Mark Zuckerberg, el creador de Facebook (el antipático protagonista de la película La red social), señalaba en un encuentro en París en mayo de 2011 lo siguiente: “Las revoluciones árabes recientes no han existido gracias a Facebook. Se han producido porque la gente de allí se ha hecho con las riendas de su destino, aunque Internet ha ayudado, claro está”. Quien bien pudiera apuntarse el éxito de las revueltas sociales árabes da en el clavo: “Pensar eso sería arrogante e irreal”. Las redes sociales han posibilitado lo que la represión de los regímenes árabes impedía: articular fuera de las desarboladas estructuras políticas tradicionales las perennes reivindicaciones colectivas. También se ha afirmado que las revoluciones árabes han sido alentadas por Al-Yazira, arrojando con ello una duda sobre su espontaneidad y objetivos. Ciertamente Qatar, cuya familia real es propietaria de la cadena, rentabiliza políticamente su capacidad mediática, también en relación con las protestas ciudadanas árabes (por ejemplo, albergando la primera cumbre internacional sobre el conflicto en Libia en abril de 2011), pero ello no cuestiona su radicalidad germinal y su genuino carácter.
Si el vehículo de propagación de las revueltas en los países árabes puede sorprender (la modernidad inimaginable en un mundo que imaginamos paralizado y arcaico), su desencadenante es muy significativo, aparentemente antitético al recurso utilizado: la inmolación de Tariq Tayyib Mohammed Bouazizi, un joven tunecino, vendedor ambulante de la localidad costera de Sidi Bouaziz, a quien la policía había humillado y golpeado tras confiscarle su carricoche de vendedor ambulante. ¿Qué hay tras esta extrema acción? No el ideario regresivo de los suicidas islamistas, sino la expresión inerme de toda la impotencia y la desesperación de este mundo. Este es el combustible de las revueltas árabes y, como yesca acumulada, fácil de inflamarse. Como Zuckerberg, sin duda el joven Bouazizi afirmaría que su ejemplo tuvo la simple virtualidad de prender una mecha ya tendida hacia la explosión árabe, el más inesperado y esperanzador acontecimiento de la primera década del siglo XXI.
Así ha sido. Desde entonces, el gesto simbólico del indignado Bouazizi ha desencadenado revueltas en la gran mayoría de los países árabes, tanto en el Magreb como en el Maxreq, e incluso en alguna petromonarquía del Golfo. Las revueltas árabes se han llevado por delante ya a dos dictadores —Ben Ali primero y Mubarak después— y quizás ya a un tercero, Ali Abdalah Saleh, presidente de Yemen, quien en estos momentos se encuentra en Arabia Saudí. Siempre pacíficas, tras su inicial triunfo en Túnez y Egipto, en otros países han derivado en abierto conflicto armado o están siendo reprimidas con un gradiente de violencia que va desde la moderada de Marruecos a la sangrienta de Siria. En Bahréin y en Libia han motivado intervenciones armadas exteriores que, interesadas en ambos casos, expresan la complejidad y el carácter impredecible que pueden tomar los acontecimientos. También ha habido convocatorias y manifestaciones en Gaza y en Cisjordania, que —en esto sí se ponen de acuerdo— han sido reprimidas con igual brutalidad por Hamas y por la Autoridad Palestina, respectivamente. La reconciliación de ambas facciones palestinas en El Cairo se debe al cambio interno que la revuelta de la Plaza Tahrir ha producido en Egipto, pero también a la creciente indignación de la población palestina, cautiva por partida doble.
La arabista Luz Gómez García lo ha recordado con acierto: nos sorprenden estos hechos porque desconocemos la realidad árabe, de la que tan solo nos llega el sórdido reflejo de sus gobernantes. Las poblaciones árabes se movilizaron masivamente contra la invasión de Iraq en 2003, y la rapidez, el dinamismo, la profundidad y el aguante de las revueltas árabes solo pueden entenderse porque se han producido en sociedades mucho más articuladas y politizadas de lo que imaginamos. Ello es particularmente cierto respecto a las dos primeras, la tunecina y la egipcia, en las que sectores sindicales y asociaciones civiles fueron las que pudieron anclar en la calle las convocatorias lanzadas por redes sociales virtuales. Son estos sectores sindicales y sociales los que en ambos países están procurando articular políticamente el movimiento de cara a las elecciones prometidas por los gobiernos transicionales establecidos.
