viernes, julio 24, 2009

Trotsky y la Revolución Francesa

Trotsky no ha dedicado ningún trabajo específico a la Revolución Francesa, y es lamentable. La estudió de cerca, conocía los trabajos de Alphonse Aulard, incluida su recopilación de Documentos para la historia de la Sociedad de Jacobinos, la Historia de Francia de Michelet, la Historia socialista de Jean Jaurès, por la que confesaba una especial admiración, y a lo largo de las vicisitudes de su vida política, no dejó de mantenerse al tanto de los trabajos científicos. Conoció la obra de Mathiez, cuya importancia apreciaba, y utilizó los primeros trabajos de divulgación que se conocieron de Georges Lefebvre. Este mérito, por supuesto, es suyo, pero también de sus colaboradores y colaboradoras –Denise Naville, por ejemplo- que le copiaron centenares de páginas en las bibliotecas parisinas cuando los libros no estaban disponibles.
Según sabemos, a pesar de la abundancia de materiales que disponía sobre la historia de la Revolución Francesa, Trotsky nunca pensó en escribir sobre ella. Sin embargo, en los índices bien hechos, es fácil darse cuenta de que la Revolución Francesa –a la que casi siempre denominaba la Gran Revolución Francesa- constituía una de sus referencias más constantes y que no concebía un trabajo sobre la revolución que no se refiriera a ella, esbozando al menos una comparación. Se encontraron las primeras referencias importantes a la Revolución Francesa en el folleto polémico de 1904, dirigido contra Lenin, titulado Nuestras tareas políticas, con respecto al jacobinismo. Vuelve a esto en su 1905, sobre la Revolución Francesa como “revolución nacional” y “clásica”. Luego se encontrarán elementos de analogía en el conjunto de la obra de Trotsky, por supuesto en primer lugar en su Historia de la Revolución Rusa y su Stalin, pero también en todos sus textos polémicos y programáticos de la época de la Oposición de Izquierda, luego de la IV Internacional, contra Stalin y los epígonos. Respecto a esto, hay que destacar el importante lugar que tienen las referencias al “Termidor” y al “bonapartismo” en estos trabajos que, por cierto, son trabajos militantes circunstanciales, pero son también muy cuidados en el plano de esta teoría, que eminentes críticos los bautizan, con una evidente incomprensión, como su “sociología”.
En consecuencia, no se encontrará en la obra de Trotsky un análisis original de la Revolución Francesa en sí misma y por sí misma. Se podrá notar una evolución importante que le hace pasar el acento de la burguesía en su conjunto a los “sans-culottes”, como motor revolucionario. El lector se arriesga a veces a sentir que Trotsky maltrata un poco las categorías establecidas por Marx y que el “proletariado” constituye para él una noción un poco elástica, ya que llena sus páginas con los que llama los “oprimidos”, los “explotados”, las capas más pobres. Pero no se trata de aquellos que, como escribe Marat[1], no tienen otra riqueza que su progenie (proles en latín) y a los que los romanos con su cinismo de opresores y explotadores bautizaron “proletarios”.
Tratando de abstraernos de la utilización contemporánea del análisis con un objetivo teórico o polémico –volveremos a esto más tarde- hemos intentado sustraer de la obra de Trotsky, por una parte, su visión general del movimiento y del desarrollo de la revolución, y por otra, la imposibilidad de la Revolución Francesa de ir hasta el final en su tiempo y las nuevas formas políticas que originó en su reflujo inevitable.
Entonces nos será posible intentar una apreciación de fondo: en su tratamiento de la Revolución Francesa. ¿Trotsky era historiador o “sociólogo”, teórico o militante revolucionario, todo esto a la vez, o bien finalmente vio mucho más allá este tema que lo apasionaba y que creía comprender a través de su propia experiencia?


Las analogías

En el momento en que dejaba por segunda vez el territorio de la Unión Soviética, expulsado por decisión del mismo partido en nombre del que, doce años antes, había dirigido la insurrección victoriosa por el poder, Trotsky se indignaba:
Habría que ser un servil sin remedio para negar la importancia histórica mun­dial de la Gran Revolución Francesa.[2]
No disimulaba los motivos que lo animaban y destacó la validez del método de las “analogías”, no solamente para el historiador, sino ante todo para el político revolucionario:
Existen rasgos comunes a todas las revoluciones los cuales permiten la analogía, y aun la exigen imperiosamente, si es que hemos de basarnos en las lecciones del pasado y no reiniciar la historia desde cero en cada nueva etapa.[3]
Sin embargo, la analogía no podría ser perfecta y en 1935 observa que sería “de un pedantismo ciego tratar de hacer coincidir las distintas etapas de la Revolución Rusa con los acontecimientos análogos de fines de siglo xviii en Francia”[4]. Efectivamente, la historia se desarrolla en el tiempo, y las transformaciones que se dieron se vuelven datos de base. En sus observaciones preliminares a su análisis sobre el carácter de la Revolución Rusa en el siglo xx, Trotsky, en 1909, destacaba el carácter original de la gran Revolución Francesa, o más bien, su doble carácter, “burgués” y “nacional”, escribiendo:
En la época heroica de la historia de Francia, contemplamos una burguesía que todavía no es consciente de los contrastes de que está llena su situación, tomando la dirección de la lucha por un nuevo orden de cosas, no solamente contra las instituciones anticuadas de Francia, sino incluso contra las fuerzas reaccionarias de toda Europa. Progresivamente, la burguesía, representada por sus fracciones, se considera como el jefe de la nación y de hecho se convierte en ello, arrastra a las masas a la lucha, les da un lema, les enseña una táctica de combate. La democracia introduce en la nación el lazo de una ideología política. El pueblo –pequeñoburgueses, campesinos y obreros- elige como diputados a burgueses y las instrucciones que entregan los municipios a sus representantes están escritas en el lenguaje de la burguesía que toma conciencia de su papel de Mesías.[5]
La burguesía, en su combate, ha arrastrado a las demás capas de ese Tercer Estado, del que ella sólo era el estrato superior:
[…] La poderosa corriente de la lucha revolucionaria expulsa, uno tras otro de la vida política a los elementos más estacionarios de la burguesía. Ninguna capa es arrastrada antes de transmitir su energía a las capas siguientes. La nación en su conjunto sigue combatiendo por los fines que se había asignado, por medios cada vez más violentos y decisivos [...] La Gran Revolución Francesa es realmente una revolución nacional. Todavía más. En ella, dentro de los marcos nacionales encuentra su expresión clásica la lucha mundial de la clase burguesa por la dominación, por el poder, por un triunfo indiscutible[6].
Ya en 1848, la burguesía se volvió incapaz de jugar un rol similar, al igual que sus capas intermedias, la pequeña burguesía, la clase campesina, la democracia intelectual. El proletariado todavía era muy débil.
Pero precisamente porque la Revolución Francesa se desarrolló según un esquema “clásico”, y de alguna manera, químicamente puro, como una experiencia de laboratorio, el observador puede aprehender en su desenvolvimiento las leyes de su desarrollo, y verificarlas para su generalización en condiciones concretas necesariamente diferentes.

