La buscaron febrilmente, día y noche, durante mucho tiempo. Era la única pista para descubrir a los autores de un hecho insólito que estremeció a la sociedad norteamericana y fue un duro golpe al régimen de Richard Nixon, que entonces parecía imbatible. Nunca antes alguien fue capaz de entrar a una oficina del Buró Federal de Investigaciones, vaciar sus archivos secretos y salir con su abultada carga sin dejar rastro.
No es difícil imaginar la ira de J. Edgar Hoover, el todopoderoso jefe del FBI. Tras minuciosa revisión del local no encontraron huella ni indicio alguno. Solo poseían un dato: una única persona que días antes los había visitado, supuestamente interesada en averiguar, para un trabajo universitario, acerca de la política de empleo de la Agencia. Les llamó la atención su indumentaria, especialmente el gorro que encerraba la cabellera hippie y los guantes invernales de los que nunca se despojó. Quizás también la aparente torpeza con la que, a la hora de salir, equivocó el camino y entró a otra oficina. Todos los que la vieron ese día contribuyeron a hacer un “retrato hablado” que sería distribuido después a los agentes y colaboradores en todo el país. A encontrarla Hoover destinó más de 200 oficiales a tiempo completo. “Tráiganme a esa muchacha” fue su orden inapelable. Una verdadera cacería humana se desató a escala nacional. Era necesario castigarla a ella y a todos los culpables.
El 8 de marzo de 1971 un grupo de desconocidos penetró en las oficinas del FBI en Media, Pennsylvania, y se llevó un millar de documentos secretos de la Agencia. Aquella fue la noche de la pelea por el campeonato mundial de boxeo entre Mohamed Alí y Joe Frazier, que mantuvo a millones frente a los receptores de radio (por razones comerciales en el país donde se efectuó la pelea no la transmitió la televisión). Para ocho jóvenes fue una noche diferente. Se desplazaron por calles desiertas y llevaron los papeles hasta un lugar apartado para revisarlos hasta el amanecer. Entonces comprendieron la magnitud de su acción. Lo descubrieron al tropezar con un vocablo, hasta entonces desconocido, que aparecía una y otra vez: “Cointelpro”.
Durante varias semanas continuaron durante el día su rutina normal y en las noches, se encontraban en la cabaña rural cercana de Media donde guardaron los expedientes, algunos firmados por el propio Hoover.
La misteriosa palabra seguía apareciendo en textos que trataban las materias más extraordinarias: desde planes para penetrar, dividir y provocar enfrentamientos entre las organizaciones pacifistas, afroamericanas y progresistas hasta proyectos para dañar la reputación y desestabilizar emocionalmente a Martin Luther King y otros luchadores sociales. Ante sus ojos asombrados se abría un mundo que ni siquiera ellos -forjados en las protestas para detener la guerra contra el pueblo vietnamita- habían imaginado: un mundo de intrigas y soborno, falsificaciones y mentiras y también de amenazas, terror y muerte, fabricado y convertido en un programa secreto, nada más y nada menos que por la agencia federal encargada de asegurar la ley y el orden.
El siguiente paso fue fotocopiar los documentos y hacérselos llegar a varios periodistas en nombre de un inventado “Comité de Ciudadanos para Investigar al FBI”. Pese a las presiones que le hicieron, al más alto nivel, el Washington Post comenzó a publicar algunos documentos provocando que, por primera vez desde su creación, algunas voces se alzaran, incluso en el Parlamento, para criticar una entidad gubernamental hasta entonces intocable, y solicitar que su labor fuera sometida a escrutinio público. Hasta mediados de mayo estuvieron apareciendo, también en otras publicaciones, aquellos papeles que nunca más serían secretos.
Con la ayuda de la compañía Xerox identificaron el tipo de máquinas utilizadas para hacer las copias enviadas a los diarios, las buscaron por todo el país y las revisaron en búsqueda inútil de quienes las habían empleado. La persecución se intensificó. Miles de personas, sospechosas por su participación en protestas contra la guerra, fueron vigiladas e interrogadas. El FBI llevó a cabo operaciones especiales, incluyendo algunas fabricadas con el único fin de capturar a los que se habían apoderado de su archivo clandestino. Jamás pudieron encontrarlos. Fueron inútiles sus esfuerzos para hallar a la muchacha que era su única pista.
