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domingo, mayo 06, 2018
1968-1978: No fue más que un inicio
A 50 años del Mayo francés ofrecemos la traducción de un texto inédito de Daniel Bensaïd, que escribió a 10 años del movimiento y en el que analiza sus límites y perspectivas.
Observa la calle, es lo suficientemente curiosa, suficientemente equívoca, suficientemente vigilada y por lo tanto será tuya y es magnífica. André Breton, 1953
Contra todos los que dudaban del socialismo y perdían la esperanza en la clase obrera, Mayo del 68 fue en principio la confirmación de la actualidad y la posibilidad de la revolución en los países capitalistas desarrollados, la reafirmación del rol dirigente de la clase obrera.
En efecto, la larga expansión económica de la posguerra había nutrido durante cerca de veinte años todas las expresiones ideológicas de la colaboración de clase. Los sociólogos de moda prometían el crecimiento ilimitado, la prosperidad eterna y la reconciliación de las clases sociales en la repartición equitativa del bienestar.
Ninguna duda entonces respecto al crecimiento cero, ninguna inquietud ecológica, ninguna crisis civilizatoria. Los dirigentes reformistas del movimiento obrero respondían en eco que la clase obrera no tenía ya que perder sus cadenas y que el progreso social seguiría su amable camino de democracia avanzada en democracia renovada, de elecciones presidenciales en elecciones legislativas: ¡Marx al museo de antigüedades!
La huelga general más grande de la historia: desproporción entre su fuerza y sus resultados
Para los observadores superficiales, fascinados por el trajín parlamentario, las barricadas estudiantiles y la huelga general fueron, por lo tanto, efecto de un relámpago en cielo sereno.
Apenas algunas semanas antes de la explosión, Viansson-Ponté publicaba en la primera plana de Monde un artículo titulado «Francia se aburre».
Más atentos a los «síntomas febriles» llegados de las profundidades, los partidos y el gobierno tendrían que haber percibido las transformaciones moleculares que, después de las huelgas de Saint-Nazaire y de la Rhodia [1], llevaban a los proletarios a enfrentamientos violentos con la policía; tendrían que haber comprendido que algo estaba a punto de cambiar en la cabeza de los estudiantes ayer temerosos de las macanas, que repentinamente resistían los mosquetones de las guardias móviles y comenzaron a hacer hablar los muros de sus universidades…
Este divorcio profundo entre la inmovilidad de la vida política y la repentina efervescencia social estuvo cargado de consecuencias.
Explica por un lado la sorpresa y el desconcierto de los ministerios y aparatos. Pero esclarece la desproporción, a primera vista chocante, entre la amplitud del movimiento (la huelga general más masiva de la historia), y la pequeñez de los resultados: ampliación de los derechos sindicales, aumento salarial y el gradual retorno a las 40 horas en los años ochenta… Con sus proporciones debidas, los acuerdos de Grenelle en 1968 son más pobres que los de Matignon en 1936. [2]
La desproporción no hace más que expresar la distancia entre la potencia y la combatividad del movimiento, por un lado, y el débil nivel de conciencia y experiencia política, por el otro.
La huelga no fue dirigida ni centralizada por las direcciones sindicales, que conservaron el control para atomizarlo y usarlo mejor. Salvo algunas raras excepciones, faltó el fermento de los militantes de base templados en grandes luchas: después de la Liberación, aparte de las huelgas de 1953 en la Función púbica y aquella de 1963 en los mineros, más resignación que luchas, más derrotas que victorias, se saldaron en una pesada discontinuidad de las generaciones militantes. [3]
Maravillados y sorprendidos por su número y el descubrimiento de su fuerza, los huelguistas del 68 eran incapaces de utilizarla. Por supuesto, falta nombrar a los primeros responsables del fracaso, pues una huelga de 10 millones de trabajadores y duración de tres semanas, que se salda con el plato de lentejas de Grenelle y la reelección en junio de la Asamblea más reaccionaria después de la guerra, constituye un fracaso.
Las direcciones políticas y sindicales del movimiento obrero son responsables de la traición de Grenelle como de la traición electoral. Pero el problema que debemos plantear va más allá: ¿por qué una traición tan abierta y tan vergonzosa provocó tan pocas rupturas y desbordamientos en la clase obrera misma? ¿Por qué esos imposibles diálogos sobre los muros de Renault o de Citroën [4], mientras que el año siguiente en Italia los obreros de la Fiat abrían sus puertas a los estudiantes?
