domingo, abril 07, 2019

De cuando George Orwell fue un poumista convencido

Entre los episodios de la guerra y la revolución española de George Orwell se cuenta el de la desaparición de su amigo Bob Smillie, hijo de uno de los líderes históricos del sindicalismo revolucionario inglés y militante del Independent Labour Party (ILP), y homenajeado en Valencia, donde lo asesinaron según todos los indicios. Su cadáver fue localizado por Mariano Hinojosa en el cementerio valenciano y su trayectoria ha sido restituida para los estudiosos. Con este punto de partida, la Orwell Society entregará el próximo 15 de mayo una placa que bien podría poner “tus camaradas del POUM no te olvidan”, y que se colocará en Benjamin Franklin Institute, recordando que en aquel lugar estaba el Sanatorio Maurín del POUM, donde convaleció George Owell.
Este detalle nos recuerda que por más que se le ha tratado de distorsionar en aras de la historia oficial de una República amenazada por la revolución (al igual que por los fascistas, ha llegado a escribir Paul Preston), Orwell sigue estando en calendas, sobre todo después del revival recreado en base al pretexto de su novela, 1984, y que, en su sentido más influyente, fue orientado a reforzar el discurso neoconservador, convirtiendo en la medida de lo posible el pensamiento izquierdista y socialista, y por lo mismo, antiestalinista de Orwell, en una batería más en el proyecto de derrotar el comunismo con la descomposición y caída del estalinismo. En este año se ha vuelto a hablar ampliamente de Orwell, ahora con un pretexto, digamos más normalizado: el de su centenario. Al igual que en 1984, el pretexto puede servir para recomponer la verdad y restablecer el espíritu libertario de Orwell. Para ello hay puertas como la que ha abierto editorial Tusquets con la edición del voluminoso Orwell en España (tr. Antonio Prometeo Moya), siguiendo la edición británica de Peter Davison. El libro comprende, aparte de una edición completa del ya célebre Homenaje a Cataluña (que conoció diversas ediciones en los últimos tiempos, en Virus y en Círculo de Lectores, entre otras), otros ensayos poco conocidos, como son las reseñas de libros sobre la guerra española (como el de Mary Low y Juan Brea, o La forja de un rebelde, de Arturo Barea), amén de su correspondencia española, que amplía por lo tanto la documentación facilitada en la edición de Destino, Mi guerra civil española (Barcelona, 1978, tr. de Rafael Vázquez Zamora y Josep C. Vergés).
Recordemos que, aunque ignoraba la trama política española, Orwell había estado atento a lo que ocurría en España desde 1931, y siguió con interés el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Cuando estalló la sublevación militar-fascista con el burdo pretexto de contrarrestar un inexistente complot comunista,[1] la conmoción internacional que causó le afectó muchísimo y desde los primeros días de la guerra se convenció tan firmemente de que su sitio estaba en las trincheras antifascistas que nada ni nadie lo pudo contener. El golpe militar-fascista se inició con el convencimiento de que sería un simple paseo militar. Su primera actuación fue contundente: utilizando una cínica maniobra logró cribar dentro del ejército a los militares antifascistas y planeó la conquista de los principales centros vitales del Estado a cualquier precio. Pero a pesar del desconcierto inicial (por la total falta de previsión de una izquierda que no supo sacar conclusiones de unos preparativos golpistas que eran un secreto a voces), los trabajadores, a veces sin más armas que su propio entusiasmo, lograron arrebatar a los sublevados las principales capitales del Estado y las zonas más industrializadas. La primera batalla de la guerra había sido ganada por las masas. Así lo entendió Orwell, que escribió:
En los primeros meses de la guerra, el verdadero enemigo de Franco no fue el gobierno, sino los sindicatos. Apenas se produjo el alzamiento, las organizaciones obreras de las ciudades replicaron primero con una huelga general, luego exigiendo y, tras un cierto forcejeo, apoderándose de las armas de los arsenales. De no haber obrado espontáneamente y de un modo más o menos independiente, es muy posible que Franco no hubiera encontrado resistencia. […] El gobierno había hecho muy poco o nada para impedir el alzamiento, que algunos habían previsto con bastante anticipación, y cuando empezó la lucha, su actitud fue débil y vacilante, hasta el punto de que España tuvo nada menos que tres primeros ministros en un solo día.[2] Además, la única decisión que podía salvar del peligro inmediato, armar a los obreros, solo se tomó muy en contra de su voluntad y para aplacar los violentos clamores populares. Sin embargo, se distribuyeron armas y, en las grandes ciudades del este de España, los franquistas fueron derrotados a costa de un grandioso esfuerzo, principalmente por parte de la clase obrera, ayudada por las fuerzas armadas (guardias de asalto, etc.) que habían permanecido fieles al gobierno. Este esfuerzo probablemente solo lo podían hacer quienes luchaban con unos propósitos revolucionarios, es decir, creyendo que luchaban por algo mejor que elstatu quo…[3]
La derrota inicial obligó a los sublevados a emplear mejor la ayuda que Mussolini –vía J. A. Primo de Rivera, su agente en España– venía prestando desde los inicios de la conjura, lo que permitió unir los focos africanos con los de la península. La internacionalización del conflicto se planteó pues desde los primeros días, pero la República solo recibió el apoyo de los voluntarios de todo el mundo, que se alistaron en las milicias o formaron las Brigadas Internacionales. Unirse a estas fue, según su propia confesión, el impulso inicial de Orwell, que siempre lamentó no haberse encontrado en el frente de Madrid, centro de la guerra civil. Para ir a España tuvo que empeñar objetos de valor y quedó en la peor situación económica que había conocido.