La Revolución como explosión de contradicciones

Nuestro lector conoce, esperemos, el paralelo fascinante establecido por Trotsky, en su Historia de la Revolución Rusa, entre Luis XVI y María Antonieta y Nicolás II y la zarina Alejandra[7]. Rechazando las explicaciones psicológicas absolutas que desfiguran la historia al disimular las fuerzas sociales, muestra cómo las “personalidades” de los soberanos eran poca cosa comparadas a las contradicciones sociales acumuladas y a las explosiones en cadena comandadas por las explosiones de la crisis en las alturas. Trotsky recuerda que Robespierre, en la Asamblea Legislativa, advertía a sus colegas contra las ilusiones de un desarrollo revolucionario rápido en Europa, al recordar la experiencia francesa entrada ahora en las conciencias: en Francia, fue “la oposición de la nobleza, que debilitó a la monarquía” la que “puso en movimiento a la burguesía y tras ella, a las masas populares”. Rechazando la idea que dan los historiadores liberales según la cual el rey había cavado su propia tumba aliándose a la contrarrevolución, lo que, recuerda no sin humor, “no lo salvó de la guillotina ni a él primero, ni más tarde a los Girondinos”, afirma:
Las contradicciones sociales acumuladas tenían que brotar al exterior, y al hacerlo, llevar a término su labor depuradora. Ante la presión de las masas populares, que sacaban por fin a combate franco sus infortunios, sus ofensas, sus pasiones, sus esperanzas, sus ilusiones y sus objetivos, las combinaciones tramadas en las alturas entre la monarquía y el liberalismo no tenían un valor meramente episódico y podían ejercer a lo sumo una influencia sobre el orden cronológico de los hechos, y acaso sobre su número, pero nunca sobre el desarrollo general del drama, ni mucho menos sobre su inevitable desenlace.[8]
Hace falta el talento literario de Trotsky para mostrar el carácter dinámico y explosivo de estas contradicciones en movimiento, que pesan desde hace años, y pueden, bajo el peso de otras nuevas, resultar en compromisos concluidos en algunas horas (los Mirabeau[9] y los La Fayette[10] se volvieron campeones de esta monarquía, de la que habían dinamitado su autoridad), pero también de las contradicciones que, invisibles en los primeros tiempos, pronto se revelan gigantescas e irreconciliables, las de los “sans-culottes” contra la aristocracia y los burgueses acomodados y ricos, las de los campesinos contra los mismos, las de los burgueses contra la Iglesia, etc. Trotsky escribe:
¡Qué espectáculo más maravilloso -y al mismo tiempo más bajamente calumniado- el de los esfuerzos de los sectores plebeyos para alzarse del subsuelo y de las catacumbas sociales y entrar en la palestra, vedada para ellos, en que aquellos hombres de peluca y calzón corto decidían de los destinos de la nación! Parecía que los mismos cimientos, pisoteados por la burguesía ilustrada, se arrimaban y se movían, que surgían cabezas humanas de aquella masa informe, que se tendían hacia arriba con las manos encallecidas y se percibían voces roncas, pero valientes. Los barrios de París, ciudadelas de la revolución, conquistaban su propia vida y eran reconocidos […] y se transformaban en secciones. Pero invariablemente rompían las barreras de la legalidad y recibían una avalancha de sangre fresca desde abajo, abriendo el paso en sus filas, contra la ley, a los pobres, a los privados de todo derecho, a los sans-culottes. Al mismo tiempo, los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal. Y así, bajo los pies de la segunda nación, se levanta la tercera.[11]
Exalta “la energía, la valentía y la unanimidad de esta nueva clase que se había alzado del fondo de los distritos parisinos y hallaba su asidero en las aldeas más atrasadas”[12].

¿Existe un “deterioro del poder”?

En este recorrido, Trotsky se venga de las frases de café que los autores de divulgación e incluso algunos especialistas siguen utilizando hoy. Evidentemente, se trata de fórmulas fatalistas como la “revolución que devora sus hijos” o el poder “que deteriora”. La realidad es que las circunstancias cambian con el desarrollo histórico y que los hombres y grupos políticos no pueden más que sufrir las consecuencias de estas modificaciones, lo que Trotsky llama “la ruptura de la correlación entre lo objetivo y lo subjetivo”. Escribe:
Los hombres y los partidos no son heroicos o ridículos en sí y por sí sino por su actitud ante las circunstancias.[13]
Especialmente atento al descrédito que golpeó uno tras otro a los grupos de valientes revolucionarios que habían sido los héroes de las primeras etapas de la revolución, constata:
Cuando la revolución francesa entró en su fase decisiva, el más eminente de los Girondinos parecía una figura lamentable y ridícula al lado del más común de los Jacobinos.[14]
Es así que un Roland, que fue un ministro brissotin[15], como se decía entonces e inspector de las manufacturas, lo que constituía para la época una calificación técnica y científica excepcional, “personaje respetable”, aparece en un momento como “una viva caricatura sobre el fondo de 1792”.
Dedicándose luego a un fenómeno ya antiguamente constatado, ya que los romanos lo tradujeron en términos de destino –“Quos vult perdere Jupiter dementat” (a los que van a perder, Júpiter los vuelve locos) –intenta explicarlo:
En un determinado momento de la Revolución, los jefes Girondinos perdieron totalmente la brújula. A pesar de su popularidad e inteligencia, sólo cometen errores y torpezas. Parecen participar activamente en su propio fracaso. Más tarde, es el turno de Danton y sus amigos. Los historiadores y los biógrafos no dejan de asombrarse de la actividad desordenada, pasiva y pueril de Danton en los últimos meses de su vida. Lo mismo para Robespierre y los suyos: desorientación, pasividad e incoherencia en los momentos más críticos. La explicación es evidente. En un momento dado, cada uno de estos grupos ha agotado sus posibilidades políticas y ya no podía avanzar contra la poderosa realidad: condiciones económicas internas, presión internacional, nuevas corrientes que tenían consecuencias en las masas, etc. En estas condiciones, cada paso comenzaba a producir el resultado contrario al esperado. Pero la abstención política ya no era favorable.[16]
Sin pronunciar la palabra, está claro que Trotsky considera el desarrollo revolucionario bajo el ángulo de la revolución permanente que da cuenta del desarrollo político, incluidas la grandeza y la decadencia de los hombres, de las fuerzas sociales y políticas, de los clubes y de los partidos. Esto es lo que desarrolla en La revolución traicionada:
La continuidad de las etapas de la Gran Revolución Francesa, tanto en su época ascendente como en su etapa descendente, muestra de una manera indiscutible que la fuerza de los ‘jefes’ y de los ‘héroes’ consistía, sobre todo, en su acuerdo con el carácter de las clases y de las capas sociales que los apoyaban; sólo esta correspondencia, y no superioridades absolutas, permitió a cada uno de ellos marcar con su personalidad cierto periodo histórico. Hay, en la sucesión al poder de los Mirabeau, Brissot, Robespierre, Barras, Bonaparte, una legítima objetividad infinitamente más poderosa que los rasgos particulares de los protagonistas históricos mismos[17].
Prosigue
Se sabe suficientemente que hasta ahora todas las revoluciones han suscitado reacciones y aun contrarrevoluciones posteriores que, por lo demás, nunca han logrado que la nación vuelva a su primitivo punto de partida, aunque siempre se han adueñado de la parte del león en el reparto de las conquistas. Por regla general, los pioneros, los iniciadores, los conductores, que se encontraban a la cabeza de las masas durante el primer periodo, son las víctimas de la primera corriente de reacción, mientras que surgen al primer plano hombres del segundo, unidos a los antiguos enemigos de la revolución. Bajo este dramático duelo de corifeos sobre la escena política abierta, se ocultan los cambios habidos en las relaciones entre las clases y, no menos importante, profundos cambios en la psicología de las masas, hasta hace poco revolucionarias.[18]

¿Se puede hacer una revolución a medias?