Es el resultado combinado, hace falta repetirlo, del estrecho control de los aparatos, pero también del débil nivel de conciencia en esa inmensa fuerza súbitamente revelada a sí misma.
Una gran fuerza sin estructura democrática
Pensemos. Diez millones de huelguistas, tres semanas de lucha… Y sin embargo los delegados electos, los comités de huelga responsables frente a la asamblea de trabajadores no dejaron de ser la excepción.
Los ejemplos avanzados de auto-organización fueron a tal punto excepcionales que aún se recuerdan: la organización democrática de la huelga en Saclay, la toma del abastecimiento y de los transportes en manos de los sindicatos en Nantes.
Prácticamente ninguna puesta en marcha de las máquinas al servicio de la lucha: se habló acerca de este tema de la CSF de Brest sin que jamás fuera confirmada la información de manera real. En los cuarteles, se conoce un solo volante, también ejemplar: el de los soldados de RIMCA de Mutzig que se solidarizaron con los huelguistas.
En fin, mientras que la participación específica de las mujeres es un rasgo característico de todas las grandes revoluciones populares (1789, 1848, 1871, 1917…), el auge del feminismo apareció como efecto retardado del 68 sin que se puedan citar iniciativas autónomas de las mujeres en mayo y junio de 1968.
Canalizada por sus direcciones a la mesa de negociaciones (¡la CGT y la CFDT se contentaron de constatar la huelga general sin jamás declararla!), la huelga general flotó en una ambigüedad permanente, a medio camino entre la huelga política y la huelga reivindicativa, sin definir claramente ni un objetivo político ni una plataforma reivindicativa sobre la cual concentrarse y centralizarse hasta la victoria.
El 13 de mayo, la huelga general fue organizada por las centrales sindicales en solidaridad con los estudiantes. La consigna dominante, “¡Diez años bastan!, expresaba la voluntad de acabar con el régimen gaullista y trazar el camino de una huelga política. Pero las direcciones reformistas no querían oír hablar de una huelga política que desembocase en la disolución de la Asamblea y la formación de un gobierno de los partidos obreros.
Al ser frustrada esa salida por sus propias direcciones, los trabajadores, frustrados, se volvieron a sus reivindicaciones después del estallido de la huelga en Sud-Aviation Bouguenais el 17 de mayo: después de la llamada a huelga general por las direcciones, ésta fue desencadenada por la base.
Pero en la mayor parte de las empresas, se esperaba la caída del régimen como a la de un fruto maduro, sin fijarla realmente como un objetivo, y dejando a las direcciones sindicales la tarea de gestionar los pliegos petitorios.
Por consiguiente, aquellas huelgas sin consigna precisa ni autoorganización se volvieron fácilmente manipulables por las direcciones. Veamos hoy las imágenes filmadas en la época: esa asamblea de obreros de Billancourt después del discurso de de Gaulle el 30 de mayo, esos rostros cerrados y escépticos, amargos e impotentes, ya vencidos sin saber cómo combatir.
La salida política confiscada por las maniobras parlamentarias
Por lo tanto, sí, con el debacle en los ministerios y de Gaulle veraneando en Baden-Baden, la cuestión del poder estaba objetivamente instalada. Pero ella no fue planteada prácticamente.
Para ofrecer una tan necesaria solución de recambio, Mitterand propuso la idea, por primera vez después de 1947, de un gobierno Mendes-France con participación de ministros comunistas. Pero entendía que ese gobierno sería «sin mezcla», dicho de otra forma, atribuiría plenos poderes a su composición, a fin de brindar todas las garantías necesarias a la burguesía mientras que el PCF recibiría la habitual tarea de organizar el retorno disciplinado al trabajo. [5]
«Estimaba —confía cínicamente Mitterrand en sus memorias— que la presencia de comunistas tranquilizaría más que inquietaría. Esa afirmación parece hoy temeraria. Pero sabía que ni su rol ni su número en el equipo dirigente tendrían que asustar a las personas razonables que, en el mismo instante, veían a la CGT y a Séguy como el último bastión de un orden público que el gaullismo se mostraba impotente a proteger frente a los embates de amateurs de la revolución»
Fieles a su vocación, los dirigentes reformistas proponían un gobierno de colaboración de clase y de salvación nacional, aún si las negociaciones tropezaban en los nombres.