Se ha discutido mucho sobre las razones íntimas que impulsaron a Orwell a emprender, con tanto empeño, su aventura española. Se ha dicho que lo empujó la frustración por no haber sido uno de los etonianos voluntarios en la primera guerra mundial por lo que, según sus propias palabras, “se sintió menos hombre”. También se ha hablado de su mala conciencia birmana, pero ni una ni otra tienen base documental. Una opinión interesante e interesada es la de la escritora Teresa Pàmies cuando se pregunta: “¿Quiso sentir en España lo que siente un hombre con un fusil en la mano, en una guerra de verdad? Sería injusto decir que Orwell se fue a España, el año 1937, con fines literarios, para experimentar sensaciones inéditas (que le permitieran escribir un libro sobre la guerra revolucionaria). En realidad, España le ofreció a Orwell la posibilidad de vivir lo que Malraux calificó de ‘mon heure lyrique’”.[4]
Con una erudición muy superior, la conclusión de su biógrafo Bernard Crick es que, efectivamente, Orwell se había quedadoseco literariamente y buscaba en España una fuente de inspiración. El hecho más verosímil, a mi juicio, es que se trató de una combinación de factores, entre los que la voluntad de combatir por la libertad no fue el último, aunque el literario fuera el primero. Durante su estancia en España, Orwell no mostró ninguna voluntad por parecer y ser escritor; pudo haber muerto muchas veces antes de que, después de mayo de 1937, se le ocurriera escribir su homenaje a la Cataluña revolucionaria. Su camino en España también se hizo al andar, descubrió el socialismo y la dignidad humana entre sus compañeros que serían luego acusados de agents provocateurs.
Orwell abandonó Londres el 22 de diciembre y llegó a Barcelona el 26, dos semanas antes que el contingente del ILP. En la víspera de su viaje había mantenido una entrevista con Harry Pollit, a través de John Strachey, a la sazón secretario general del PC británico. Éste, contó Orwell, “después de haberme planteado varias cuestiones, decide evidentemente que yo era políticamente poco seguro y rechaza ayudarme; para quitarme la idea de partir trata de espantarme insistiendo sobre el terrorismo anarquista”. Pollit le aconseja que pase por la embajada española en París, ciudad donde Orwell tendrá un breve encuentro con Henry Miller. Camino de Barcelona, se siente conmovido por los campesinos franceses que saludan a los expedicionarios con los puños en alto. En su bagaje llevaba “los conceptos normales del ejército británico”, que se convertirán en los valores de un experto ante una tropa con tanto entusiasmo como ignorancia militar. Fue comprendiendo que “Ios buenos militantes eran los mejores soldados”, pero para ello era imprescindible una preparación previa y, escandalizado ante la falta de disciplina, se empeñó en enseñar a sus compañeros. En las trincheras descubre el socialismo en su significación más profunda, como acción revolucionaria de las masas. En un medio sucio, sin medicinas, sin apenas instrucción, conoció la igualdad en las trincheras, la democracia sin jerarquía, la fraternidad sin hipocresías, la fidelidad de clase, la generosidad ilimitada… Está enrolado en la 29ª División Rovira, perteneciente al POUM, pero ello es fruto de la casualidad. El equipaje de Orwell no incluía ninguna postura partidista y, tal como entendía las cosas, el Partido Comunista le pareció el más conveniente…
El escritor y militante revolucionario ruso-francés Victor Serge, cuenta en sus Memorias las dificultades casi insalvables que existieron en la segunda mitad de los años treinta –época de ascenso simultáneo del fascismo y del estalinismo, y que él definió como de “medianoche en el siglo”– para criticar la degeneración grosera de la Revolución rusa y la contrarrevolución burocrática.[5] Los obreros consideraban que estas críticas eran una manera de dividir aún más sus filas y hacerle así el juego al fascismo desprestigiando el único baluarte sólido contra este en un momento en que las democracias mostraban su debilidad. Por otro lado, les era muy difícil comprender que detrás de la utilización de los símbolos tradicionales del comunismo se escondía una política antirrevolucionaria derivada del interés de Stalin en subordinar el movimiento obrero a su juego diplomático, que pasaba por un entendimiento con las clases dominantes de las potencias imperialistas democráticas.[6]
Para muchos obreros, el Frente Popular era un aplazamiento táctico de la revolución. Pero no lo veían así muchos intelectuales que anteriormente se habían opuesto radicalmente a la Revolución rusa, y ahora se sentían identificados, aunque fuera parcialmente, con un estalinismo que perseguía la revolución. Este fue el caso de Beatriz y Sydney Webb, de Shaw y Wells. Algo parecido ocurrió con las mentiras del estalinismo; mientras los obreros se mantenían al margen del asunto –como hizo notar Orwell en sus escritos–, los intelectuales como Barbusse, Rolland, Aragon, Éluard, etc., no podían ignorar las barbaridades dichas, pero todos se prestaron, desde los más altos a los más bajos, a la campaña de desprestigio del POUM y de los trotskistas en España, apoyando desde la prensa de París, Londres o Nueva York, una reedición hispana de los fraudulentos juicios de Vichinsky-Stalin. Con el tiempo, la mayoría de estos intelectuales se desplazaron hacia posiciones anticomunistas vulgares mientras que Orwell, siempre a su manera, se mantuvo fiel a sus concepciones éticas y socialistas.