La misma explicación vale para este otro fenómeno observado por Saint-Just[19] y expresado por él como una ley del desarrollo de las revoluciones. Según él “los que hacen la revolución a medias no hacen más que cavarse su propia tumba”. Nadie podría discutir que Mirabeau fue en una época el brillante representante de la revolución en ascenso. Nadie podría negar tampoco que ha desaparecido sin pena ni gloria después de haber intentado reconciliar la revolución con la monarquía, es decir, de haber intentado detener la revolución mientras que ella recién había comenzado y estaba lejos de haber agotado sus fuentes de energía, renovadas sin cesar por la movilización de nuevas capas. Menos brillante orador y escritor, pero dotado de una sólida y prestigiosa leyenda, La Fayette no fue menos para la Francia de esa época: “el héroe de dos mundos”, antes de pasarse al bando del ejército extranjero. Respecto a esto, Trotsky aporta una explicación:
El 17 de julio de 1791 La Fayette ametralló en el campo de Marte a una manifestación pacífica de republicanos que intentaba dirigirse con una petición a la Asamblea nacional que amparaba la perfidia del poder real […] La burguesía realista confiaba liquidar, mediante una oportuna represión sangrienta, al partido de la revolución para siempre. Los republicanos, que no se sentían aún suficientemente fuertes para la victoria, eludieron la lucha, lo cual era muy razonable, y se apresuraron incluso a afirmar que nada tenían que ver con los que habían participado en la petición, lo cual era, desde luego, indigno y equivocado. El régimen de terrorismo burgués obligó a los Jacobinos a mantenerse quietos durante algunos meses. Robespierre buscó refugio en casa del carpintero Duplay, Desmoulins se ocultó, Danton pasó algunas semanas en Inglaterra. Pero, a pesar de todo, la provocación realista fracasó […].[20]
Trotsky, al pasar, pone de relieve un aspecto del desarrollo de las revoluciones: todo intento de detener la revolución por la mitad es, independientemente de las intenciones de sus instigadores y autores, el inicio de una empresa de contrarrevolución, a través de la lucha contra la revolución que continúa.
En realidad, son las fuerzas sociales las que dictan esta continuación de la revolución en Francia a partir de 1789 y que actuarán, finalmente, para una sociedad francesa que será, a fines del siglo xviii, más avanzada en su transformación social que la Alemania luego de la revolución de 1918 o España luego de abril de 1931, cuando ambos monarcas, en los dos casos, habían tomado el camino de Varennes[21], y habían tenido suerte de que no los detuvo un Drouet[22].
La Revolución Francesa es la resultante de una alianza objetiva duradera entre las masas campesinas, levantadas contra los aristócratas y el viejo régimen feudal, y los sans-culottes de las ciudades, y especialmente de París. No son las masas campesinas las que empezaron el combate sistemático contra la aristocracia y sus privilegios en los campos, aunque de una manera u otra, no han dejado de llevarlo adelante durante siglos. Sino que es la burguesía la que ha desatado el verdadero proceso de liberación. Trotsky escribe:
En Francia, la lucha contra el absolutismo de la Corona, la aristocracia y los príncipes de la Iglesia obligó a la burguesía, representada por sus diferentes capas, a hacer, a finales del siglo xviii, una revolución agraria radical. La clase campesina independiente salida de esta revolución fue durante mucho tiempo el sostén del orden burgués.[23]
Sin embargo, el desarrollo concreto lo lleva a hacer algunos retoques y matices a este cuadro general, en las páginas del mismo volumen. Efectivamente, la lucha contra la detención de la revolución en su mitad, contra el renacimiento de la contrarrevolución es lo que ha anudado la alianza que le ha permitido a la revolución ir hasta el final en el terreno social y la destrucción del antiguo Régimen.
Durante cinco años, los campesinos franceses se sublevaron en todos los momentos críticos de revolución, oponiéndose a un acomodamiento entre los propietarios feudales y los propietarios burgueses. Los sans-culottes de París, al derramar su sangre por la república, liberaron a los campesinos de las trabas del feudalismo.[24]
Entonces, fundamentalmente “los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal”[25]. Pero al mismo tiempo, este empuje del campesinado sólo podía tener sentido porque en las puertas del poder, en París, los sans-culottes combatiendo por la república, les ofrecían un régimen político que los protegía de las tentativas de restauración (contrarrevolución).

Las contradicciones y la dualidad de poder

La principal característica del desarrollo revolucionario destacada por Trotsky con respecto a la Revolución Francesa, se deriva muy probablemente de su propia observación y experiencia de la Revolución Rusa, en la que fue actor ¡y qué actor! Es la constatación que las contradicciones sociales, en el desarrollo de la revolución, se estabilizan y se desestabilizan bajo la forma de situaciones de “doble poder” en una curva ascendente, primero, descendente, luego. En cada caso, la cuestión de la hegemonía entre los dos poderes en conflicto está dirigida por la fuerza o, si se prefiere, por una “guerra civil”, por breve que ella sea.
En este punto, nos gustaría dejarle casi exclusivamente la palabra. Escribe:
En la gran Revolución Francesa, la Asamblea Constituyente, cuya espina dorsal eran los elementos del “Tercer Estado”, concentra en sus manos el poder, aunque sin despojar al rey de todas sus prerrogativas. El período de la Asamblea Constituyente es un período característico de la dualidad de poderes, que termina con la fuga del rey a Varennes y no se liquida formalmente hasta la instauración de la República.
La primera Constitución francesa (1791), basada en la ficción de la independencia completa de los poderes legislativo y ejecutivo, ocultaba en realidad, o se esforzaba en ocultar al pueblo, la dualidad de poderes reinante: de un lado, la burguesía, atrincherada definitivamente en la Asamblea Nacional, después de la toma de la Bastilla por el pueblo; del otro, la vieja monarquía, que se apoyaba aún en la aristocracia, el clero, la burocracia y la casta militar, sin hablar ya de las esperanzas en una intervención extranjera. Este régimen contradictorio albergaba la simiente de su inevitable derrumbamiento. En este atolladero no había más salida que destruir la representación burguesa poniendo a contribución las fuerzas de la reacción europea, o llevar a la guillotina al rey y a la monarquía. París y Coblenza tenían que medir sus fuerzas en este pleito.[26]
De hecho una segunda dualidad de poder está por surgir incluso antes de la guerra y de la caída del rey:
Pero antes de que las cosas terminen en este dilema: la guerra o la guillotina, entra en escena la Comuna de París, que se apoya en las capas inferiores del “Tercer Estado” y que disputa, cada vez con mayor audacia, el poder a los representantes oficiales de la nación burguesa. Surge así una nueva dualidad de poderes, cuyas primeras manifestaciones observables ya en 1790, cuando todavía la gran y mediana burguesía se hallan instaladas a sus anchas en la administración del Estado y en los municipios […]
En un principio, las secciones de París mantenían una actitud de oposición frente a la Comuna, que se hallaba todavía en manos de la honorable burguesía. Pero con el gesto audaz del 10 de agosto de 1792, las secciones se apoderan de ella. En lo sucesivo, la Comuna revolucionaria se levanta primero frente a la Asamblea Legislativa y luego frente a la Convención; ambas rezagadas con respecto a la marcha y a los fines de la revolución, registraban los acontecimientos, pero no los promovían […].[27]
Y es por este avance de la dualidad de poder que Trotsky llega a la conclusión del Terror y a la dictadura del Comité de Salvación Pública.
Los explotadores han empantanado tanto el carro de la sociedad que, para destrabarlo, hace falta una obstinada energía y esfuerzos verdaderamente revolucionarios. Los Jacobinos nos han ofrecido, hace ciento cuarenta años, un ejemplo formidable. Son los pobres, la plebe, los explotados los que han creado el gobierno de la Montaña, el gobierno más fuerte que haya conocido Francia y es ese gobierno el que ha salvado a Francia en las circunstancias más trágicas.[28]
La ley del desarrollo revolucionario a través de las dualidades de poder no deja de jugar y Trotsky continúa:
La necesidad de la dictadura, tan característica lo mismo de la revolución que de la contrarrevolución, se desprende de las contradicciones insoportables de la dualidad de poderes. El tránsito de una forma a otra se efectúa por medio de la guerra civil. Además, las grandes etapas de la revolución, es decir, el paso del poder a nuevas clases o sectores, no coinciden de un modo absoluto con los ciclos de las instituciones representativas, las cuales siguen, como la sombra al cuerpo, a la dinámica de la revolución. Cierto es que, al fin de cuentas, la dictadura revolucionaria de los sans-culottes se funde con la dictadura de la Convención; pero ¿de qué Convención? Una Convención de la cual han sido eliminados por el Terror los Girondinos, que todavía ayer dominaban en sus bancas; una Convención cercenada, adaptada al régimen de la nueva fuerza social.[29]
Pero verdaderamente se trata de una ley general de desarrollo de la revolución y de la contrarrevolución. Trotsky concluye:
Así, por los peldaños de la dualidad de poderes, la Revolución Francesa asciende en el transcurso de cuatro años hasta su culminación. Y desde el 9 Termidor, la revolución empieza a descender otra vez por los peldaños de la dualidad de poderes. Y otra vez la guerra civil precede a cada descenso, del mismo modo que antes había acompañado cada nueva ascensión.[30]