No cabe especular sobre si las revueltas árabes están alentadas desde el exterior, como todos los regímenes amenazados afirman que ocurre. Es falso: las revueltas son genuinas. Otra cuestión es que la injerencia de actores locales o externos logre manipularlas y desvirtuarlas. De nuevo, como en casi todos los momentos críticos de la Historia de la región, la clave está en lo que ocurra en Egipto, si en este país, gozne geográfico, humano y político del Mundo Árabe, prevalece o no la revolución. El motor de las revueltas árabes es el hartazgo colectivo ante regímenes que, ya sin matiz político alguno que pueda distinguirlos, han hecho de los países que gobiernan su cortijo privado, y de sus ciudadanos, súbditos sin derecho alguno. Si las reivindicaciones de todas las revueltas árabes son sencillas, directas e idénticas, la naturaleza de los regímenes que pretenden derrocar pacíficamente también es única: el poso inmundo de décadas de impunidad y corrupción. Todos los regímenes árabes o son monarquías formales o se han convertido en republicas hereditarias. Corrupción, cinismo y represión son el trípode sobre el que se sustentan; la cuarta pata, claro está, es la tolerancia del Occidente, pero también de China y de Rusia, que se aprestan a sacar provecho de las revueltas y de la caída o pervivencia de sus dictadores. Condenable es que la OTAN intervenga en Libia para mantener su control sobre un territorio y unos recursos que Gadafi ya puso a sus pies tiempo atrás (Libia es el país que ha acogido más vuelos secretos de la CIA); pero ello ni le quita un ápice de legitimidad a una revuelta iniciada por un plante de abogados ante una cárcel de Trípoli, ni le otorga a Gadafi un ápice de legitimidad, como algunos (incluido, lamentablemente, Fidel Castro) han pretendido apreciar. Como Gadafi, Al-Asad recurre (también lo hicieron Ben Ali y Mubarak) al guiño fácil ante Occidente: “somos un baluarte frente a Al-Qaeda” —afirma— o, alternativamente, “con nuestra caída, el caos”. Lo cierto es que el régimen sirio asesina sin pudor a sus ciudadanos ante la pasividad inquieta de los gobiernos de Europa y EEUU, que siempre han comprendido —junto con Israel— la funcionalidad regional de la dinastía Al-Asad desde 1970: controlar, a beneficio de todos ellos, manu militari si es preciso (recuérdese la ocupación militar de Líbano en 1976 bajo paraguas de la Liga Árabe y con respaldo occidental), al movimiento nacionalista árabe (y palestino). Pero lo más sorprende es que, si la intervención en Libia ha motivado manifestaciones de protesta en nuestro país, la muerte de más de un millar de ciudadanos sirios a manos de los francotiradores, los tanques y los helicópteros del régimen no haya activado nuestra solidaridad. No hay regímenes árabes progresistas.
El cinismo del régimen sirio (y de algún apologeta local despistado) es ofensivo: contraponer su supuesto laicismo a la fragmentación sectaria, justificando el mantenimiento de la dictadura oligárquica que representa frente a la reivindicación de democracia real que su pueblo reclama. Nos es casual que la ocupación de Iraq haya traído la implosión sectaria, que en Egipto detone la violencia entre coptos y musulmanes, que Yemen se precipite en una guerra tribal, que se advierta sobre la ruptura confesional en Siria, que en Marruecos Al-Qaeda dé la réplica al movimiento con el atentado de Marraquech. La alternativa no es el sometimiento neocolonial o la dictadura nativa. Más allá de la caída de los regímenes árabes, lo que está en juego es la propia identidad árabe, que emerge integradora y plural, que quiere articular modernidad y esencia, democracia y soberanía. Triunfen o fracasen, las movilizaciones ciudadanas de 2011 de Marruecos a Iraq nos han ofrecido una imagen inédita —la real, la posible— de estas sociedades y de sus más dinámicos sectores.
Las revoluciones árabes se están produciendo tras dos décadas en las que se ha procurado identificar a la resistencia árabe con Al-Qaeda o el confesionalismo político. Pero sus protagonistas son jóvenes formados, mujeres, profesionales en paro y trabajadores fabriles, que tienen nuestras mismas aspiraciones, no seguidores de Bin Laden o de algún ayatolá. “Democracia real”, “Democracia participativa”, “Fin a la corrupción”, “Fin al enriquecimiento especulativo”, “Derechos sociales”: ¿es que acaso no nos suenan estos lemas? Efectivamente, son los escuchados en las plazas Tahrir de cualquier ciudad árabe y son también los del movimiento 15-M. “Indignación”: ¿no es también éste nuestro propio sentimiento? “Nuestra lucha se entrelaza y terminará por alcanzar un objetivo común: un mundo mejor, más justo y pacífico”, concluye el mensaje enviado por los jóvenes revolucionarios tunecinos a los acampados del 15-M. Que así sea.
Carlos Varea
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