Para adoptar una moneda única es necesaria una homogeneidad histórica. La adopción de una moneda única por vía institucional o ‘desde arriba’, como ha ocurrido con el euro, ha servido para imponer una política de ajuste e incluso de deflación, contra los trabajadores. Por eso el tratado de Maastrich que la impuso fue rechazado en varios referendos. El establecimiento del euro fue una reacción a la dolarización de las monedas de los distintos países de Europa, donde la moneda norteamericana circulaba en forma paralela a las monedas nacionales (depósitos de eurodólares). La declaración de inconvertibilidad del dólar en 1971 desplomó el valor los activos europeos en esa moneda. La necesidad de contar con una moneda de reserva propia (circulación internacional) estaba fuera de las posibilidades de cada Estado separadamente. La adopción de una moneda única dio paso a una enorme especulación financiera, seguida de un enorme derrumbe. Aun hoy, el euro no funciona con la total capacidad de un equivalente de cambio general, como lo prueba la cotización muy diferente de las deudas públicas de los países de la zona euro y como lo demostraron los sucesivos socorros de la Reserva Federal norteamericana al Banco Central Europeo, en ocasión de diversas crisis internacionales. El balance contable del BCE y las deudas públicas nacionales demuestran que la zona euro se divide en una acreedora, Alemania, Escandinavia y los paraísos fiscales, y otra deudora, España, Italia, Portugal, en ocasiones Francia.
La imposición ‘por arriba’ de una moneda común de parte de Argentina y Brasil, significa la adopción de presupuestos fiscales similares y el establecimiento de un Banco Central binacional o del Mercosur. La disparidad de estos instrumentos, en el caso del Mercosur, es abismal. Lo que los emparenta no es, sin embargo, un dato favorable –una deuda pública, la mayor parte dolarizada, de más del ciento por ciento del PBI. Si repudiaran la deuda concertadamente, podrían acelerar la adopción de una moneda común. Mientras esto no ocurra, hay que acumular dólares, no otra divisa. Aunque Brasil reivindica 300 mil millones de dólares en reservas, contra el stock cero de Argentina, su posición financiera no es de ningún modo excelente. La contrapartida de esas reservas son los capitales golondrinas atraídos por una tasa de interés del 13% anual, contra una inflación del 5 por ciento. Con una deuda externa de 1.5 billones de dólares y una déficit fiscal del 8% del PBI, equivalente a 250 mil millones de dólares, Brasil se ve obligado a ajustar mucho su tenso corset.
Bajando el nivel de las aspiraciones o expectativas, queda la adopción de una moneda digital común para operaciones de comercio y de capitales bilaterales. Serviría para sustituir el dólar y para destinarlo a aumentar las reservas internacionales. Para Brasil, la moneda digital sería conveniente para que Argentina siga importando desde Brasil, cuando en la actualidad no tiene dólares. Permitiría además emitir crédito brasileño para Argentina, atado a importaciones brasileñas. Pero, ¡ay!, Argentina no tiene un tipo único de cambio sino una veintena; incluso para un casamiento monetario se necesita sólo dos. De lo contrario, Brasil se compraría una parte de la ‘brecha’ cambiaria de Argentina. Conclusión: para que la Patria Grande pueda tener una moneda transaccional común digital (o sea en el clearing entre bancos), Massa tendría que ‘megadevaluar’ el peso y adoptar un cambio único. El ímpetu que ha cobrado la narrativa de la moneda común está asociado a la guerra de la OTAN y el quiebre que las sanciones internacionales que ha impuesto ha provocado en las cadenas de producción. Sin el ‘patriotismo’ con que se encara en Suramérica, esto es lo mismo que están haciendo China y Rusia, y la India con cada uno de ellos. La dislocación del mercado mundial subirá otro peldaño considerable cuando se efectivicen los 53 defaults de deuda nacionales que anuncia la ‘respetadísima’ revista The Economist.
Esa moneda común parcial debería jugar un papel social disciplinador, mediante equiparación de salarios y, más precisamente, de la tasa de explotación de la fuerza de trabajo entre los países; no es una cuestión monetaria, se trata de una lucha de clases. Una moneda común agudiza la competencia de capitales, o sea que los fuerza a exprimir una plusvalía mayor de la clase obrera.
Jorge Altamira
24/01/2023
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