Durante este período, Orwell compartió también una luna de miel con los comunistas. Mantenía excelentes relaciones con muchos de ellos y aunque sintió repugnancia por los procesos de Moscú, pensó que los comunistas que se encontraban fuera de la URSS no tenían por qué estar implicados en el asunto. Carente de una coherencia doctrinaria, no tenía prejuicios frente a ellos, que le parecían además mucho más eficaces.
No es difícil comprender por qué en esta época inicial de la guerra yo prefería el punto de vista comunista al del POUM. Los comunistas seguían una política concreta y práctica, una política que era evidentemente mejor desde el punto de vista del sentido común, que solo presta atención a los meses inmediatos. Y, desde luego, la política improvisada del POUM, su propaganda y todo lo demás, era algo indeciblemente malo; así tenía que ser, ya que de lo contrario hubieran atraído a un número mucho mayor de seguidores y lo que acababa de remachar el clavo era que los comunistas –o así me lo parecía– estaban llevando adelante la guerra, mientras que nosotros y los anarquistas no adelantábamos ni un paso. Esta era la opinión general en esa época. Los comunistas habían aumentado su poder e incrementado de un modo enorme los efectivos de su partido apelando a las clases medias contra los revolucionarios, pero en parte también porque eran los únicos que parecían capaces de ganar la guerra. El armamento ruso y la magnífica defensa de Madrid, realizada por tropas que en su mayor parte dependían de los comunistas, los habían convertido en héroes de España. Como alguien dijo, cada avión ruso que volaba sobre nuestras cabezas era propaganda comunista. El purismo revolucionario del POUM me parecía lógico, pero también más fútil. En definitiva, lo único que importaba era ganar la guerra.[7]
No tenía más vínculo con el POUM que el establecido accidentalmente a través del ILP. En una de sus cartas escribe: “Casi por accidente me afilié a las milicias del POUM, en lugar de a la Brigada Internacional, lo que ha sido en parte una lástima, pues significa que nunca veré el frente de Madrid”. No entendía muy bien el interés de los poumistas en justificar su razón revolucionaria con citas de Lenin ad nauseam, y de hecho se sintió también más identificado con la manera de ser y actuar de los anarquistas, por los que experimentó una gran simpatía –limitada por su desconfianza en el utopismo de estos–, pero al fin sus compañeros de las trincheras lo fascinaron y cuando descubrió que eran tachados de quintacolumnistas y perseguidos, no se replegó, sino que por el contrario sintió avivada su identificación, y cuando el POUM fue ilegalizado, lamentó con dolor no haberse afiliado antes a este partido.
Su estado de virginidad política no podía durar mucho tiempo. En un principio, cuando sus compañeros de trinchera le presentaban a alguien de otra tendencia obrerista, no salía de su estupor: “¿Es que no somos todos socialistas?” Pero la cuestión era mucho más compleja y así acabó entendiéndolo:
Me parecía idiota que unos hombres que luchaban por sus vidas militaran en partidos separados; mi actitud era la actitud antifascista más ejemplar, cuidadosamente difundida por los periódicos ingleses, sobre todo con el objeto de que la gente comprendiese la verdadera naturaleza de la lucha. Pero en España, y especialmente en Cataluña, esta era una posición que nadie podía mantener indefinidamente. Gradualmente o por la fuerza todo el mundo acaba por tomar partido. Porque, incluso si a uno le eran completamente indiferentes los partidos políticos y sus respectivas líneas en pugna, era obvio que el destino personal de cada cual dependía también de estas cuestiones. Un miliciano era un soldado que luchaba contra Franco, pero también era un peón de una gigantesca batalla que se estaba librando entre dos teorías políticas[8].
Con el tiempo fue madurando y Orwell aplicó su inteligencia natural al estudio de los datos más importantes. Para ello no se dejó llevar por ninguna labor de adoctrinamiento y proselitismo, ni dejó que le pusieran unas anteojeras con las que solo podría ver la verdad de un aparato determinado… Le sirvió su experiencia concreta, su conocimiento nada desdeñable de todas las opciones que conoció sin prejuicios, y leyó todo lo que le cayó entre manos sobre la guerra y sobre las polémicas políticas que marchaban paralelas. Cuando en 1937 volvió a verle el dirigente socialista Fenner Brockway, que ya lo había tratado antes de su llegada a Barcelona y durante los primeros tiempos de la guerra, quedó sorprendido por su madurez.
