domingo, junio 05, 2011

La única lucha que se pierde es la que se transforma


“En el amor siempre hay dolor. Pero en el dolor, no siempre hay amor. ¿Por qué entonces sigo sintiendo dolor y amor? (aforismo implicado)

Nada se pierde. Todo se transforma. Lavoisier derrapa de la química inorgánica al espacio institucional. También la subjetividad se transforma, y parece nomás que tampoco es cierto que el pueblo, todo el pueblo o el pequeño pueblo que es cada sujeto, nunca se equivoque. Nos equivocamos y a veces acertamos simplemente porque nos equivocamos dos veces y un error compensa al otro. Desde abril del 2003 me pregunto en qué me equivoqué. Si yo decidí retirarme de la Universidad Madres de Plaza de Mayo si las Madres seguían sosteniendo ese proyecto, y como siempre durante toda su heroica lucha, no daban ni un paso atrás, mi salida por la puerta grande pero sin la grandeza de un grande, solamente podía responsabilizar a mis equivocaciones. En los metros que separaban el aula principal (no recuerdo si la llamábamos aula magna) en la cual escuché los hermosos discursos de Vicente Zito Lema, de Osvaldo Bayer y de Hebe, hasta la puerta que para mí era de salida, de una salida que supe siempre no tenía retorno porque yo tampoco daría ni un solo paso atrás, comprobé que la amargura, la tristeza, el dolor, el desconcierto y la bronca, logran que un centímetro sea un metro y que varios metros parezcan kilómetros. Caminaba como en cámara lenta, y la puerta se alejaba cuanto más caminaba. Pero no como el horizonte de la utopía que en su alejamiento ayuda a caminar, como señala Galeano, sino como el alejamiento de un palacio de arena que se escapa entre los dedos. El Palacio de las Madres invictas, le había escuchado decir a Bayer. Yo, uno de los tantos derrotados de la asamblea de docentes, alumnos y Madres en abril del 2003. En esa distancia donde la eternidad dejaba su marca en la tierra, la inauguración de la Universidad en el año 2000 apareció no en mi memoria, porque de ese lugar nunca se había ido, sino que apareció en mi mirada. El primer piso con gente que se derramaba por la empinada escalera hasta la vereda. Y yo, junto a los docentes, a Hebe, a Vicente, pensando que toda mi vida había luchado, había peleado y había esperado estar en ese lugar. Pero el pequeño pueblo que es cada sujeto también se equivoca. Mis clases eran tan alegres como alegres siempre fueron las Madres. Mi ritmo de trabajo cambió totalmente, ya que dedicaba tres y a veces 4 días por semana a la Universidad. Y cuando no iba, la extrañaba. Imposible no extrañar a una universidad de lucha y resistencia, que desde su profecía fundadora enfrentaba los determinantes represores de las academias tanto estatales como privadas. Ninguna luz cegadora tolera sombras. La valentía, el entusiasmo, la generosidad, la ideología combativa de todas las Madres, deslumbraban y alumbraban. Parecía que nunca habría tanta agua que pudiera apagar ese fuego. Y no se apagó. Pero un viento colosal cambió la dirección. Y como si fuéramos niños que están danzando alrededor de una fogata, las llamaradas inesperadas se abalanzaron sobre nosotros. Al menos, sobre muchos de nosotros. El Primer Congreso sobre Salud Mental y Derechos Humanos organizado durante el 2002, fue un poderoso analizador de lo diferente y de lo incompatible en la Universidad. Sigo caminando, la puerta parece que es una luna que rueda por Callao, y yo un loco con la cabeza como un melón. En ese Primer Congreso, estuve en el Comité Organizador, presenté mi segundo libro, colaboré en la presentación del libro sobre las fábricas recuperadas, el primero sobre ese tema y que fue editado por Topía. Además, coordiné y participé de cuatro mesas. Sin embargo, cuando se entregó en el Segundo Congreso las memorias del Primero, yo no estaba mencionado. El dolor de ya no ser, aunque sin la vergüenza de haber sido. Cuando Vicente Zito Lema se aleja de la Dirección Académica, el palacio estalló en llamas. Yo llegué a la Universidad invitado por él, y no dudé de que debía retirarme. Dudé solamente en cuándo era el momento más digno para hacerlo. Sabía que necesitaba irme, pero también sabía que no pensaba huir. La fundación de la Universidad en el 2000 fue el momento fundante de los sueños compartidos. Los sueños partidos, quebrados, asolaron los meses de febrero, marzo y abril del 2003. En la última asamblea que participé, con la presencia de las Madres, no fueron pocos los que acusaron a Vicente de traidor. Justamente él, que en el exilio había escrito el oratorio Mater. Justamente él, que participó en una mesa redonda junto a Hebe, a Sergio Shoklender cuyo eje fue la caída de las torres gemelas en Nueva York. En ese momento, la polémica estalló. Recuerdo una nota del periodista Horacio Verbitsky: “La alegría de la muerte”, donde fustigaba a los participantes en esa mesa y por añadidura a la Universidad por un supuesto jolgorio por el ataque terrorista. Fue el final del suplemento de la Universidad que Página 12 publicaba todos los viernes. El último artículo que, ya diagramado, nunca se publicó era de mi autoría: “Los enemigos del Pueblo”, que al menos se puede bajar todavía por Internet. Intenté y creo haber logrado, mostrar que no era la muerte la que generaba alegría en las Madres. Ese tormentoso 2001 terminó por ahuyentar a lo que hoy denomino los “retroprogresistas”. La Universidad se consolidaba como un colectivo revolucionario, anti capitalisa y anti imperialista. La luz cegadora deslumbraba y alumbraba la lucha contra las políticas liberales de Menem, De la Rúa y Duhalde. Sueños y alegrías compartidos. Los verdaderos, los fundantes. Esas imágenes seguían delante de mis ojos, mientras me acercaba a una puerta que se negaba a quedarse quieta. Pero luego de la renuncia de Vicente Zito Lema, solamente quedaron las pesadillas. El comienzo del 2003 marca la ruptura, porque la confianza en la gestión administrativa de Sergio estaba totalmente quebrada. Pero los cristales nunca se rompen sin dejar algunas astillas colgando. Cuando Sergio me contó que iba a cambiar el logo de la Universidad, la cantidad de carreras que pensaba crear, le pregunté si quería hacer una especie de UADE de los derechos humanos. Me dijo que sí. Hubo tantas discusiones, peleas, que prefiero olvidarme, aunque en verdad, no puedo olvidarme. Comprobé que era cierto que “un solo traidor puede más que mil valientes” ¿Pero quién decide quién es traidor y quién es leal? Los dioses de una época son los demonios de la siguiente, dicen los antropólogos. Yo, intentando llegar a esa puerta que me parecía imposible de alcanzar, me había convertido en un demonio para las Madres. Y mientras esa sensación cada vez era más insoportable, me encontré en la plaza de los dos congresos, escuchando gritos, mirando sin ver a otros y otras que también se iban y ahogado en la sombría tristeza de esa despedida sin sabor a miel, me preguntaba cuántos años tendrían que pasar para poder por lo menos escribir algo sobre las luchas que sólo se pierden cuando se transforman.

Alfredo Grande

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