El tiempo pasó. Hoover murió. Nixon se vio obligado a renunciar envuelto en una tormenta de escándalos. El programa Cointelpro fue objeto de audiencias públicas en el Senado y ya nadie puede ignorarlo. Vietnam derrotó a los agresores, alcanzó la reunificación y hoy avanza como país independiente reconocido por sus antiguos enemigos. Washington siguió embarcándose en otras guerras y extendió la represión contra nuevas generaciones que reclaman la paz. Otros jóvenes han arriesgado sus vidas para descubrir nuevos secretos de la conducta imperialista. WikiLeaks, Maning, Snowden, ya forman parte de la cultura contemporánea y son conocidos en todo el planeta. Pero sus precursores, los héroes de Media, guardaron total silencio durante 43 años. Hasta ahora.
Un libro recién publicado en Nueva York revela por primera vez, esta historia que es real aunque parece surgida de la ficción. Titulado The Burglary - The discovery of J. Edgar Hoover’s Secret FBI (El robo - Descubrimiento del FBI secreto de J. Edgar Hoover ). Lo escribió Betty Medsger quien, años atrás, fue la periodista que dio a conocer en el Washington Post los informes secretos sustraídos de la oficina de Media.
Es la historia de tres mujeres y cinco hombres, cuyas edades entonces oscilaban entre 20 y 44 años, cuatro judíos, tres protestantes y uno católico. Todos involucrados en la lucha contra la guerra, motivados en gran medida por las campañas en favor de la paz que en la zona donde ellos residían desarrollaban los jesuitas Daniel y Philip Berrigan.
Medsger nos ofrece una descripción acuciosa de los preparativos para la acción del 8 de marzo de 1971 y la trabajosa reproducción y divulgación de los documentos sustraídos, así como sobre la vida posterior de aquellos jóvenes, orgullosos por lo realizado pero sometidos a años de ansiedad y zozobra ante las terribles consecuencias que habrían enfrentado si los hubieran descubierto. La autora entrevistó personalmente a siete de los participantes, cinco de los cuales estuvieron dispuestos a identificarse; los otros dos aún buscan protección en el anonimato y al octavo no pudo encontrarlo. Quien concibió la idea y organizó el grupo, William Davidon, a la sazón profesor de física, se reunió con la autora y aportó importantes elementos para el libro que, sin embargo, no alcanzó a ver publicado. Víctima de Parkinson por muchos años, falleció el 8 de noviembre de 2013.
El libro se nutre igualmente de una cuidadosa revisión de la inmensa papelería que generó el FBI en su descomunal empeño por aprehender a quienes fueron capaces de darle un golpe tan sorprendente y desmoralizador. Estudió el voluminoso expediente, 33.698 páginas, de la investigación oficial, clasificada por la Agencia como Mediaburg.
La obra, además, ubica el suceso en el contexto de las contradicciones en las esferas del poder y de la brega librada por lo mejor del pueblo norteamericano por la libertad y la democracia. Medsger también lleva el tema hasta el presente y las revelaciones sobre las actividades de espionaje global de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA).
Es sorprendente cuán cerca de los buscados estuvieron los agentes represivos. Después de todo, ellos siguieron viviendo como antes, en la misma región de Pennsylvania y continuaron haciendo acto de presencia en actos y manifestaciones de protesta y nunca abandonaron sus ideales.
A veces los hechos descritos superan la ficción. Como la visita de Davidon a la Casa Blanca, junto con otros críticos de la guerra y su reunión con Henry Kissinger, quien buscaba un gesto de propaganda para retocar su imagen, dos días antes de la ejecución del plan que aquel dirigió.
Davidon era el más conocido en el movimiento pacifista entre los miembros del grupo de Media. Después del hecho habló en varios actos públicos, denunciando la conducta ilegal del FBI a partir de los documentos rescatados por él y sus amigos. Pero él nunca fue interrogado por el FBI sobre lo ocurrido el 8 de marzo. Tampoco la muchacha que estaba, sin rostro ni nombre, entre las pocas mujeres en la lista de los “más buscados por el FBI”.
Con motivo de la presentación del libro apareció ante las cámaras Bonnie Raines. Con sus hijos, nietos y su esposo John, uno de los ocho participantes de aquel suceso que conmovió a Estados Unidos. Sin alardes, serenamente, pero con firmeza, se le veía orgullosa de haber sido, por tanto tiempo, la muchacha que el FBI nunca pudo encontrar.
Ricardo Alarcón de Quesada
Revista Punto Final
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