A propósito del Congreso de la UNEAC
Enrique Ubieta Gómez
Juventud Rebelde
El viernes, cuando me trasladaba por las calles de Centro Habana en dirección al Palacio de las Convenciones, donde tendría lugar la sesión de clausura del Congreso de la UNEAC, observé, como es habitual, a varios turistas que se tomaban fotos junto a unos «almendrones».
Lo que fue sin dudas un símbolo de la resistencia revolucionaria —mantener esos carros en funcionamiento frente al bloqueo—, se presentaba ahora como su contrario: la resistencia del pasado a desaparecer.
Algunos promotores del turismo siguieron la lógica del mercado, y crearon una línea de taxis en divisa para que el visitante pudiese cumplir el sueño más insólito: evadir el presente abrumador en una máquina del tiempo que lo paseara por una ciudad detenida en su evolución arquitectónica, en autos que fueron lujosos cuatro, cinco o seis décadas atrás.
Si en aquella ciudad se movían centenares de miles de profesionales y una cifra similar de estudiantes universitarios, si entre los transeúntes observados o filmados en cámaras de video —como los personajes de Spielberg, los turistas del tiempo toman muestras de esa misteriosa isla donde todavía habitan los dinosaurios, para tener constancia del descubrimiento—, no existían analfabetos y la mayoría poseía un extraño noveno grado de instrucción general, o apenas fallecían cinco por cada mil nacidos vivos, o la expectativa de vida de sus habitantes era de 78 años, eran datos que las imágenes no reflejaban.
Lo mismo sucedía con la música: un avispado comerciante había reunido a un grupo de maravillosos intérpretes ancianos —en un país de maravillosos intérpretes de todas las edades— y los había hecho famosos. La música, los autos, los edificios y ¿por qué no? el empecinado socialismo —una «ideología del siglo XX» supuestamente en desuso— se complementaban para que el turista pudiese vivir el pasado de forma «real». Paradójicamente, los símbolos del socialismo —un Patria o Muerte o el rostro del Che en una pared, la pañoleta en el uniforme escolar—, aun cuando no pertenecían a las décadas de culto, eran fotografiados como parte de una época «ida». Superposición de tiempos pasados, en un pastiche posmoderno.
¿Qué sentido tenía decir que en las calles de La Habana o de Santiago, por ejemplo, podían encontrarse miles de excelentes músicos jóvenes graduados en las Escuelas Nacionales de Arte? La escenografía abarcaba toda la primera mitad del siglo XX, hasta los 60; el pueblo cubano ostentaba los índices educacionales y de salud que anhelaba la sociedad latinoamericana del siglo XXI. Pero, ¿qué importaba? Como los peninsulares del siglo XVI en América, veían sin ver. Tras ellos, algunos artesanos encontraron una mina de oro reproduciendo en sus cuadros en serie, en óleo, madera o papel maché, los viejos modelos de autos, y algunos tópicos del teatro vernáculo ya desaparecido, ahora escenificado en plena calle para el incauto (o no) «gallego», y en una versión más actualizada, para el italiano (a).
En estos días de Congreso hemos reflexionado sobre estas y muchas otras cosas.
Me he sentido orgulloso de ser un intelectual cubano. Orgulloso de que nos hayamos reunido los escritores y artistas, menos para hablar de las últimas tendencias literarias, teatrales o plásticas, que para compartir preocupaciones y criterios sobre la vida espiritual de la sociedad a la que pertenecemos.
Orgulloso de que al Congreso hayan acudido —respetuosos de nuestras opiniones— muchos ministros, dirigentes partidistas, vicepresidentes del Consejo de Estado y el propio Raúl. Que Fidel siguiera desde su convalecencia el curso de los debates y compartiera con nosotros sus opiniones en una carta pública. Orgulloso de la tradición cultural y revolucionaria a la que pertenezco, de ser hijo espiritual (así me siento) de Cintio y Fina, hermosos y dignos, de Fidel, del Che; de poder hacer mías las sentidas y profundas palabras de intelectuales mayores como Graziella Pogolotti o Eusebio Leal, por solo citar dos nombres, y de una pléyade de contemporáneos lúcidos y comprometidos.
Como dijera Lage en una breve e intensa intervención «venimos —y en alguna medida aún estamos— de un período histórico de casi dos décadas en que nos propusimos sostener un ideal de justicia que ya no era posible defender. Y lo logramos, para asombro de todos y de nosotros mismos. ¿Por qué? Porque creemos en lo que defendemos. Porque no tememos. Porque hemos tenido a Fidel».
Y agregaba a propósito de los problemas enormes que aún enfrentamos: «son las heridas de la guerra, pero de una guerra que hemos ganado». Qué lástima que esos visitantes intoxicados, víctimas ellos mismos de la manipulación mediática, no sepan ver el país por dentro, quiero decir, piel adentro. Qué triste vivir sin esperanza, sin razones para pelear por un mundo mejor. En sus fotos y videos no aparece la Revolución, pero en estos días de Congreso yo la he visto, no como pasado, sino como futuro. Cuba es la isla del futuro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario