy cerca y había asistido a la familia en varias ocasiones. Como nuestro auto estaba en el garaje, Cornell decidió llevar el auto de Jacson que estaba en la calle.
Cuando Cornell salió, ruidos de una nueva lucha provenían de la oficina donde Robins vigilaba a Jacson.
“Dígale a los camaradas que no lo maten", dijo el Viejo, "tiene que hablar".
Dejé a Trotsky con Natalia y entré en el estudio. Jacson estaba tratando desesperadamente de escapar de Robins. Su revólver estaba muy cerca de la mesa. En el suelo había un instrumento ensangrentado que me parecía un pico industrial pero con la parte posterior de un hacha. Me uní al combate con Jacson, golpeándole la mandíbula y la mejilla, rompiéndome la mano.
Cuando Jacson recuperó la conciencia, gimió “Tienen prisionera a mi madre... Sylvia Ageloff no tuvo nada que ver con esto... No, no es la GPU; no tiene nada que ver la GPU...”. Apoyándose en las palabras que debían disociarlo de la GPU, como si se acordara repentinamente que su rol le ordenaba insistir en este punto. Pero ya se había traicionado a sí mismo. Cuando Robins tiró al piso al asesino, Jacson creyó que era su último momento. Loco de terror, no pudo controlar las palabras que decía: “Ellos me lo hicieron hacer”. Dijo la verdad. La GPU se lo hizo hacer.
Cornell irrumpió en el estudio. "Las llaves no están en su auto". Trató de encontrar las llaves en los bolsillos de Jacson, pero sin éxito. Mientras él buscaba, salí corriendo para abrir las puertas del garaje. En pocos segundos Cornell partía con nuestro auto.
Esperábamos que Cornell regresara, Natalia y yo estábamos arrodillados al lado del Viejo y teniéndole las manos. Natalia le había limpiado la sangre de la cara y le había puesto un bloque de hielo en la cabeza, que ya se estaba hinchando.
“Te golpeó con un pico”, le dije al Viejo. "Él no disparó. Estoy seguro que solo es una herida superficial”.
"No", respondió, "lo siento aquí (indicando su corazón), esta vez lo han logrado".
Traté de tranquilizarlo "No, es solo una herida en la superficial; mejorarás”
Pero el Viejo sonrió levemente con la mirada. Él entendía...
"Cuiden a Natalia. Ella ha estado conmigo muchos, muchos años”. Me apretaba la mano y la contemplaba. Parecía embriagarse de su cara como si la abandonara para siempre, reviviendo todo el pasado en algunos segundos, en su última mirada”.
"Lo haremos", prometí. Mi voz parecía hacer surgir entre los tres la conciencia de que era realmente el final. El Viejo nos apretó las manos convulsivamente, teniendo repentinamente lágrimas en sus ojos. Natalia hundida en lágrimas, se inclinó sobre él, besando su mano.
Cuando el Dr. Dutren llegó, los reflejos del lado izquierdo del Viejo ya eran casi nulos. Unos momentos después la policía vino a buscar al asesino que estaba en el estudio.
Natalia no quería que se llevaran al Viejo al hospital; fue en un hospital de París donde su hijo, Leon Sedov, había sido asesinado hacía dos años. El mismo Trotsky, tirado en el piso, se sintió indeciso.
"Iremos contigo", le dije.
"Decidan ustedes", me dijo, como si se pusiera en manos ahora enteramente de aquellos que lo rodeaban, como si el momento de decidir por sí mismo hubiera definitivamente pasado.
Antes que lo hayamos instalado en una camilla el Viejo murmuró nuevamente: “Quiero que todo lo que poseo le quede a Natalia”. Luego, con una voz que se dirigía a los sentimientos más profundos de los que estaban arrodillados a su lado: “Cuiden de ella...”.