Lo primero a destacar es sin duda su identificación natural y profunda con la revolución. Comprendió que se encontraba “en el corazón de la sección más revolucionaria de la clase obrera española”. En una carta a Connolly, escrita desde el hospital donde yacía herido en una mano –y donde por primera vez fue visitado por Eileen–, decía: “He visto cosas maravillosas y, finalmente, creo realmente en el socialismo, lo que no me había ocurrido nunca”. Lo segundo a destacar es quizá su amor por la gente que luchaba, su aprecio por los que había conocido en las trincheras. Se sentía conmovido por la “amistad que nos demostraban los campesinos”, que tradicionalmente temían la proximidad de unas tropas y que sin embargo a ellos les “ponían siempre muy buena cara… supongo que porque pensaban que, por muy molestos que fuéramos, gracias a nosotros no volvían los terratenientes de antes”.[9] En el primer párrafo de Homenaje a Cataluña simboliza en un miliciano italiano desconocido el sentimiento de fraternidad que le había cautivado:
Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de aspecto vigoroso, pelo rojizo, amarillento y hombros anchos. Llevaba una gorra de piel, de visera puntiaguda, provocadoramente ladeada sobre un ojo. Yo le veía de perfil, con la barbilla hundida sobre el pecho, contemplando con ceño fruncido y expresión de perplejidad el mapa que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Había algo en su cara que me emocionó profundamente. Era la cara de un hombre capaz de cometer un asesinato o de dar la vida por un amigo, la clase de cara que uno hubiera supuesto que correspondería a un anarquista, aunque existían las mismas probabilidades de que fuera comunista. En ella había a un tiempo algo de candor y ferocidad; y también la conmovedora reverencia que las personas incultas tienen por las que suponen superiores. Evidentemente, no entendía ni jota de aquel mapa y evidentemente consideraba que saber interpretar mapas era una prodigiosa hazaña intelectual. No sé muy bien por qué, pero en pocas ocasiones he conocido a alguien –me refiero a un hombre– por quien haya sentido una simpatía tan inmediata…[10]
Otro factor sobresaliente en su formación fue su insaciable voluntad de conocer los hechos, de comprenderlos. Dos poumistas que lo trataron en la 29ª División subrayaron este aspecto al escribir:
Se podía ver inmediatamente que sentía el mismo placer que un niño al observar. Su mirada fija de introvertido no constituía un obstáculo, ya que podía establecer pronto una calurosa relación. La mayoría de los milicianos eran jóvenes y alegres, como los describió él mismo, y ninguno de ellos pudo imaginar que aquel extranjero de piernas largas, que debía de andar a gatas en las trincheras mientras los demás andaban normalmente, era un intelectual, un escritor que notaba todos los detalles de su entorno, y notablemente los trazos psicológicos de los seres humanos con los que compartía su vida con toda camaradería.
Contrariamente a otros voluntarios extranjeros presentes en las milicias […] Orwell había venido a tomar parte en los combates, sin querer significarse, ya que no era un aventurero en busca de honores y condecoraciones. Durante todo el tiempo que pasó en el frente, no dejó nunca las trincheras, salvo una vez que fue herido y otra por un corto permiso, por lo que se entiende que nunca buscó entrar en contacto con la jerarquía militar, con los hombres políticos o con los periodistas, que se podían encontrar en las divisiones más o menos alejadas de las primeras líneas…[11].
La actuación de Orwell en las trincheras se puede calificar de modesta y valerosa al mismo tiempo. Curiosamente, temía más a las ratas que a las balas. Una noche en que el campamento estaba durmiendo, una rata le había estado fastidiando reiteradamente. Orwell, bastante nervioso, sacó su fusil y disparó contra el animal, ocasionando un gran revuelo. Los dos frentes se pusieron a disparar, la artillería rugió y algunos destacamentos salieron a patrullar. Sus otras preocupaciones no eran mucho más heroicas, se trataba del sueño, el frío o los cigarrillos, y no de un adversario entre los que adivinaba a muchos infelices obligados a luchar contra sus propios intereses. En una ocasión se negó a disparar sobre un fascista que tenía caídos los pantalones porque un hombre en dicha circunstancia no podía ser un fascista. Esta posición antiheroica es uno de los encantos imperecederos de Homenaje a Cataluña. Durante su estancia en el frente no escribió nada relevante. Había llegado a España como corresponsal del órgano del ILP, New Leader, y lo fue también de otros diarios y revistas. Escribió muy poco y lo que hizo lo firmó como E. A. Blair, su nombre auténtico, pero con el que era absolutamente desconocido.
En el orden de factores que dieron forma y cuerpo a sus posiciones políticas hay que contar, finalmente, el de su incorruptible sinceridad y amor a la verdad. Temía las trampas ideológicas, y creyó pura y simplemente en lo que, como santo Tomás, podía tocar directamente con las manos. Desarrolló individualmente una investigación que le llevó a comprender que se encontraba en una situación muy compleja, pero ante la cual no podía permanecer neutral y menos indiferente. Cuando llegaba a unas conclusiones, nunca pretendía haber llegado a una verdad definitiva y lo que creía lo intentaba contrastar con otras fuentes escritas españolas y extranjeras. Hasta mayo de 1937, las controversias sobre el curso político de la guerra habían tenido un lugar más bien secundario en sus preocupaciones, que se centraban en el campo de batalla, aunque no tardó en plantearse una serie de cuestiones que comenzaba a ver claras y que le enfrentaban con la línea gubernamental, cada vez más abiertamente proburguesa, y con su vanguardia que era, suprema ironía de la historia, el Partido Comunista. Este había realizado un giro de 180º desde que en la primera etapa de la República había defendido descabelladamente el derrocamiento de esta por reaccionaria y la instauración de unos soviets inexistentes.
La verdad le parecía, en el fondo, muy sencilla y era hija de una realidad que había podido comprobar desde la primera fila. Sabía que nadie le podía discutir honradamente el hecho incuestionable del carácter obrerista y prosocialista de las primeras batallas contra el levantamiento, cuyo verdadero trasfondo era la defensa de la propiedad terrateniente y capitalista. Pensaba que el franquismo (al que erróneamente definía como un intento de retroceso feudal, precapitalista, cuando en realidad se trataba, y así se demostraría en su desarrollo ulterior, de un bloque procapitalista; esta caracterización, utilizada básicamente por los comunistas, tenía como intención facilitar la idea estalinista de que en España –que estaba mucho más adelantada que la Rusia zarista– solo podía hacerse una revolución democrático-burguesa) había sido un movimiento contra una revolución que acabaron involuntariamente por desencadenar. Nadie había puesto en duda, durante los primeros tiempos de la guerra, que en la zona republicana había tenido lugar esta revolución que resultó incompleta; dicho de otra manera, un proceso revolucionario que había destruido todos los aparatos del sistema capitalista –ejército, policía, tribunales, Iglesia, parlamento, propiedad privada, etc.–, aunque no había abordado el centro y punto de recomposición: el Estado.