La dictadura jacobina y el Terror

En estas condiciones, se entiende que Trotsky no haya podido ser, en ningún caso, un admirador de los Jacobinos[31], aunque sea capaz de rendirle el homenaje que merecen según su opinión. Para él, el mérito de Robespierre[32] y de los suyos ha residido en la proclamación del principio revolucionario y en su defensa encarnizada contra la Europa feudal. Pero comparte íntegramente la apreciación de Engels –de acuerdo con Marx en este punto- en su carta a Kautsky del 20 de febrero de 1887, en la cual él explica que el Terror sólo tiene sentido en tiempos de guerra:
Una vez preservadas las fronteras gracias a las victorias militares y después de la destrucción de esta fanática Comuna que había querido llevar la libertad a los pueblos a punta de bayoneta, el Terror, como arma de la Revolución, se sobreviviría a sí mismo. Es verdad que Robespierre estaba entonces en la cima de su poder, pero, dice Engels, ‘a partir de ahora el Terror se volvió para él un medio para su propia preservación y, de repente, se convertía en un absurdo’.[33]
En su polémica contra Lenin quien, como sabemos, había intentado asociar “jacobinismo” con “socialismo” en un famoso párrafo de su folleto Un paso adelante, dos pasos atrás, Trotsky ha pintado un fresco despiadado del “jacobinismo” como fenómeno histórico situado en el pasado, y aunque haya reconocido equivocarse en el contenido en la polémica contra Lenin, nunca volvió a esto –y sin ninguna duda, no tenía ninguna razón para volver. Detrás del ardor y las fórmulas tajantes de la polémica dentro del movimiento socialista, más allá del duro discurso, se oculta el siguiente análisis que presentamos:
El jacobinismo, escribe él, es el apogeo en la tensión de la energía revolucionaria en la época de la autoemancipación de la sociedad burguesa. Es el máximo de radicalización que podía producir la sociedad burguesa, no por el desarrollo de sus contradicciones internas, sino por su retroceso y su represión; en la teoría, el llamado a los Derechos del Hombre, abstracto, del ciudadano, abstracto, en la práctica, la guillotina.[34]
Aquí también, los Jacobinos no se comportan de acuerdo con principios abstractos, aunque los agiten, sino que se comportan como hombres en un callejón sin salida, porque el contexto económico y social de la época no da ninguna base para la perduración de su poder y el desencadenamiento del Terror es para ellos un medio de violar las leyes de la Historia que deben sufrir:
La Historia debía detenerse para que los Jacobinos pudiesen conservar el poder, porque todo movimiento en avance debía oponer unos a otros los diversos elementos que, activa o pasivamente, sostenían a los Jacobinos y debía así, por sus fricciones internas, debilitar la voluntad revolucionaria que encabezaba la Montaña. Los Jacobinos no creían y no podían creer que su verdad –la Verdad- se apoderará cada vez más de las almas a medida que el tiempo avance. Los hechos le demostraron lo contrario: de todas partes, de todas las fisuras de la sociedad salían intrigantes, hipócritas, ‘aristócratas’ y moderados […] Mantener el apogeo del empuje revolucionario al instituir el ‘estado de sitio’ y determinar las líneas de demarcación con el filo de la guillotina, tal era la táctica que se dictaba a los Jacobinos por su instinto de conservación política.[35]
Capaces, en el momento del peligro supremo de “hacer encolerizar” a los sans-culottes y de movilizar las masas en defensa de la “nación” por medio de ese “patriotismo” que creaban sobre la base del principio revolucionario y la defensa incondicional contra el extranjero, los jacobinos de 1793 no tenían un programa susceptible de inscribirse en la realidad de su tiempo:
Los Jacobinos eran utopistas. Se fijaban como tarea ‘fundar una república sobre las bases de la razón y la igualdad’. Querían una república igualitaria sobre la base de la propiedad privada; querían una república de la razón y de la virtud en el marco de la explotación de una clase por la otra. Sus métodos de lucha no hacían más que derivarse de su utopismo revolucionario: ubicados en el filo de una gigantesca contradicción, apelaban en su ayuda al filo de la guillotina.[36]
Trotsky muestra luego cómo esta situación objetiva cortaba a los jacobinos de toda salida política y les cortaba la hierba bajo los pies a pesar de todas sus declamaciones voluntaristas llamadas a desaparecer en el más negro de los pesimismos:
Los Jacobinos eran puros idealistas […] Creían en la fuerza absoluta de la Idea, de la ‘Verdad’ y consideraban que ninguna hecatombe de seres humanos sería superflua para construir el pedestal de esa verdad. Todo lo que se apartaba de los principios que ellos proclamaban de la moral universal no era más que el fruto del vicio y de la hipocresía. ‘Sólo conozco dos partidos –decía Maximilien Robespierre en uno de sus últimos grandes discursos, el famoso discurso del 8 Termidor- el de los buenos y el de los malos ciudadanos’.
A una fe absoluta en la idea metafísica se correspondía una desconfianza absoluta con respecto a los hombres reales. La ‘sospecha’ era el método inevitable para servir a la ‘Verdad’ al mismo tiempo que el deber supremo del ‘verdadero patriota’. Ninguna comprensión de la lucha de clases, de ese mecanismo social que determina el choque ‘de las opiniones e ideas’, y así, ninguna perspectiva histórica, ninguna certeza que algunas contradicciones en el terreno de las opiniones e ideas se profundizarían inevitablemente mientras que otras se atenuarían a medida que se desarrollara la lucha de las fuerzas liberadas por la revolución.[37]
El veredicto de Trotsky sobre la acción heroica de los jacobinos es tan severo como el de la Historia, según él:
La historia tenía que detenerse para que los Jacobinos pudieran conservar su posición por más tiempo; pero no se detuvo. Ya no quedaba más que pelearse despiadadamente contra el movimiento natural hasta su agotamiento total. Toda pausa, toda concesión, por mínima que fuese, significaba la muerte.
Esta tragedia histórica, este sentimiento de lo irreparable, animan el discurso que pronunció Robespierre el 8 Termidor en la Convención y que retomó esa misma noche en el Club de los Jacobinos: ‘En la carrera en que estamos, detenerse antes del final, es morir y habremos retrocedido vergonzosamente. Ustedes han ordenado el castigo de algunos criminales, autores de todos los males, que se atreven a resistir a la justicia nacional, y se los sacrifica por los destinos de la patria y de la humanidad: atengámonos entonces a todos los flagelos que pueden acarrear las facciones que se agitan impunemente […] Dejen flotar las riendas de la revolución por un momento, verán al despotismo militar apoderarse de ella y a los jefes de las facciones derrocar a la representación nacional civil; un siglo de guerras civiles y de calamidades desolará a nuestra patria y moriremos por no haber querido apoderarnos de un momento determinado en la historia de los hombres para fundar la libertad; someteremos a nuestra patria a un siglo de calamidades y las maldiciones del pueblo se fijarán en nuestra memoria ¡que debía ser querida para el género humano![38]
Finalmente, es a Trotsky a quien debemos una de las descripciones más severas de la obstinación terrorista en el poder:
Los Jacobinos levantaban entre ellos y el moderantismo el filo de la guillotina. La lógica del movimiento de clase iba contra ellos y se esforzaban en decapitarla. Delirio: esta hidra siempre tenía muchas cabezas; y las cabezas consagradas a los ideales de virtud y de verdad eran cada vez más raras. Los Jacobinos se ‘purificaban’ debilitándose. La guillotina no era más que el instrumento mecánico de su suicidio político, pero el propio suicidio era la salida fatal de su situación histórica sin esperanza, situación en la que se encontraban los representantes de la igualdad sobre la base de la propiedad privada, los profetas de la moral universal en el marco de la explotación de clase.
‘Se necesitan grandes crisis para purificar un cuerpo engangrenado: hay que cortar los miembros para salvar el cuerpo. Mientras tengamos malos dirigentes, podremos estar equivocados; pero cuando sepamos cuáles son los verdaderos Jacobinos, serán nuestros guías, nos uniremos a Danton, a Robespierre y salvaremos al Estado’. Un año y medio más tarde, en el momento en que Danton y muchos otros de los ‘auténticos jacobinos’ habían sido decapitados, como miembros atacados por la gangrena, en el mismo club, empleando casi las mismas palabras, otro jacobino hablaba y volvía a hablar de ‘depuración’: ‘Si nos purgamos, es para tener el derecho de purgar a Francia. No dejaremos ningún cuerpo heterogéneo en la República: los enemigos de la libertad deben temblar, porque el arma está levantada; será la Convención quien la arrojará. Nuestros enemigos no son tan numerosos como se nos quiere hacer creer; pronto serán puestos en evidencia, y aparecerán en la escena de la guillotina. Se dice que queremos destruir la Convención: no, ella permanecerá intacta; pero queremos cortar las ramas muertas de ese gran árbol. Las grandes medidas que tomamos se parecen a ráfagas de viento que hacen caer los frutos agusanados y dejan los frutos buenos en el árbol; después de esto, ustedes podrán recoger los que queden: estarán maduros y sabrosos; llevarán la vida a la República. ¿Qué me importa que las ramas sean muchas si están podridas? Vale más que queden unas pocas, con la condición que sean verdes y fuertes.[39]