¡El 29 de mayo, el PCF y la CGT desfilarían sin la CFDT [Confédération française démocratique du travail] ni la UNEF [Union Nationale des Étudiants de France] al grito de «Gobierno popular»!
Presentes en el cortejo respondíamos: « ¡gobierno popular sí!» «¡Mitterrand, Mendès-France no!» Al otro día, las direcciones obreras se pusieron de acuerdo… para inclinarse sin rezongar frente al diktat de de Gaulle, seguros de reencontrar un interlocutor con el lenguaje del poder establecido: podrían desde ahí presentar a los trabajadores la serpiente de los acuerdos de Grenelle y dejar ahí sus laboriosas negociaciones con el gobierno.
La casi inexistencia de un proceso de autoorganización englobando a los militantes de los partidos reformistas, por una parte, y las maniobras estrictamente parlamentaristas de esos partidos, por el otro, tuvieron consecuencias profundas e imprevistas: la duradera dificultad de la mayoría de los militantes del Mayo del 68 para pensar la articulación concreta entre la movilización social y la definición de un desenlace político que tomase la forma de la unidad de los partidos obreros.
Ello fue igualmente resultado de una profunda deformación economicista de la mayoría de las organizaciones de extrema izquierda. Éstas, se conformaron felices con diferenciarse frente a los reformistas en la sobrepuja reivindicativa e imaginando el proceso revolucionario sobre el modelo de un desbordamiento general de los aparatos reformistas en un «nuevo Mayo del 68 llevado hasta el final».
No se extrajeron todas las consecuencias de la otra gran lección de Mayo: la ausencia de un partido revolucionario.
La ausencia de partido revolucionario: combatividad, conciencia, organización
Hemos dicho que, si hubiese existido un partido revolucionario implantado en Mayo del 68 todo hubiera sido posible.
Pero la existencia de un tal partido no es un elemento suplementario, que viene solamente a sumarse a los otros en una crisis revolucionaria. Su presencia o su ausencia condicionan los recursos de los que no quieren ser gobernados como antes.
Así, la ausencia de un partido revolucionario no constituye una simple falta. Ella determina toda la velocidad del proceso: la masa no leva.
Falta en cada fábrica, cada establecimiento, cada barrio, el puñado de militantes reconocidos y capaces, en un momento de intensa receptividad de las masas, de sugerir y proponer: la puesta en marcha de la producción y los transportes al servicio de la huelga; la elección de delegados revocables y su centralización al nivel de la localidad, la región, la rama.
Faltan esos militantes capaces de convencer a una sección sindical, una asociación local, una federación, de manera que las perspectivas devengan el problema de un debate de masas en el seno del movimiento obrero organizado. Una organización así no existía en Mayo de 1968.
Ello es resultado no solamente de los límites inmediatos del movimiento, sino también de la lentitud con la que se han asimilado y meditado sus lecciones.
«¡No es más que un inicio, continuemos el combate!»: esa consigna, antes de dar la vuelta al mundo resonó espontáneamente en la manifestación del 13 de mayo de 1968. No es más que un inicio… Sí, pero no sabíamos hasta qué punto.
Los primeros en retomar el eslogan pensaban que se trataba del inicio de una revolución inmediata que, entrelazada con su fecha, se reuniría en la historia con sus gloriosas hermanas de 89, 48, 71… Error sobre lo que estaba en juego y sobre los ritmos: no fue más que un inicio, pero el inicio de un periodo de lucha prolongado y de reorganización en profundidad de las fuerzas políticas y sociales. En ese sentido, aún estamos en Mayo de 1968.
Hemos hablado también, por una lejana analogía con 1905 en Rusia de «ensayo general». Ensayo general, quizá, en la medida en que la huelga general dejó entrever las posibilidades de un levantamiento en masa de la clase obrera y su capacidad para presentarse como candidato al poder.
Pero a diferencia de Mayo del 68, la revolución de 1905 en Rusia legó al proletariado la experiencia de los soviets, es decir, de órganos de democracia directa a través de los cuales los explotados construyen su propio poder frente a la máquina burocrática del estado burgués. Mayo del 68 no vio la eclosión, a diferencia de Portugal durante el otoño de 1975, de los embriones de órganos semejantes.
Ello permite entender la potencia del control de los aparatos reformistas, su capacidad de dirigir la huelga general y persistente peso de los plazos electorales cristalizados durante cinco años alrededor del Programa común y la Unión de la izquierda.
La claridad y la brutalidad de la crisis de Mayo del 68 enmascaró, por lo tanto, el necesario trabajo subterráneo por el cual el movimiento obrero debe reconstruirse y recomponerse hasta encarnar una alternativa revolucionaria real frente a la burguesía: no es para nada azaroso el que su recuerdo haya nutrido, aunque de manera marginal, la vieja concepción anarquista de la huelga general que preparamos y decretamos en ciertos sectores sindicales («Y si paramos todo…») o sencillamente el mito cinematográfico del «Año 1».
Hoy comienza a hacerse posible el balance del camino recorrido. En la definición de las reivindicaciones sindicales (aumentos lineales, escala móvil, derecho al trabajo), en las exigencias relacionadas a la seguridad, en las formas de lucha (asambleas soberanas, comités de huelga en ciertos casos, puesta en marcha de la producción).
Falta añadir la conquista que representan la luchas de los inmigrantes, el movimiento autónomo de las mujeres, la tradición de los comités de soldados, las reivindicaciones regionalistas que implican un primer medio natural de centralización de las luchas. Falta tomar en consideración los debates que se llevan en los sindicatos, las ideas que germinan y resurgirán inevitablemente al momento de probar la práctica.
La brecha entre conciencia y combatividad no será más en el futuro, llegue como llegue, la misma que en el 68.
Por lo tanto, las relaciones de fuerza en el seno del movimiento obrero parecen evolucionar con una lentitud infinita.
Los aparatos reformistas fueron construidos sobre años y años de relativa paz social y de colaboración asidua con la burguesía. Para estremecerlos hacen falta terribles sacudidas. Cinco años de situación revolucionaria y prerrevolucionaria (de 1918 a 1923) y una grave crisis económica no fueron suficientes para que la burocracia socialdemócrata perdiera su control sobre la clase obrera.
Como había un enorme retraso de la conciencia respecto a la combatividad, el efecto de Mayo del 68 en la clase obrera no podía sentirse más que de forma retardada. Pero sobre todo, Mayo del 68 permanece como una experiencia trunca: diez años después, la traición electoral de marzo de 1978 la han completado.
Entramos en una nueva fase donde la recomposición del partido revolucionario puede franquear un paso cualitativo.
Daniel Bensaïd.
Traducción de Emiliano Quintana
Cahiers de la taupe n° 23, mai-juin 1978
Tomado de: http://danielbensaid.org/Ce-n-etait-qu-un-debut?lang=fr
Notas
1. Se refiere a la huelga de trabajadores textiles Rhodiaceta y del astillero de Saint-Nazaire en 1967, precursoras del Mayo del 68, y que generaron procesos de solidaridad popular y estudiantil. Puede consultarse un breve video acá.
2. Los acuerdos de Grenelle, firmados el 27 de mayo de 1968 ofrecían, entre otras cosas, un aumento salarial del 7% y la semana laboral de 40 horas. Con ellos buscó Georges Pompidou, primer ministro en el gobierno de de Gaulle levantar la huelga. Rechazados por una buena parte de la base, la huelga continuó al menos hasta el 30 de mayo, cuando la Asamblea Nacional es disuelta por de Gaulle. Los acuerdos de Matignon se firmaron en junio de 1936 con el entonces Frente Popular de Léon Blum en el gobierno. Aparte de mayores aumentos salariales, dichos acuerdos formalizaron la libertad sindical dentro de los centros de trabajo.
3. Importantes luchas previas al 68. Sobre la huelga minera de 1963 puede verse el documental de Louis Daquin La Grande Grève des mineurs [La gran huelga de los mineros]: disponible acá.
4. En el documental de William Klein sobre el movimiento, Grands soirs et petits matins [Grandes tardes y pequeñas mañanas], es posible observar dicho acontecimiento. Minuto 1: 17: 47: un obrero sobre un muro de la Citroën habla con un megáfono —“Pretendemos, junto con los trabajadores en lucha por sus reivindicaciones, dirigir nuestra propia huelga y rechazamos toda injerencia externa”— mientras una multitud de estudiantes intenta convencer a los huelguistas de no desocupar la planta. En línea, aquí.
5. Mendès-France, primer ministro de la república entre 1954 y 1955, fue, como explica el autor, una de las últimas cartas de la izquierda reformista para evitar el debacle del régimen.
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