Orwell nunca puso en duda que la “auténtica lucha es la que se da entre la revolución y la contrarrevolución”. Y esta apreciación no la deducía de ningún esquema teórico, sino de la atmósfera que pudo observar: “Generales y soldados rasos, campesinos y milicianos se trataban aún de igual a igual; todo el mundo cobraba la misma paga, llevaba las mismas ropas, comía el mismo rancho y llamaba a todos de tú y camarada; no había amos ni criados, ni mendigos, ni prostitutas, ni abogados, ni curas, ni había que lamer las botas a nadie, ni hacer ningún saludo reglamentario…”.[12]
Había advertido el valor militar y revolucionario de las milicias, que se basaban en la lealtad de clase, mientras que la disciplina de un ejército de reclutas burgués se basa en último término en el miedo; y aunque, siguiendo los planteamientos del POUM, que eran deudores de los escritos de Trotsky sobre el ejército rojo ruso, no era contrario a una mayor militarización de aquellas, Orwell comprendió que lo que se pretendía con su disolución era acabar con la revolución y restaurar un ejército burgués. Se lamentaba de que no existiera ningún movimiento regular en la retaguardia franquista, algo que había sido una de las armas secretas de toda guerra revolucionaria y que, en España, era perfectamente posible, ya que las tropas franquistas estaban repletas de gente de extracción popular a la que la República no había conseguido entusiasmar con sus proyectos timoratos de reforma agraria. También se lamentaba de que los republicanos no intentaran que los marroquíes se volvieran contra Franco; pero para eso había que conceder la independencia a su país, algo que el gobierno amigo de París no quiso consentir, aunque sí aceptó la farsa de la no intervención. Orwell no esperó nunca que los burgueses ingleses o franceses ayudaran a la República, por más respetable que esta tratara de ser; sabía o intuía que, por el contrario, gente como su odiado Winston Churchill sentía más agrado por Franco, no en vano éste mismo había mostrado abiertas simpatías por Mussolini y Hitler, al menos en los primeros tiempos.
A pesar del distanciamiento inicial, Orwell fue identificándose cada vez más con las posiciones del POUM. Este partido ha sido caracterizado de muy diferentes maneras: trotskista, trotskobujarinista, socialista de izquierda, comunista disidente, etc. La primera definición fue utilizada por los estalinistas y luego extendida por comentaristas e historiadores poco amantes de la exactitud, y resulta cuando menos parcial, ya que Trotsky criticó muy duramente su actuación[13]; la segunda, más correcta, es la del periodista soviético Mijaíl Koltsov, que sabía de qué se trataba[14] y se ajusta bastante a una caracterización de las dos fuerzas cuya unificación dio lugar a dicho partido: la Izquierda Comunista de Nin y Andrade, que estuvo vinculada hasta poco antes de la formación del POUM a la Oposición Internacional trotskista, y el Bloc Obrer i Camperol de Maurín, Portela y Gorkín, identificado con las críticas bujarinistas al ultraizquierdismo estalinista de 1929-1935, y que había radicalizado ostensiblemente sus posiciones ante el auge fascista. Pero esta caracterización es cierta solo si la limitamos a los orígenes. Posteriormente, el POUM se diferenció incluso de sus partners del Buró de Londres, provenientes de la socialdemocracia en general como el ILP, el grupo de Marceau Pivert, y el Parti Ouvrier et Paysan; por su parte el POUM era la conjunción de dos tendencias comunistas disidentes y en él los componentes trotskistas y los componentes maurinistas nunca llegaron a compenetrarse totalmente. A pesar de sus limitaciones de implantación y de sus posibles errores tácticos, el POUM fue el único partido consecuente y honrado con su historia y su programa en el campo republicano, y fue esto lo que convenció a Orwell.
En el frente, el debate político se encontraba en segundo plano y difícilmente las divergencias políticas podían delimitarse. Una primera herida –la segunda lesionó su garganta y significó el final de su estancia en España– le llevó al sanatorio Maurín de Lérida; desde allí se trasladó a Barcelona donde presenció y vivió los acontecimientos de mayo de 1937. Y también allí descubrió “no solamente la distorsión de la verdad, sino la mera invención de la historia. Un aspecto de 1984 estaba ya ocurriendo” (Crick). Igual que otras veces, lo que le llevó a tomar partido en un sentido revolucionario no fue una concepción política estricta, sino los hechos mismos que de por sí tenían ya una gran fuerza.