Los límites de la gran Revolución

A Trotsky le gusta citar a Jean-Paul Marat, lúcido analista de la revolución que se despliega ante él y con él. Para él, Marat ha sido “tan calumniado por los historiadores oficiales” –y lo es todavía en gran medida-, porque él ha sentido el “cruel revés social” de las revoluciones sociales. Lo cita casi de memoria cuando escribía en julio de 1792:
La revolución se realiza y se sostiene por las clases bajas de la población, por estos seres heridos que la insolente riqueza trata de canallas [...] Después de ciertos éxitos al inicio, el movimiento finalmente es derrotado: siempre le faltan conocimientos, recursos, armas, jefes, un plan de acción, se queda indefenso frente a los conspiradores que tienen experiencia, astucia y habilidad.[40]
Indiscutiblemente, a fines del siglo xviii, “las clases oprimidas” no tienen ni los conocimientos, ni la experiencia, ni la dirección capaces de llevarlas a la victoria. Sin embargo, en el momento de mayor peligro, han demostrado tensar toda su energía, en nombre de las perspectivas que se presagian –pero semejante esfuerzo, tanto para un individuo como para cientos de miles, colectivamente, está forzosamente limitado en el tiempo y da lugar a un relajamiento o a un reflujo, la desilusión ante la flaqueza de los resultados, la apatía ante la ausencia o la confusión de las perspectivas. Y esto estaba en un contexto tal que Robespierre había intentado mantener el poder de los restos del partido jacobino y había fracasado.
Trotsky subraya, por otra parte, que las causas de lo que podemos llamar la “impotencia del jacobinismo” hay que buscarlas no solamente en el terreno de la subjetividad de las masas, sino en la objetividad de las relaciones sociales. Escribe:
El cansancio de las masas y la desmoralización de los cuadros contribuyeron también en el siglo xviii a la victoria de los termidorianos sobre los jacobinos. Pero bajo estos fenómenos, en realidad temporales, se realizaba un proceso orgánico más profundo. Los jacobinos estaban apoyados por las capas inferiores de la pequeña burguesía, alzadas por la poderosa corriente, y como la revolución del siglo xviii respondía al desarrollo de las fuerzas productivas, no podía menos que llevar al fin y al cabo a la gran burguesía al poder.[41]
Algunos años antes, había expresado la misma idea en una forma algo diferente, quizás un poco más detallada, al escribir:
La caída de los jacobinos estaba predeterminada por la falta de madurez de las relaciones sociales: la izquierda (artesanos y comerciantes arruinados), privada de la posibilidad de desarrollo económico no podía constituir un apoyo firme para la revolución; la derecha (burguesía) crecía inevitablemente; además, Europa, económica y políticamente más atrasada, impedía que la revolución se extendiera más allá de los límites de Francia.[42]
Sigue su verdadero veredicto sobre el balance de Robespierre y de los suyos:
La política de los jacobinos, a pesar de ser la más clarividente, era incapaz de modificar radicalmente el curso de los acontecimientos.[43]
En realidad, pasado el peligro exterior e interior, aparentemente asegurada la obra esencial de la revolución, la burguesía, momentáneamente apartada por el empuje de los sans-culottes, sólo podía surgir de nuevo. Para “encolerizar” a estos últimos, hubiera sido necesario satisfacer sus reivindicaciones más urgentes, asegurar, en palabras muy significativas, su “subsistencia”. Pero las medidas de orden económico, “la igualdad jacobina burguesa”, escribe Trotsky, “que reviste la forma de la reglamentación de lo máximo, restringía el desarrollo y la extensión del bienestar burgués”. Ahora bien, la burguesía aspiraba a ese bienestar social. La caída de Robespierre, en el 9 Termidor, es, en un sentido, la revancha de la burguesía en sus aspiraciones reprimidas en nombre de las necesidades políticas:
Termidor se basa en un fundamento social. Es una cuestión de pan, de carne, de vivienda, y en lo posible, de lujo. La igualdad jacobina burguesa, que reviste la forma de la reglamentación de lo máximo, restringía el desarrollo de la economía burguesa y la extensión del bienestar burgués. Sobre este punto, los termidorianos sabían lo que querían: en la Declaración de los Derechos del Hombre, excluyeron el párrafo esencial: ‘Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos’. A quienes pedían el restablecimiento de este importante párrafo jacobino, los termidorianos les dirán que eso estaba equivocado y, en consecuencia, era peligroso; naturalmente, los hombres eran iguales en derechos, pero no en sus actitudes y en sus bienes. Termidor es una protesta directa contra el carácter espartano y contra el esfuerzo hacia la igualdad.[44]