Natalia y yo hicimos el triste viaje con él al hospital. Su mano derecha buscó sobre las sábanas que lo cubrían, tocó el tarro de agua ubicado cerca de su cabeza, encontró a Natalia. Las calles ya se han llenado de gente, todos los trabajadores y los pobres hacen hileras al pasar de la ambulancia, cuya sirena sonaba detrás de un escuadrón de policías en motocicletas que abrían el camino del tráfico hacia el centro de la ciudad. Trotsky susurró, tirando de mí cerca de sus labios para que lo pudiera escuchar:
"Fue un asesino político. Jacson era un miembro de la GPU o un fascista. Lo más probable es de la GPU”. El Viejo reflexionaba sobre Jacson. En el poco tiempo que le quedaba me dijo la forma según la que pensaba que tenía que tomarse el análisis del atentado, sobre la base de los hechos que ya teníamos: “La GPU de Stalin es culpable, pero debemos dejar abierta la posibilidad de que haya sido ayudada por la Gestapo de Hitler”. No sabía que la marca de fábrica de Stalin, en forma de "confesión", estaba en el bolsillo del asesino.
Las últimas horas
En el hospital, los doctores más prominentes en México se reunieron en consulta. El Viejo, exhausto, herido de muerte, con los ojos casi cerrados, miró en mi dirección desde la estrecha cama de hospital y movió débilmente la mano derecha. "Joe, ¿tienes un cuaderno?" ¡Cuántas veces me había preguntado lo mismo! Pero en tono vigoroso, con la sutil insinuación que disfrutaba a costa nuestra acerca de la "eficiencia norteamericana". Ahora su voz era débil, las palabras apenas distinguibles. Hablaba con gran esfuerzo, luchando contra la oscuridad creciente. Me apoyé contra la cama. Sus ojos parecían haber perdido ese destello de inteligencia viva tan característica del Viejo. Sus ojos se habían fijado, como si ya no vieran más el mundo exterior, y sin embargo, yo sentía su enorme voluntad repeliendo las fuerzas oscuras, rechazando ceder al enemigo, teniendo que cumplir una última tarea, lentamente, de forma entrecortada, dictó, eligiendo las palabras de su último mensaje a la clase trabajadora, lamentablemente en inglés, un idioma que le era extraño. ¡En su lecho de muerte no dejó de olvidar que su secretario no sabía ruso!
"Estoy a punto de morir por el golpe de un asesino político... me golpeó en mi habitación. Luché con él... entramos... íbamos a hablar de estadísticas francesas... me golpeó... Les pido que le digan a nuestros amigos… estoy seguro... de la victoria... de Cuarta Internacional... ¡Adelante ".
Trató de hablar más; pero las palabras eran incomprensibles. Su voz languidecía, los ojos fatigados se cerraban. Nunca recuperó el conocimiento. Esto fue aproximadamente dos horas y media después del atentado.
(…) Descubrieron que el pico había penetrado 7 centímetros, destruyendo considerable tejido cerebral. (...)
Durante más de veintidós horas después de la operación, la esperanza de que podría sobrevivir se alternaba con el desaliento. (...) Pensamos en los días en que junto a Lenin habían dirigido la primera revolución victoriosa de la clase obrera. (…) Pensamos en que de alguna manera u otra este hombre que había sobrevivido a las cárceles del zar, a los exilios, a tres revoluciones, a los procesos de Moscú, sobreviviría al golpe inefablemente cobarde de Stalin.
Pero el Viejo tenía más de sesenta años. Había estado enfermo durante varios meses. A las 7:25 de la tarde, el 21 de agosto, ingresó en la crisis final. Los médicos trabajaron durante veinte minutos, utilizando los métodos científicos a su disposición, pero ni siquiera la adrenalina podía revivir el gran corazón y el gran cerebro que Stalin había destruido con un pico.