Tal como hemos dicho, Orwell se sintió fascinado por la situación revolucionaria que encontró en Barcelona. Pero esta vez la impresión fue exactamente la contraria. Ya le había llamado la atención el aburguesamiento de Tarragona, pero lo que vio en Barcelona fue para él mucho más revelador:
El cambio que se había operado en el aspecto de la gente era asombroso. El uniforme de la milicia y los monos azules casi habían desaparecido por completo; todo el mundo parecía llevar los elegantes trajes veraniegos que son la especialidad de los sastres españoles. Por todas partes se veían hombres prósperos y obesos, mujeres elegantes y coches de lujo. (Parece ser que aún quedaban coches particulares; sin embargo, todo el mundo que era alguien parecía poder disponer de un coche.) Los oficiales del nuevo Ejército Popular, un tipo casi inexistente cuando yo me fui de Barcelona, ahora abundaban de un modo sorprendente. En el Ejército Popular había al menos un oficial por cada diez hombres. Parte de estos oficiales habían servido en la milicia y habían sido retirados del frente para recibir instrucción técnica, pero la mayoría eran jóvenes que habían preferido ir a la Academia Militar en vez de incorporarse a la milicia. Su relación con los soldados no era la misma que en un ejército burgués, pero había una diferencia social clarísima, manifestada en las desigualdades en la paga y en el uniforme […]. Mientras andaba por la calle, observé que la gente volvía la cabeza para mirar nuestro desastrado aspecto. […] En la ciudad se había producido un profundo cambio. Pasaban dos cosas; la primera era que la gente, la población civil, había perdido buena parte de su interés por la guerra; la segunda, que la habitual división de la sociedad en ricos y pobres, en clases altas y bajas, estaba volviendo a aparecer.[15]
Este ambiente reflejaba la poderosa contraofensiva conservadora, contraria a las conquistas de la revolución. Se esperaba una prueba de fuerzas entre los sectores progubernamentales encabezados por el PSUC, al que secundaban los nacionalistas catalanes, y el frente prorrevolucionario representado por las bases de la CNT-FAI y el POUM, con un programa alternativo: gobierno obrero, profundización de las medidas revolucionarias… Además de esta contradicción social inmediata, surgió otra a la que Orwell aludía como una gran batalla entre destilerías políticas, la trotskista y la estalinista. Los hombres de Stalin en España no podían olvidar que el POUM había sido la única formación política española que había tomado partido contra los procesos de Moscú y seguía defendiendo el honor de Trotsky y de toda la vieja guardia bolchevique. Sus diferencias con el trotskismo eran en cierta medida secundarias, puesto que seguían reivindicando a Trotsky –al que el POUM intentó instalar en el Vendrell (Tarragona) en vísperas de la guerra–, estaban por la revolución permanente, puesto que definían como socialista la revolución que había que hacer en España y, además, consideraban que en la URSS había una degeneración burocrática. Las consignas de Moscú estaban claras y fueron expresadas, otra ironía de la historia, por Antonov Ovseenko; había que liquidar a “los trotskistas y a los irresponsables” (los anarquistas) como se había hecho en Moscú. Desde hacía cierto tiempo, el PSUC –al que Togliatti tomó como ejemplo de celo antitrotskista frente a los demás comunistas españoles, a su parecer más moderados–, llevaba a cabo una impresionante campaña de prensa pidiendo la supresión del POUM, al que tachaba de trotskista, o sea de fascista. Para Orwell esto era simplemente demencial:
¿Y qué es un trotskista? Esta terrible palabra –en España se le puede encarcelar a uno en estos momentos y tenerle allí indefinidamente, sin proceso, solo si se oye decir que se es trotskista– está solo empezando a agitarse en Inglaterra. Pero ya la oiremos con el paso del tiempo. La palabra trotskista (o trotskofascista) se suele emplear refiriéndose a un fascista disfrazado que quiere aparecer como ultrarrevolucionario para dividir las fuerzas izquierdistas. Pero su poder tan especial se debe al hecho de significar tres cosas distintas. Puede referirse a uno que, como Trotsky, deseaba la revolución mundial; o al miembro de una organización encabezada por el propio Trotsky (el único uso legítimo de la palabra); o por último, al fascista disfrazado que ya he mencionado. Esos tres significados pueden englobarse en uno solo si se quiere. El primer significado puede llevar implícito el segundo. y el segundo significado casi invariablemente lleva implícito el tercero. Así: “Fulano ha hablado favorablemente de la revolución mundial; por lo tanto, es un trotskista; por lo tanto, es un fascista”. En España, y en cierta medida también en Inglaterra, cualquiera que profese el socialismo revolucionario (es decir, cualquier partidario de las ideas que profesaba el Partido Comunista hace solo unos pocos años) cae bajo las sospechas de ser un trotskista pagado por Franco o Hitler”.[16]
El enfrentamiento comenzó con el intento por parte de las fuerzas gubernamentales y del PSUC de tomar la central telefónica de Barcelona, en manos de la mayoría anarcosindicalista. El rechazo de los trabajadores se extendió a toda la capital, que se llenó de barricadas. Orwell se vio metido en medio del embrollo. Cuando los combates se intensificaron, no pudo subir por las Ramblas –centro de la contienda– para ir hasta el hotel Continental, donde se albergaba Eileen, que había ido otra vez preocupada por sus heridas. El hotel se encontraba en las proximidades de la Central Telefónica. Entonces se dirigió al otro extremo de las Ramblas, al hotel Falcón, donde se encontraba la sede poumista, en la que reinaba la mayor confusión; no se sabía muy bien lo que había ocurrido pero los militantes ocuparon su lugar en las barricadas junto a los cenetistas.
El 4 de mayo Orwell, armado de un fusil y con tabaco suficiente, consiguió llegar hasta el hotel Continental donde encontró a Eileen y a George Kopp, un rico soldado de fortuna belga que se había convertido en una auténtica bête noire para los estalinistas. Kopp trató de evitar un baño de sangre e intentó hacerse una idea clara de la situación. Consiguió una tregua y a Orwell le tocó vigilar desde los techos del cine Poliorama. Allí permaneció durante tres días y tres noches sin demasiados problemas. En varias ocasiones oyó ráfagas de ametralladoras, diversos tiroteos, etcétera, pero él solo tiró una vez. Latranquilidad se impuso con la medida gubernamental de enviar refuerzos a Barcelona y los anarcosindicalistas se replegaron a los ruegos de sus mandos ministeriales.