Termidor

Indiscutiblemente, Trotsky ha consagrado al fenómeno del Termidor las reflexiones y los análisis más importantes de su estudio de la Revolución Francesa, en la medida en que constituían inevitablemente la fuente de referencia analógica pero también la hipótesis de trabajo sobre la génesis de la burocracia privilegiada, de la nueva “aristocracia roja”, nacida sobre las conquistas de la Revolución de Octubre y el poder del Estado obrero soviético. No faltan textos y estudios –y sin dudas, el golpe de piqueta de Mercader nos ha privado de los desarrollos anunciados por las primeras reflexiones, en el Stalin inacabado, sobre Los Termidorianos de Georges Lefebvre[45].
Sobre el significado del Termidor, las bases del análisis de Trotsky se indicaron más arriba relativas a la impotencia de la dictadura espartana y por el esfuerzo por la igualdad de los jacobinos.
La primera eta­pa en el camino de la reacción fue el Termidor. Los nue­vos funcionarios y propietarios querían gozar en paz de los frutos de la revolución. Los viejos Jacobinos intran­sigentes constituían un obstáculo en su camino; pero los nuevos estratos propietarios no osaban aparecer con su bandera propia. Necesitaban esconderse detrás de los jacobinos. Durante un lapso breve utilizaron a algu­nos Jacobinos de segundo o tercer orden.[46]
Trotsky destaca que el 9 Termidor fue concebido, organizado y llevado adelante por los “Jacobinos de izquierda” levantados contra el terror que también amenaza a un cierto número de bandidos de la Convención. Cita a Georges Lefebvre mostrando que “la tarea de los termidorianos consistía en representar al 9 Termidor como un episodio secundario, una simple purga de elementos hostiles para preservar el núcleo fundamental de los Jacobinos y para continuar su política tradicional”. También indica, siempre según Georges Lefebvre, que “en el primer período del Termidor, el ataque no fue dirigido contra los Jacobinos, como un todo, sino solamente contra los terroristas”:
Los Jacobinos no fueron golpeados como Jacobinos, sino como terroristas, como robespierristas.[47]
Recalca que Barère[48] afirma a la Convención, en nombre del Comité de Salvación Pública, que nada importante ha ocurrido durante el 9 Termidor.
Quizás los actores de los hechos lo sentían así y sin duda el acontecimiento, y sobre todo, sus consecuencias, no respondieron concretamente a sus expectativas. Pero fueron superados rápidamente por la reacción que, en realidad, no habían provocado, sino encarnado:
El Termidor francés, desencadenado por los Jacobinos de izquierda, se volvía finalmente en reacción contra los Jacobinos. Terroristas, Montagnards, Jacobinos se volvieron términos injuriosos. En las provincias, los árboles de la Libertad fueron talados y la insignia tricolor fue pisoteada.[49]
Los propios termidorianos culpan al pasado, y, como ya lo notaba Aulard, no se conforman con “haber matado a Robespierre y sus amigos”, sino que los calumnian, presentándolos ante Francia como leales al rey y traidores vendidos al extranjero, “agentes de Pitt y Cobourg[50]”. “El temor a la crítica, escribe Trotsky, es el miedo a las masas”.
¿Termidor no es más que una “reacción”? ¿Y con qué límites? ¿O es la primera etapa de la “contrarrevolución”? A la segunda pregunta, Trotsky responde claramente:
La respuesta depende la extensión que le demos, en cada caso concreto, al concepto de “contrarrevolución”. El cambio social que se dio entre 1789 y 1793 fue de carácter burgués. En esencia se redujo a la sustitución de la propiedad feudal fija por la “libre” propiedad burguesa. La contrarrevolución “correspondiente” a esta revolución tendría que haber significado el restablecimiento de la propie­dad feudal. Pero el Termidor ni siquiera intentó tomar esta dirección. Robespierre buscó apoyo entre los artesanos, el Directorio entre la burguesía mediana. Bonaparte se alió con los banqueros. Todos estos cambios, que por supuesto no sólo tenían un sentido político sino también un sentido social, se dieron sin embargo sobre la base de la nueva sociedad y el nuevo estado de la burguesía.[51]
Precisa más, por otra parte:
El vuelco del 9 de Termidor no liquidó las conquis­tas básicas de la revolución burguesa pero traspasó el poder a manos de los jacobinos más moderados y conservadores, los elementos más pudientes de la sociedad burguesa.[52]
De lo que se trata finalmente en el Termidor, es del “reparto de ventajas del nuevo régimen social entre las diferentes fracciones del Tercer Estado victorioso”, y este reparto está hecho en detrimento de las capas más desfavorecidas que habían sido el agente de la continuación y la profundización de la revolución, en detrimento de los que Jean-Paul Marat llamaba “las clases oprimidas”. En ese sentido, como en el sentido de la democracia política, Termidor constituye una profunda reacción.
Bajo las formas de esa reacción, Trotsky escribe en las últimas páginas de su Stalin:
Los Jacobinos se mantuvieron sobre todo gracias a la presión de las calles sobre la Convención. Los termidorianos, es decir, los Jacobinos desertores, intentaron emplear el mismo método, pero con fines opuestos. Comenzaron a organizar a los hijos bien vestidos de la burguesía, a los ex sans-culottes. Estos miembros de la juventud dotada, o simplemente los ‘jóvenes’ como los llamaba con indulgencia la prensa conservadora, se convirtieron en un factor muy importante de la política nacional que, a medida que los Jacobinos fueron expulsados de sus puestos administrativos, estos ‘jóvenes’ ocupaban su lugar […]
La burguesía termidoriana se caracterizaba por su profundo odio a los Montagnards, porque sus propios dirigentes habían sido tomados entre los hombres que habían dirigido a los sans-culottes. La burguesía, y con ella, los termidorianos, temían ante todo una sublevación popular. Es precisamente durante este período que se formaba plenamente la conciencia de clase en la burguesía francesa: ella detestaba a los Jacobinos y a los semi Jacobinos con un odio rabioso –como los traidores a sus intereses más sagrados, como los desertores que se pasaron al bando enemigo, como renegados.[53]
Restan los límites que Trotsky asigna al Termidor en el pasado
Termidor, es la reacción después de la revolución, pero una reacción que no llega a cambiar la base social del nuevo orden.[54]

El bonapartismo

Desde el punto de vista de las tendencias fundamentales, en la pluma de Trotsky, no es fácil hacer la distinción entre “termidor” y “bonapartismo”, cada vez que el tema es abordado indirectamente. Es que uno surge del otro con tan pocas conmociones que el golpe de estado del 18 Brumario, perfectamente logrado con éxito como se sabe, presenta todas las características del golpe de estado fallido… Trotsky escribe que esta continuidad es perceptible a través de los hombres de entonces:
Muchos termidorianos salieron antiguamente del partido Jacobino del que Bonaparte mismo fue miembro; y entre los antiguos Jacobinos, el Primer Cónsul, más tarde Emperador de los Franceses, encontró sus más fieles servidores.[55]
En realidad, la situación abierta por iniciativa de los termidorianos ha sido, en las condiciones dadas, el glacis para la instalación del bonapartismo. La inestabilidad política amenazaba por ambos lados al nuevo régimen social y el remedio fue la dictadura del sable, que aportó la estabilidad deseada. Todavía era necesario que esto fuera posible concretamente. Trotsky escribe:
Para que el pequeño corso pudiera levantarse por encima de la joven nación burguesa, era preciso que la revolución hubiera cumplido previamente su misión fundamental: que se diera la tierra a los campesinos y que se formara un ejército victorioso sobre la nueva base social. En el siglo xviii, la revolución no podía ir más allá: lo único que podía hacer era retroceder. En este retroceso se venían abajo, sin embargo, sus conquistas fundamentales. Pero había que conservarlas a toda costa. El antagonismo, cada día más hondo, pero sin madurar todavía, entre la burguesía y el proletariado, mantenía en un estado de extrema tensión a un país sacudido hasta los cimientos. En estas condiciones, se precisaba un "juez nacional". Napoleón dio al gran burgués la posibilidad de reunir pingües beneficios, garantizó a los campesinos sus parcelas, dio la posibilidad a los hijos de los campesinos y a los desheredados de robar en la guerra. El juez tenía el sable en la mano y desempeñaba personalmente la misión del alguacil. El bonapartismo del primer Bonaparte estaba sólidamente fundamentado.[56]
Sin embargo, no habría que hacerse una idea falsa del “arbitraje” del Bonaparte[57] que “concilia” los intereses divergentes, sino solamente los que se basan en una misma base social y dirige, en consecuencia su fuerza, su poder más concentrado contra las capas más oprimidas. Trotsky escribe:
Llevando hasta sus últimas conse­cuencias la política del Termidor, Napoleón no só­lo combatió al mundo feudal sino también a la “chus­ma" y a los círculos democráticos de la pequeña y mediana burguesía; de esta forma concentró los frutos del régimen nacido de la revolución en manos de la nueva aristocracia burguesa[58].
En una de sus brillantes fórmulas –y muy bien traducidas por Maurice Parijanine-, se extiende para demostrar la concentración real del poder del supuesto “árbitro”:
El guardia no está en la puerta, sino en el tejado de la casa; pero la función es la misma. La independencia del bonapartismo es, en un grado extraordinario, exterior, demostrativa, decorativa: su símbolo es el manto imperial.[59]
Pero con el manto imperial se termina así la historia de la Gran Revolución Francesa.

