domingo, enero 04, 2015

Haydée Santamaría según su hija Celia: Era sábado en la mañana



Melba (izquierda) y Haydée en la cárcel. Haydée habría cumplido 91 años este 30 de diciembre.

Era sábado en la mañana. El cielo se oscurecía por momentos anunciando la llegada del “norte”. Miriam, con su paciente obsesión, me había llamado durante las últimas semanas para que no dejara de ir a lo que suponía la conmemoración del 49 Aniversario de la salida, de la cárcel de mujeres, de mi mamá y de Melba Hernández. La guagua ya esperaba, y el grupo de combatientes era nutrido y demasiado alegre para tener un promedio de edad cercano a los 70 años.
En estas actividades, relacionadas con la lucha y la vida de mi madre, siempre comienzo a sentirme mal: todos me ven y quizá por mi carácter medio desenfadado o por algún que otro parecido ocasional con ella; me llenan de halagos y atenciones, me escuchan hablar esperando que sea Yeyé quien lo haga. Por supuesto que habla Celia, con su componente Santamaría, pero con un millar y medio más de otros componentes heredados o adquiridos, que bien vale la pena no reseñar.
El hecho es que con media sonrisa y algún bostezo, abordo el ómnibus lleno de algarabía, como si fuésemos escolares a una excursión. Tomamos la avenida que separa a mi ciudad, la más bella del mundo de la provincia La Habana. Ahora el cielo se despeja y desliza coquetón el velo blanco para divisar de cuando en vez ese azul perfecto y total hecho en Cuba. Eché un vistazo, lo contemplé con orgullo y enseguida reaccioné ante tanta intensidad de azul: “¡Ah!, Industriales volvió a ganar’’.
Era suficiente para un buen viaje. Pero el destino me tenía previsto otras cosas más importantes que mi team, y mire usted que no son muchas las cosas más importante que esa. De inmediato se escucha una voz grave y potente desde el fondo y observo a Cartaya: “¿Celia María, en qué andas?”. Un poco avergonzada por ser descubierta en mis retiros espirituales y azules me viro y empieza una charla amena, separada por unos cinco metros y un montón de personas riéndose y mofándose del uno y de la otra.
A la alegría es biológicamente imposible ser indiferente, te subyuga y te apresa. De esa manera, entre risas, bromas y sonidos no me percaté de que el cielo era espléndidamente azul y no tuve que evocar a Industriales para fabricar una mañana llena de contrastes y auténtica inspiración.
Llegamos a Guanajay. Allá nos esperaban los oficiales a cargo de la prisión de máxima seguridad. El compañero político – un jovencito mulato, demasiado joven– nos dio la bienvenida. Sus palabras eran serias y sentidas, de tal suerte que el alborozo inicial fue cediendo paso a una dulce consternación. De forma un tanto torpe avancé en la cola que llegaría hasta la celdilla donde estuvo presa aquella persona que me regañaba por no ponerme la plancha de los dientes o porque no me gustaba el pepino en la ensalada, aunque se hubiese gastado el preciado aceite de oliva. Llegamos …la fotografía harto conocida cobraba vida en aquel recinto.