En esta lucha todo resultaba menos claro que en la de 1936. Orwell, no obstante, era consciente de que se trataba de salvaguardar las conquistas obreras y de contrarrestar la ofensiva republicano-estalinista, pero, como los dirigentes del POUM, no confiaba en que pudiera darse un golpe de timón que modificara la correlación de fuerzas existente. Sobre todo cuando los que tenían capacidad para ello, los anarcosindicalistas, habían optado por un compromiso cuyos resultados se iban a poner pronto de manifiesto: en poco tiempo fue raptado y asesinado Andrés Nin, el POUM fue perseguido y puesto fuera de la ley, y el gobierno de Largo Caballero, que se negó a respaldar la persecución de organizaciones obreras, cayó bajo la presión conjunta de los comunistas, que hacían el trabajo sucio, y los socialistas de derecha, que hablaban de restablecer la propiedad privada y apoyaban la represión de la izquierda. Se instauró un gobierno que persiguió a sus revolucionarios y que contó con el beneplácito de Herriot, Churchill y otros amigos de la causa republicana desde la no intervención.
Orwell pudo descubrir entonces que la prensa de izquierdas podía mentir casi tanto como la de derechas, y que desde los comunistas hasta los liberales coincidían en atribuir los acontecimientos de mayo de 1937 a una provocación fascista con la complicidad directa del POUM, que se convirtió en el partido de la quinta columna. El mismo Orwell fue acusado de trotskista y tuvo que pasar a la clandestinidad y finalmente pudo ocultarse y llegar a Inglaterra. Allí inició una cruzada personal para rebatir las brutales tergiversaciones que encontraba en la prensa y en la literatura. Fruto de este esfuerzo es su obra Homage to Catalonia (que no se refiere a la nación propiamente, sino a su clase trabajadora consciente) y un volumen de escritos editados en castellano con el título de Mi guerra civil española, reflejo fehaciente de que Orwell siempre pensó como un revolucionario cuando escribió sobre España.
En julio de 1937 comenzó a redactar Homenaje a Cataluña, en donde explica sus vivencias con un afán eminentemente vindicativo frente a las deformaciones que se han divulgado entre la izquierda. Esta obra se coloca entre las mejores novelas escritas sobre la guerra civil española. Se publicó el 25 de abril de 1938, pero fue un rotundo fracaso comercial. Volvió a ser reeditada junto a sus obras completas aparecidas en 1951, y al año siguiente se publicó en Estados Unidos con el famoso prólogo de Lionel Trilling, que reproduce la edición española de 1970. Existe otra traducción castellana publicada por la editorial anarquista argentina Proyección.
Las críticas a su primera edición fueron anodinas, y desde la izquierda comunista se insistió en la descalificación de los revolucionarios. Un hecho interesante ocurrió en The Listener, donde un crítico anónimo destacaba su “descripción magistral de la guerra”, pero añadía que era políticamente “confusa e incierta” y le acusaba de hacer una apología de la táctica trotskista, “lo que equivalía a la traición”. La respuesta de Orwell fue publicada con una excusa del director, algo completamente excepcional, ya que, por lo general, las replicas de Orwell a las acusaciones contra sus compañeros encontraron el vacío en las publicaciones de izquierdas. El libro es, como dirá Luis Romero en su introducción, “parcial en dos sentidos”, porque ocurre en un lapso de tiempo relativamente corto y en un limitado espacio geográfico. El mismo Orwell tuvo la inusitada honestidad de subrayar esta parcialidad cuando escribió:
He tratado de escribir objetivamente sobre los sucesos de Barcelona, aunque, como es obvio, nadie puede ser completamente objetivo en una cuestión de esta clase. Uno se ve virtualmente obligado a tomar partido, y quisiera que quedase bien claro de qué lado estoy. Además, inevitablemente habré cometido errores factuales, no solo aquí, sino incluso en otras partes. Es muy difícil no incurrir en errores escribiendo sobre la guerra civil española debido a la falta de documentación que no sea de carácter propagandístico. Prevengo a todos contra mi parcialidad y prevengo a todos contra mis errores. Sin embargo, he hecho todo lo posible por ser veraz. Pero, como se comprobará, mi versión es completamente distinta a la que apareció en la prensa extranjera, sobre todo en la comunista[17].
El tiempo ha ido colocando las cosas en su sitio y, mientras hasta los propios comunistas se ven obligados a distanciarse de lo que escribieron en aquella época, la obra de Orwell se toma como fuente fidedigna por parte de ensayistas e historiadores. Sin duda, se ha convertido en uno de los testimonios literarios más citados de los existentes sobre la guerra y fue una obra de avanzada, puesto que reivindicó una revolución que, según el término de Burnett Bulloten, fue “camuflada” durante más de un par de décadas por especialistas e historiadores, y terminó siendo reconocida incluso por los autores más abiertamente pro gubernamentales. Se trata de una obra testimonial, movida por un excepcional interés por la verdad que estaba siendo deformada siguiendo los procedimientos que el estalinismo había logrado imponer en la URSS, y lo es “de un escritor y no de un político que escribe para acomodar, o para tratar de acomodar, los acontecimientos a su posición ideológica en el momento que aparecerá el libro. Muchas de las obras escritas sobre la guerra civil española, y aun entre las publicadas en los últimos años, adolecen de esa intencionalidad partidista –que cuando llega a la tergiversación me parece un defecto gravísimo– en mucha mayor medida que Homenaje a Cataluña, que fue editado cuando la guerra seguía su curso” (Luis Romero). Este período final de la contienda acabó con todas las esperanzas de Orwell y le confirmó en sus ideas básicas. Profundamente conmovido por la derrota, sufrió angustias y una profunda melancolía.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Notas

[1] Sobre esta y otras falacias promovidas por los franquistas, luego reproducidas por los Pinochet del Mont Pelerin (y remozadas por el neconservadurismo), resulta todavía muy útil la lectura del libro de Herbert Soustworth, El mito de la Cruzada de Franco (París, Ruedo Ibérico); no es necesario recordar que las críticas de Orwell a la izquierda fueron por no haber luchado consecuentemente contra los sublevados.