Algunos puntos de vista interesantes

La lectura o la relectura de los pasajes de la obra de Trotsky que tocan al pasar a la Revolución Francesa aviva el disgusto por la ausencia de un trabajo específico que podría haber consagrado y permite, dicho sea de paso, medir la cortedad de vista de los editores de los años de 1930 que no le encomendaron, luego de haber leído Historia de la Revolución rusa, una obra sobre ella. Página tras página, una brillante observación o una rutilante dosis de humor, un resumen, muestran lo que se ha perdido con esta laguna.
Levanta su voz con un éxito particular contra los representantes de las clases o los grupos que buscan en la maldad o en la deshonestidad de su pretendido adversario la causa de sus propias derrotas y siempre ven su mano como la del malvado. Así, ironiza sobre los Girondinos[60] imputando a los Jacobinos “la responsabilidad de las masacres de septiembre, la desaparición de un colchón en un cuartel y la propaganda a favor de la ley agraria”[61]. Así, filosofa sobre la necesidad de las clases amenazadas de consolarse de sus males encontrando una explicación al alcance de su nivel de conciencia: de Fersen asegurando que el dinero prusiano fluye suavemente en los Jacobinos y que es así como ellos “compran” a la plebe y la arrojan a las calles a manifestar[62].
Un análisis fino de las condiciones de la preparación de la insurrección del 10 de agosto lo lleva a constatar que se trata de una insurrección cuya fecha fue citada de antemano por… la lógica de las cosas, cita para la ocasión una frase de Jaurès, en donde subraya la enorme pertinencia respecto a esto:
Las secciones, al someter la cuestión al examen de la Asamblea Legislativa, no se entregaban para nada a una ‘ilusión constitucional’; allí no había más que un método para preparar la insurrección asegurando así su camuflaje legal. Para apoyar sus peticiones, las secciones, lo sabemos, se sublevaron al son del clarín, con las armas en la mano.[63]
En otro momento, constatando el contraste entre la Revolución Francesa y la revolución inglesa que la había precedido, indica que porque Francia había “saltado por encima la Reforma”, “la iglesia católica en calidad de iglesia del Estado logra a vivir hasta la revolución” y que esta encontró “expresión y justificación” no “en los textos bíblicos, sino en las abstracciones democráticas”. Tendrá intenciones, por otra parte, de destacar esta patada dirigida a los patrones, de derecha o de izquierda, de la III República francesa, cuando está escribiendo su Historia de la Revolución Rusa:
Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura de Robespierre, pueden permitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad.[64]
Y es sobre esta ironía a los regentes de la III República que ahora vamos a esforzarnos a responder a las preguntas planteadas al comienzo de este estudio.

¿Trotsky historiador de la Revolución Francesa?