(…)
Recuerdo lo que dijo después de haber escapado al atentado del 24 de mayo: "En la guerra, los accidentes son inevitables, accidentes favorables y desfavorables, eso es parte de la guerra". Recuerdo las palabras de Natalia: "En la mañana del 20 de agosto, cuando nos levantamos, L.D. dijo: ’Otro bello día. Todavía estamos vivos’. Lo había repetido todas las mañanas desde el 24 de mayo".
Trotsky sabía que Stalin había decretado su muerte. Sabía que Stalin contaba con que su asesinato sería perdido en los eventos titánicos de la Segunda Guerra Mundial, donde Estados enteros habían sido barridos del mapa y la masacre de centenas de miles de hombres no significaba nada más que un breve título en los comunicados cotidianos de los campos de batalla. Trotsky sabía que contra los enormes recursos del poderoso Estado controlado por Stalin, solo se levantaban el coraje y los medios lamentablemente inapropiados de un pequeño grupo de revolucionarios. Trotsky sabía que todas las ventajas tácticas estaban con el enemigo: el momento elegido, la sorpresa, la capacidad de atacar una posición fija con una serie de métodos variados. Era casi seguro que con esfuerzos suficientes, una vez, tarde o temprano, el azar de la guerra nos sería desfavorable. Trotsky incluso predijo que el siguiente ataque ocurriría cuando Hitler iniciara su batalla contra Inglaterra.
La política de Trotsky nunca fue la política de la desesperación. Combatía con toda su energía; sin embargo, durante los meses en que construimos nuestra "fortaleza", supe varias veces que se sentía condenado.
"No veré la próxima revolución", me dijo, "eso es para su generación". Sentí en sus palabras un profundo pesar: qué placer ver la lucha de clases en su próxima etapa de desarrollo, qué gran alegría para participar en una revolución más: ¡qué vendrá para el género humano en el próximo período!
"No es como antes", dijo de nuevo. "Somos viejos, no tenemos la energía de la generación más joven. Uno se cansa... y envejece... Es para su generación, la próxima revolución no la veremos ".
Sin embargo, Trotsky continuaba a pesar de que sabía que todas las chances estaban contra su supervivencia. Luchaba contra el tiempo, forjando la Cuarta Internacional, armándola con las ideas del bolchevismo.
Cada día en este período de guerra mundial, de luchas fraccionales, tenía un valor incalculable para la nueva generación de cuadros revolucionarios. Trotsky lo sabía mejor que nadie. Quería devolvernos intacta toda la herencia del bolchevismo que había guardado, incluso hasta el menor detalle. Sabía lo que esta herencia había costado, lo que representaba en el período que se abría frente a nosotros. ¡El tiempo era corto!
Notas:
* Traducción de Les Cahiers du CERMTRI N.º 99, “L’assassinat de Trotsky. Documents”, CERMTRI, París, diciembre de 2000.
** Joseph Hansen (1910-1979): Ingresó al movimiento trotskista en1934, fue activista del sindicato de marineros y miembro del secretariado y de la guardia de Trotsky desde 1937 hasta 1940. Durante muchos años dirigió The Militant e International Socialist Review [el órgano semanal y la revista teórica, respectivamente, del SWP] y fue representante internacional del Socialist Workers Party. Fundó Intercontinental Press y lo dirigió hasta su muerte.
1. Ver León Trotsky, La Comintern y la GPU.
2. Sylvia Ageloff era amante de Mercader (a quien había conocido como Frank Jacson). "Ésta había sido bien elegida, pues tenía una hermana, Ruth Ageloff, por quien Trotsky tenía mucha simpatía. Ruth había estado en México en el momento de las sesiones de la comisión Dewey. Nos había ayudado mucho, traduciendo, escribiendo a máquina, buscando documentos. No había vivido en la casa pero durante varias semanas había venido casi diariamente a compartir nuestra vida y nuestro trabajo. Trotsky conservaba de ella un excelente recuerdo y una hermana de Ruth no podía sino ser bien recibida por él y por Natalia" (Jean van Heijenoort, Con Trotsky en el exilio: De Prinkipo a Coyoacán).
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