A la salida de la cárcel

Mi madre muy delgada con la blusita blanca y la mirada de quien fue testigo del infierno. Luego su cama – no sé como dormiría, para ella dormir requería de ciertos acomodos- volví a mirar y pensé que algo diferente a mi alimentación era quien le permitía recostar la cabeza en la cama angosta.
Un libro carcomido y de edición baratísima de Las fuerzas morales, de José Ingenieros, era protegido por un vidrio. Qué raro – me dije-, nunca supe que mama leía a Ingenieros-. Mi niñez se me vino encima. Ya no reía. Algo me decía que aquella cama y aquellos barrotes corrían por mis venas. No escuché la voz del político, apenas podía con mis pensamientos.
Traté (como dicen a la ligera) de recordarla en sus buenos momentos, en la Casa o en mi casa llena de gente, color y buena música, cuando deseaba que yo fuese la criatura más bella del Universo ( creo que llegó a creérselo alguna vez), luchando porque mis ojos torcidos se enderezaran, o fuese mi andar más elegante, o que ya a los 12 años debía haber leído Cien años de soledad. “Si no lo lees ahora, mi hijita, estarás sola siempre” o , tratando inútilmente que mis dedos ensartaran una aguja. Nada servía… Allí estaba real y objetiva en su dolor, no sé hasta donde le sirvió Ingenieros, y qué fuerza o qué moral le dio. Sin pensarlo ni una vez les dije alzando la vista que la carta que escribió desde allí a mis abuelos, donde les comunicaba la felicidad de que Fidel estuviese vivo y que Abel sería el alma de la familia, debería pertenecerles y que con gusto se las daba…. Me detuve….. Ya no eran sólo los apuestos oficiales de la prisión, habían entrado durante mis reflexiones unos hombres vestidos de azul que me miraban con cierta curiosidad. –Miriam -dije-, ¿quiénes son?
Los reclusos – me respondió, rápidamente. “¿Los reclusos? ¿Los de aquí?’’ . Eran cerca de 15 de ellos, serios , limpios y sin un solo atuendo de esos que vemos en las temibles películas del sábado, lleno de grilletes o algo así. Ah –le dije- , pero son los que tienen libertad condicional. –No Celia -me dijo Miriam ya molesta-, son los reclusos de la cárcel, la condena menor es 20 años. Son presos comunes… No –dije- más me froté los ojos, eché un último vistazo a la triste camita y la imagen martirizada de mi madre… y escuché. Estaba hablando uno de esos… azules: “Para nosotros es de gran orgullo que un museo tan importante como este esté en nuestro reformatorio. Nosotros mismos lo pintamos y mantenemos y no queremos que nadie lo haga’’. No es posible – me dije- debo estar soñando con mama, ¿estos presos, muchos de ellos asesinos, hablando así de la Historia y diciendo que ya todos tenían el 9no grado gracias a las facilidades de la Revolución para superase?
No había división entre los oficiales y ellos, me puse a mirar y no había ni una sola arma de fuego, al menos a la vista. La coherencia del discurso era fenomenal para un asesino o lo que fuese. Me puse en guardia. -¡Ah no!, ¿pero qué es esto?-. Me separé del grupo un poco y esperé la alocución del preso común sobre dos presas políticas de hace cerca de 50 años, protagonistas de la Revolución que engendró la sociedad que a última instancia los había apresado.
Ya nos tocaba la actividad cultural… ¡con ellos!, no sin antes hacer prometer que les enviaríamos nuevas fotos y buena pintura para la celdita.. No hablaron de comida, ni de maltrato, ni de lo habitual que habla un hombre que tiene regulado sus encuentros con la luz del día.
La gala era en un pequeño patio donde se encontraba una batería destartalada con el nombre de “Guanajay” en letras itálicas y unos panes, agua de coco, y dulces hechos con azúcar prieta. Volvió el político a empuñar el micrófono y nos explicó que los presos eran seleccionados cuidadosamente… –ah, respiré – son esos que escogen… “por ellos mismos en asamblea’’, concluyó el muchacho. “¿Qué?, ¿ellos mismos? ¡Ah no! esto es Alicia en el país de las maravillas, ahora mismo me largo de acá”… Me detuvo la voz pausada y trémula de un hombre recitando una poesía de su inspiración.
Era sobre Melba y entre la cadencia infantil de la rima y la sinceridad de su texto me contuve: ¡Era de los azules! ¡Era un preso componiendo y recitando poesía! Me miraba a mí con lágrimas en los ojos y la verdad de lo maravilloso terminó por conquistarme de un golpe.
Vinieron los presos azules con flores y besos, me atiborraron de agua de coco, porque querían que todo fuese hecho por ellos.
Se levantaron agradeciendo la oportunidad que se les concedía para aprender, superase y cuidar de la celdita de Melba y mama. Ya no había más que pensar. Un oficial rubio cantó Yolanda y un preso le hizo la voz acompañante. Cuando gritaban “Yolanda”, se juntaban sus cabezas como colegas de grupo. Terminó la velada llena de flores y yo que no paraba de lagrimear. Ya no era por mi madre y su angosta camita de antaño. Ahí habían seres humanos que habían cometido faltas tan grandes que en muchos casos deberían pagar de por vida. Pero se les dio la posibilidad de ser libres de espíritu, y de superase y de conocer y eran mejores hombres que cuando estaban libres, según ellos hasta más seguros. Las palabras finales fueron para nuestros hermosos hermanos presos en Estados Unidos. El espejo de Alicia se me volvió a torcer.
Ellos allá, por soñar que un día todos los presos del mundo puedan tener trajecitos azules y ver televisión y cuidar de museos. Ellos no podían cantar Yolanda con sus carceleros , ni Yesterday tampoco.. Que Gerardo no ha podido ver la luz de diosa que se le enciende a Adriana cuando se ríe, ni Tony pudo jamás recitar un solo verso, desde su altura universal, a su carcelero. Ni pueden verse ni hablarse, ni tienen museos que cuidar, ni siquiera pueden ver el pálido azul de aquel cielo.
Mis cinco hermanos, tan grandes como los apóstoles en Roma, tienen relación con la angosta camita de Yeyé. Tal vez en eso estaba pensando mi mamá cuando recostó su cabeza en la almohada. No en mí, sino en que a partir de aquel entonces nos sobrarían jóvenes como Abel y como Boris… así de guapos, así de tiernos, así dispuestos a soñar en camitas angostas.

Texto de Celia María Hart Santamaría (1963-2008), publicado en el libro Haydée, hace falta tu voz (Ediciones Ojalá, 2014).

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