Los miles de jóvenes piqueteros que irrumpieron en el Ministerio de Educación de la Nación, hartos tras un año de desastrosa virtualidad educativa, pusieron sobre la mesa mucho más que una serie de justos reclamos para defender su derecho a estudiar. Es que la segunda ola de la pandemia, más grave que la primera, entronca con una también agravada crisis social de enorme magnitud. El gobierno de Alberto Fernández, reacio tanto a las demandas de la comunidad educativa como del personal del saturado sistema sanitario, pone al país en terapia intensiva.
La movilización al Palacio Pizzurno, que protagonizaron miles de jóvenes que acudieron desde las barriadas de la Capital y el Gran Buenos Aires, fue la cuarta con reclamos que hacen a cuestiones esenciales para la continuidad de sus estudios, como que se les garantice wifi, computadoras, becas (compatibles con los programas sociales), e incluso condiciones seguras de cursada presencial en las escuelas. La política del ministerio que conduce Nicolás Trotta, de dar la espalda a reivindicaciones tan básicas, retrata por sí mismo el ajuste educativo. La ocupación de la sede, que obligó a que una delegación sea recibida por funcionarios, muestra la fuerza de un movimiento que está en un ascenso organizativo, al calor de las impresionantes acciones piqueteras desde Ushuaia hasta la Quiaca.
El hecho de que esta lucha, en el inicio de un nuevo ciclo lectivo, coincida con la llegada tan anunciada de la segunda ola de contagios de coronavirus, simplemente clarifica la cuestión. Los fundamentos de la política oficial no responden a consideraciones sanitarias ni menos educativas, sino a las presiones patronales por mantener una normalización de las actividades económicas. Es por este mismo abordaje que fracasó la virtualización del año pasado, la cual se llevó adelante a costa de la expulsión de miles y miles de estudiantes y la superexplotación de la docencia.
Una confirmación de lo que decimos es la conferencia que brindó la ministra de Salud, Carla Vizzotti, negando que los contagios se produzcan en las fábricas o en las aulas. Ello cuando se viralizaban imágenes del hacinamiento en el transporte público, atestado de gente que acude a sus lugares de trabajo o estudio. La ausencia de todo control, mientras se responsabiliza a la gente afirmando que el problema son las «reuniones sociales», se verificó en la resistencia a cualquier restricción que complicara la explotación turística y económica de los feriados de semana santa, aún cuando en la previa se registraron más de 16.000 casos diarios -alcanzando el pico de octubre- y escala la ocupación de las camas de terapia intensiva a niveles como el 85% de Salta o el 70% de Río Negro o Santa Fe, y llega al 100% en algunas clínicas privadas.
Pero esta preocupación por los bolsillos de las patronales, a costa de poner en riesgo la salud de la población, no tiene un correlato cuando se trata del bolsillo de los trabajadores. La negativa a aplicar restricciones en la circulación o medidas de aislamiento se combina con la determinación de mantener vetada la reposición del IFE, la confiscación de la movilidad jubilatoria y los topes paritarios por debajo de la inflación, cuando finalizó el primer trimestre con subas de precios que entierran los pronósticos oficiales del 29% y se vienen nuevos naftazos, tarifazos, boletazos en el transporte, aumentos de los alquileres, entre otros golpes a los menguados ingresos populares.
No sorprenden a nadie, por eso, los exorbitantes índices de pobreza reconocidos por el Indec, que la estimó en un 42% de la población, lo que implica nada menos que unas 19 millones de personas. Según el organismo oficial de estadísticas, casi cinco millones de personas no logran cubrir una canasta alimentaria básica calculada en menos de 25.000 pesos, considerada la línea indigencia -la cual es superior al salario y la jubilación mínimas fijadas por el propio Estado. Las más afectadas son las mujeres trabajadoras, que además de soportar mayores índices de precarización laboral y desocupación (que alcanza a una de cada cuatro jóvenes de entre 14 y 29 años), vieron ampliarse su dedicación al trabajo doméstico no remunerado desde el inicio de la pandemia.
Estos niveles de pauperización no se explican, es evidente, por las consecuencias sociales del coronavirus ni por el rotundo fracaso de la experiencia macrista. Es responsabilidad de todo un régimen que impera en Argentina desde hace décadas, y se patentiza en que de la dictadura hasta hoy la pobreza nunca descendió por debajo del 26%. Las reiteradas promesas de que el ajuste del gasto público y la reducción del costo laboral redundarían a su turno en un crecimiento económico que disminuiría la miseria social se reveló una y otra vez como un engaño, y nos han conducido a los guarismos actuales, apuntalando el saqueo nacional producto de la postración del país a los capitales imperialistas y el pago de la deuda externa.
Un buen ejemplo de esto lo tuvimos en las audiencias públicas para oficializar los aumentos en las boletas de luz y gas, que dieron la señal de largada a un régimen de transición que consiste en tarifazos permanentes por dos años (que se gatillarán de forma semestral). Las tensiones al interior de la coalición oficial apenas puede ocultar la coincidencia de fondo: no se tocan los beneficios a las petroleras y los pulpos de la energía (que a menudo concentran toda la cadena de generación, transporte y distribución eléctrica), solo se debate qué parte se puede trasladar a las facturas sin desatar un descontento generalizado, y cuánto debe ser cubierto con subsidios estatales… cuyos fondos salen del gravamen a los propios consumidores. Nada de eso, sin embargo, resuelve la huelga de inversiones y el vaciamiento energético del país, porque ello depende de las decisiones de empresas que operan a libro cerrado pero obtienen precios regulados por el Estado y transferencias millonarias.
Es una muestra de cómo el negocio capitalista es un obstáculo a la recomposición de los ingresos de los trabajadores e incluso a desarrollo nacional alguno. Otro ejemplo, muy esclarecedor, es el de las vacunas AstraZeneca que produce el laboratorio de Hugo Sigman en el norte del Gran Buenos Aires, que viene de enviar a México 20 millones de dosis para ser envasadas allí y destinadas a cumplir contratos confidenciales y leoninos. Eso sucede mientras apenas el 0,2% de la población argentina recibió la aplicación de las dos dosis, y solo fueron provistas el 3% de las vacunas AstraZeneca compradas (poco más de medio millón).
El acto que realizó el Frente de Izquierda – Unidad el lunes 29 de marzo frente a la planta de biotecnología mAbxcience en Garín, para reclamar que se declare de utilidad pública el laboratorio y proceder a su intervención, dio el puntapié inicial de una campaña nacional que apunta al corazón de todo este régimen de sometimiento, planteando el control popular del abastecimiento y distribución de las vacunas, la abolición de las leyes de patentes, la confiscación al grupo Sigman y la puesta en marcha de toda la capacidad técnico-científica del país para satisfacer las necesidades inmunológicas del pueblo de Argentina y América Latina. Es una lucha política estratégica, que pone el eje en la incompatibilidad de la economía capitalista y la salud de la población trabajadora.
A la par del coronavirus, el rumbo de este gobierno fondomonetarista es una amenaza para el porvenir de una Argentina sumida en la pobreza. La juventud piquetera que ocupó el Palacio Pizzurno, o incluso el paro con que los obreros del neumático de Bridgestone impusieron a la patronal el aislamiento de los contactos estrechos de un caso positivo, demuestran los anticuerpos con que dará batalla la clase obrera ante el agravamiento de la crisis social y sanitaria.
Buen domingo.
Iván Hirsch, editor de Prensa Obrera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario