domingo, abril 07, 2019

Diego y Frida en el México del pueblo…



Nos vemos para hablar de Frida (y de Diego Rivera aunque sea en menor grado) en un acto sobre ella como parte de un ciclo de actividades culturales que tratan de ser lo más abierta y participativa posible. Para ello, no estará de más en señalar el contexto: a pesar de la revolución –interrumpida- en 1919, medio México todavía pertenecía a 3.000 familias. De hecho, durante las postrimerías del “Porfiriato”, el 95% de la población rural no poseía ni un palmo de tierra. Entre los trabajadores, el salario no había variado apenas en un siglo y cualquier reclamación por parte de los trabajadores era severamente castigada con una crueldad inherente al reino de los poderosos temerosos de ser contradecidos. La revuelta irrumpió en la historia cuando pobres, peones e indígenas, se unieron para reclamar la reforma agraria de las grandes haciendas. Durante casi una década, con Pancho Villa en el norte y Emiliano Zapata en el sur, la lucha armada no cesó y el pueblo avanzó, algo que no se olvida. Pasaron por el gobierno, el liberal y reformador Francisco Madero, pero luego llegaron Victoriano Huerta y Venustiano Carnaza, de manera que el despotismo y la represión siguieron y el reparto de tierras nunca a ser una realidad por más que la situación y la memoria permanecieron viva.
Fue en este contexto donde artistas e intelectuales como el singular José Clemente Orozco, el un tanto enloquecido David Alfaro Sequeiros, José Vasconcelos y José Guadalupe Posadas estuvieron en la primera línea, viviendo cada momento de los acontecimientos que cambiaron la historia de México. Mientras, en Europa, Diego Rivera continuaba su formación artística, perfeccionando su técnica hasta convertirse en uno de los primeros maestros del cubismo, y cuando regresó a México a principios de los años veintes, parte de estos mismos artistas crearon el Partido Comunista mexicano. Rivera no estuvo presente, no participó en los hechos, y esa ausencia marcaría profundamente su actividad artística, proyectándose en el carácter místico de sus murales, en una capacidad de trabajo que asombró a propio y a extraños. Cuando Rivera regresó a México, Zapata había sido asesinado y Álvaro Obregón había sido elegido presidente. Luego pasó parte de los años veinte en la URSS donde hizo amistades como la de Andreu Nin, desarrollando conexiones y conocimientos al más alto nivel, de ahí que llegara a ser el más reconocida de la escuela de los muralistas que trataban de realizar el arte de la revolución, no tanto de la que fue sino de la que debía de haber sido de haber entrado una expresión como lo fue el partido bolchevique en Rusia.
Aunque los enfrentamientos entre el ejército y los rebeldes seguirían hasta 1934, muchos historiadores consideran el año de la elección de Obregón como el final de la revolución. José Vasconcelos, nombrado secretario de Educación Pública, puso en marcha un enorme proyecto de difusión cultural en el país, con programas de instrucción popular, edición de libros y promoción del arte y la cultura. Se entró en una fase de febrilidad total del muralismo con Rivera al frente, quien trató de crear una iconografía del pasado reciente de México, un imaginario que englobara la compleja identidad mexicana y en el que pudieran verse reflejados los sectores más maltratados de la sociedad, de manera que tuviera lugar un encuentro entre las masas laboriosas y las ciencias, la política en primer lugar. Se trataba de aprovechar las grandes paredes de los lugares de uso público e institucional O i para crear un arte para el pueblo que quedó como uno de los mayores referentes del arte universal abierto a la gente de la calle.
Se puede decir que Rivera no realizaba un arte de propaganda o de denuncia. De hecho, su proyecto era mucho más complejo: su voluntad era articular una idea total de la historia de México, a veces en un solo golpe de vista. México de hoy y mañana, en el Palacio Nacional, El hombre en el cruce de caminos, en el Museo Nacional de Bellas Artes, son dos ejemplos de esa ambiciosa epopeya. En trabajos murales como estos en los que –se puede decir- dejó la piel, Rivera pintó unos al lado de otros a héroes y villanos, personajes públicos, masas anónimas, etc. Situaciones imposibles con una gran carga simbólica que, como páginas de un libro de historia, almacenaban la memoria del pueblo. Rivera se convirtió así en uno de los principales creadores de la identidad revolucionaria. Encontró en el comunismo una ideología a la cual consagrar su arte, aunque sus relaciones con el partido fueron bastante complejas, sobre todo desde el momento en que su vehemencia le llevaron hacia la orillas de la oposición de izquierda que se oponía al creciente poder de la burocracia liderada por Stalin.
Por este tiempo, el marxismo fue para él lo que la Iglesia Católica para los grandes maestros del fresco renacentista: Giotto o Miguel Ángel dotaron de identidad visual una explicación del mundo fundada en la idea del Dios Creador. Rivera, por su parte, estableció su particular panteón de héroes revolucionarios, que, como los santos para los católicos, debían ser un modelo de conducta para todos los mexicanos. México había cambiado, había vuelto a nacer. Y de los muralistas era la tarea de dar un rostro a este nuevo México. Con él quiso también identificarle el nuevo gobierno post-revolucionario, que empezó un largo régimen de institucionalización de la revolución y se consagró en el poder hasta finales del siglo XX. Rivera creía que el arte debía contribuir al proceso de habilitar a las clases trabajadoras para entender sus propias historias. Lo que queda en el tiempo es que, cuando pensamos en la revolución mexicana, pensemos también en colores y lugares repletos de personajes que construyen todos juntos su propio destino.
Y su historia se nos hace más cercana aunque sea a través de las fotografías y de las diversas exposiciones en las que su nombre aparece ligado al de Frida Kahlo, cuyo valor reconoció antes que nadie y al de León Trotsky al que, después de facilitarle asilo con la complicidad de Lázaro Cárdenas, acabaría traicionando por más que su fuero interno mantuvo viva su admiración. Una historia sobre la que se ha publicado una montaña de libros entre ellos Diego y Frida del Nobel JEAN MARIE GUSTAVE LE CLEZIO. Una historia que además, nos conecta con la de la conquista de México, una historia estos días cuestionada y que tanto ha molestado a los herederos de los conquistadores que han buscando pretextos para lavarse las manos por todas partes.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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