[2] Casares Quiroga, Martínez Barrio y Giral. Los dos primeros se negaron a dar armas a los sindicatos. (Nota de Orwell.) Casares Quiroga desoyó las advertencias de Prieto tachándolo de menopáusico, y cuando estalló el alzamiento su comentario fue que se iba a dormir. Esta traición de la derecha republicana a la respuesta obrera contra el alzamiento será un factor normalmente ocultado por los historiadores que tratan de ofrecer una imagen incuestionable de las instituciones republicanas.
[3] Cf. Homenaje a Cataluña, Barcelona, Ariel, 1983, p. 84.
[4] Teresa Pàmies, que sería una de las plumas más audaces del revisionismo eurocomunista en los años setenta, atribuye a los críticos de Orwell la opinión de que Homenaje a Cataluña es “su peor pieza literaria”. En su obra Cuando éramos capitanes(Barcelona, Dopesa, 1974), Teresa dice que Orwell “no creía en la revolución de los parias; era un señorito británico o un británico señorito que consiguió algunas páginas de emoción auténtica, pero de revolucionario, Orwell, ¡ni hablar!” (Hemos de suponer que revolucionarios fueron los comunistas.) Más tarde, después de la crítica de un lector, no le “duelen prendas en reconocer que si bien no lo era, se comportó como tal” (cf. Romanticismo militante, Barcelona, Galba, 1976, pp. 92-93). Mucho más justo sería Luis Romero en su introducción a Homenaje…, donde escribe que Orwell “vino a España a luchar por la causa de la República y, más concretamente, en favor de la revolución proletaria. Entre su idealismo y la realidad se interfirieron no pocas contradicciones […] era un intelectual inglés, no un fils de papa, ni un literato de salón”.
[5] Cf. Victor Serge. Memorias de un revolucionario, Veintisiete Letras, Madrid. Algo por el estilo pudo comprobar Orwell, que comentó lo siguiente en su diario de El camino de Wigan Pier: “Me sorprendió la mucha simpatía que les tienen aquí a los comunistas. Grandes aplausos cuando anunció Hannington que si Inglaterra y la URSS luchasen la una contra la otra, ganaría la URSS” (A mi manera, p. 64).
[6] Otro factor es el generacional y así lo hace notar Trotsky en una entrevista con C. R. L. James: “La traición de la Tercera Internacional se ha desarrollado tan rápidamente y de una forma tan inesperada que resulta que la misma generación a la que en otra ocasión anunciamos su formación es la que está aquí todavía para oírnos denunciarla. Y esos hombres se acuerdan de que ellos ya habían oído esto anteriormente (en relación a la Segunda). León Trotsky: Le mouvement communiste en France, París, Minuit. 1967, p. 633.
[7] Cf. Homenaje a Cataluña, p.92.
[8] Cf. Homenaje a Cataluña, p. 83.
[9] Cf. Mi guerra civil española. Barcelona, Destino. 1978, p. 94.
[10] Cf.Homenaje a Cataluña, p. 40.
[11] Cf. J. Coll y Josep Pané, Josep Rovira: una vida al servei de Catalunya, Barcelona, Ariel,
[12] Cf. Homenaje a Cataluña, p. 142.
[13] Cf. León Trotsky, La revolución española, 2 tomos, edición de Pierre Broué. Barcelona, Fontanella. 1977.
[14] Cf. Diario de la guerra de España, Madrid, Akal, 1977. Koltsov, como los demás agentes rusos en España, fue eliminado por Stalin.
[15] Cf. Homenaje a Cataluña, p.147.
[16] Cf. Mi guerra civil española, Barcelona, Destino, 1978, p. 29. Un retrato parecido encontramos en Homenaje… Un poco más adelante (p. 16) dice de él: “Es difícil pensar en aquel hombre concreto sin varias clases de amargura. Como se hallaba en los cuarteles Lenin, es probable que fuese trotskista o anarquista Y en las condiciones tan peculiares de nuestro tiempo, cuando a gente así no la mata la Gestapo, suele matarla la GPU.” Esto último fue exactamente lo que le ocurrió al grupo dirigente de la IV Internacional entre 1935 y 1945.
[17] / Cf. Homenaje…, p. 195. Sobre las inexactitudes del libro, escribe Luis Romero: “Sí las hay; y son más evidentes para quienes vivimos la época […]. Por ejemplo, confunde en varias ocasiones la Guardia Civil con la de Asalto; él mismo debió de advertirlo o alguien se lo hizo notar, como se deduce de una nota aparecida en sus papeles póstumos”. Romero prosigue diciendo que “nadie se llame a engaño […] reconozcamos que se trata de un extranjero, inglés por más señas, que cae en la Barcelona de 1937. No es extraño que, a pesar de su honestidad intelectual y de la rectitud de sus intenciones informativas, aplique algunas medidas británicas a la circunstancia revolucionaria española”. Idem, pp. 11-12.

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