El 22 de agosto de 1917, criticando en Proletari a los “conciliadores” mencheviques y SR, Trotsky trazaba al pasar este resumen memorable:
A fines del siglo xviii, hubo en Francia una revolución que se llamó, correctamente, “la gran Revolución”. Fue una revolución burguesa. En el transcurso de una de sus fases, el poder cayó en manos de los Jacobinos que eran apoyados por los “sans-culottes”, es decir, los trabajadores semi proletarios de las ciudades, y que interpusieron entre ellos y los Girondinos, el partido liberal de la burguesía, los cadetes de esa época, el rectángulo neto de la guillotina. Solamente es la dictadura de los Jacobinos la que dio a la Revolución Francesa su importancia histórica, que hizo de ella la “gran Revolución”. Y sin embargo, esta dictadura fue instaurada no solamente sin la burguesía, sino también contra ella y a pesar de ella. Robespierre, a quien no le fue dado iniciarse en las ideas de Plejanov, invirtió todas las leyes de la sociología y, en lugar de darle la mano a los Girondinos, les cortó la cabeza. Esto era cruel, sin dudas. Pero esta crueldad no impidió que la Revolución Francesa se vuelva “grande” en los límites de su carácter burgués. Marx […] ha dicho que ‘el terrorismo francés en su conjunto no fue más que una manera plebeya de terminar con los enemigos de la burguesía’. Y, como esta burguesía tenía miedo de sus métodos plebeyos para terminar con los enemigos del pueblo, los Jacobinos no solamente privaron a la burguesía del poder, sino que también le aplicaron una ley de hierro y de sangre cada vez que ella hacía el intento de detener o “moderar” el trabajo de los Jacobinos. En consecuencia, está claro que los Jacobinos han llevado a término una revolución burguesa sin la burguesía”.
A pesar de muchos desarrollos destacables, sin embargo es imposible responder a la pregunta de saber si Trotsky fue formalmente un historiador de la Revolución Francesa, como lo fue de la Revolución Rusa, y una respuesta negativa no podría aportar nada al conocimiento de Trotsky o de la Revolución Francesa.
Por el contrario, estamos interesados en saber si, al abordar la historia de la “gran Revolución Francesa” como un elemento comparativo en varias obras dedicadas a otro tema, Trotsky, ha hecho la labor de historiador, es decir, ha contribuido a nuestra comprensión de este fenómeno histórico capital, en el comienzo de la época contemporánea. Por lo demás, sabemos –y ya hemos destacado- que nunca trató este tema en sí mismo, que la información que utiliza ya está a disposición de todos en los libros y en los archivos de documentos, lo que hace de su trabajo lo que la Universidad acuerda en calificar de trabajo de “segunda mano” y que nosotros preferimos considerar como una “interpretación”.
Desde este punto de vista, no nos detendremos a discutir largamente la crítica publicada en noviembre de 1938 en el American Journal of Sociology, por Louis Gottschalk sobre Trotsky y “la historia natural de las revoluciones”[65], no más que su afirmación según la cual habría en Trotsky un conflicto entre el historiador y el sociólogo, perceptible a través del frecuente recurso a lo que el historiador norteamericano de la Revolución Francesa llama “la necesidad objetiva”. Para Gottchalk, en efecto, el historiador, en la medida en que da cuenta de un acontecimiento verdaderamente “único”, no podría sucumbir a la tentación de jugar al sociólogo, es decir, a generalizar. El profesor de la Universidad de Chicago, fiel a la regla de la división y de la separación de las actividades académicas, juega el rol que le incumbe en un informe para una revista especializada. Solamente destacaremos que Gottchalk, para su severa amonestación, se apoya esencialmente en el empleo que hace Trotsky de las analogías históricas, y en particular de las referencias a la Revolución Francesa, que encuentra que algunas son argumentos forzados.
La crítica de Isaac Deutscher, aparentemente, es muy parecida. Quien es sucesivamente el biógrafo de Stalin y de Trotsky y no vaciló en dirigir tanto a uno como al otro sus amonestaciones tardías, encuentra en especial que la analogía con el Termidor de la Revolución francesa es totalmente “oscura”[66]. Más aún, lleva directamente su crítica al centro de nuestro tema afirmando que, como ocurre frecuentemente cuando “una analogía histórica se convierte en una consigna política”, “ninguno de los que la debaten tienen una idea clara del precedente al que hacen referencia”[67]. Y asegura que Trotsky debía “revisar su interpretación” varias veces, mientras que no es la interpretación del Termidor francés lo que Trotsky revisa formalmente -¡sino la del Termidor soviético! Haciéndose el maestro de escuela en nombre de la ciencia y de la lucha contra el oscurantismo (“lo muerto aprehende lo vivo”), el brillante periodista amonesta vigorosamente a Trotsky, responsable de tan horrible confusión. No saldrá nada de esta amonestación, Isaac Deutscher no ha tenido el cuidado de indicarnos en qué era falsa la idea que Trotsky se hacía del Termidor de la Revolución Francesa. Y es necesario agregar, con respecto a ese gusto por las correcciones que manifiesta aquí, que un muy fuerte trabajo universitario, desgraciadamente inédito, ha estudiado de cerca la crítica de Deutscher sobre la cuestión del Termidor en Trotsky y concluye correctamente:
En realidad, si Isaac Deutscher no adhiere a la interpretación trotskista del Termidor soviético, no es a causa de los errores históricos que contendría. La refuta porque se inscribe en una política general a la que él no suscribe.[68]
El profesor israelí Baruch Knei-Paz no tiene las pretensiones de Gottschalk ni de Deutscher. Así, se abstiene totalmente de criticar los “errores históricos”, contentándose con asegurar, por ejemplo, que las cualidades de la Historia de la Revolución Rusa en historia pura son “solamente menores”[69], pero al mismo tiempo rinde un gran homenaje a su poder de imaginación, a la evocación de escenas, de la atmósfera y del drama. Su conclusión nos deja insatisfechos: “El se identificaba a sí mismo con la Historia y, en ese sentido dramático, identificaba la historia a sí mismo”…[70] Pero entonces, ¿y la Revolución Francesa?
Tratemos de buscar nosotros mismos los recursos para calificar y caracterizar las notas históricas con las que Trotsky ha sembrado su obra y que conciernen a la Revolución Francesa, ya que sus críticos más determinados finalmente han eludido el obstáculo. Hemos apreciado, en los pasajes que hemos releído de la pluma de Trotsky sobre la gran Revolución Francesa, trozos de bravura que traza su escritura brillante, que en la atmósfera revolucionaria, es fuente de la mejor inspiración, y urgente solicitud de su capacidad de comprender y explicar, su gusto y su don del fresco gigantesco, del movimiento, de lo que él llama “el desarrollo histórico”. Trotsky es evidentemente la pluma, el gran escritor, el lírico, que un Knei-Paz o un Deutscher no han podido reconocer para nada.
Y luego existe Trotsky como revolucionario –y no como “sociólogo”, según los términos de Gottschalk: el hombre que reflexiona en una perspectiva histórica, que busca precedentes en la historia, que quiere descubrir y verificar en la acción de las leyes del desarrollo histórico, del movimiento –ese movimiento que anima el fresco y se llama revolución. Existe el hombre que compara, identifica, distingue, evalúa, proyecta, porque no quiere “recomenzar eternamente la Historia desde el principio”, porque es un hombre de acción comprometido en la transformación del mundo. Trotsky quiere hacer de la Historia, a través del estudio del pasado, una herramienta de la comprensión del presente para su transformación. Esto es probablemente lo que le reprochen sus críticos atados a la representación de un “acontecimiento único”, y para quienes el ejercicio de la profesión de historiador no es, sin duda, más que un medio de ganarse la vida.
En lo que nos concierne, modestamente, y sin buscar rebajar a los historiadores profesionales –que somos- que buscan y encuentran documentos y testimonios y explican acontecimientos únicos o encadenados, mentalidades o modos de vida, no podemos más que constatar cuán viva es la imagen de la Revolución Francesa escrita al pasar por Trotsky. Quizás haya que agregar que este inmenso episodio de la historia de la humanidad que él denominaba “la gran Revolución Francesa”, ha aportado al revolucionario ruso elementos para comprender las batallas que ha librado, ganadas o perdidas. Al menos en un terreno en donde la pregunta puede obtener una respuesta, es en el del Ejército Rojo. Por lo que Trotsky ha concluido de la historia de la Revolución Francesa y de sus guerras, los volúmenes de Escritos militares permiten entender que el fundador y jefe del Ejército Rojo de 1918 hasta el fin de la guerra civil siempre tuvo puesta la mirada en los soldados de 1793. Ya se trate de la utilización de “comisarios políticos” sobre el modelo de “representantes en misión”, del empleo masivo de oficiales profesionales –por lo tanto, del Antiguo Régimen- castigados con la muerte en caso de derrota, de la combinación entre elección y promoción de los jóvenes jefes que se revelaban como entrenadores de hombres, y finalmente, de la cobertura de la moral de los combatientes por la resplandeciente retórica del “pacto con la muerte”, está claro que aquí, conscientemente, se ha hecho el lazo entre las dos revoluciones. Esta constatación no bastará para hacer de Trotsky un miembro de la Academia de Ciencias Históricas con título póstumo, pero al menos tendrá el mérito de subrayar la importancia de la historia escrita para los hombres que tienen la ambición de hacer historia sin más.

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[1] Jean Paul Marat (1743-1793). Revolucionario francés, nacido en Suiza, era dirigente del ala radicalizada de la Revolución Francesa. Estudió medicina en París y se doctoró en Londres, donde en 1774 publicó en inglés The Chains of Slavery, obra en la que critica a la monarquía ilustrada. Durante la Revolución publicó el periódico L'Ami du Peuple, plataforma de sus ideas sobre la libertad de expresión y la condena del Antiguo Régimen. En 1792 fue elegido miembro de la Convención y de la Comuna de París. Fue asesinado por Charlotte Corday, una joven que pertenecía al partido girondino, el ala moderada de la Revolución.
[2] “¿Adónde va la república soviética?”, 25 de febrero de 1935. Escritos, CD CEIP León Trotsky.
[3] Ibídem.
[4] “Estado obrero, Termidor y bonapartismo”, 1 de febrero de 1935. Escritos, CD CEIP León Trotsky
[5] 1905, Ed. CEIP León Trotsky, p. 58.
[6] Ibídem.
[7] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 67-70.
[8] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 70.
[9] Honoré Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau. (1749-1791). Importante activista y teórico de la Revolución Francesa, fue partidario e impulsor de la monarquía constitucional.
[10] Marie-Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier, Marqués de La Fayette, se lo conoció también como Marqués de La Fayette o Lafayette (1757-1834). Fue general en la revolución de Estados Unidos y dirigente de la Guardia Nacional durante la Revolución Francesa.
[11] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 131.
[12] Ídem.
[13] Histoire de la Révolution Russe, éd. Rieder, 4 vol, III, 14 (citada por Pierre Broué).
[14] Ídem.
[15] Republicano durante la Revolución Francesa.
[16] Carta a Denise Naville y Jean Rous, Œuvres 17, p. 225.
[17] La revolución traicionada, Ed. Antídoto, p. 78.
[18] Ídem.
[19] Louis Antonie León Saint-Just (1767-1794). Fue un político revolucionario francés, varias veces miembro del Comité de Salvación Pública y adversario de los girondinos. Durante la reacción termidoriana, la Convención decidió ejecutarlo sin juicio, junto a Robespierre.
[20] Historia de la Revolución rusa, tomo 2, p. 48.
[21] Hace referencia a la huida de la familia real, desde París hasta Varennes, que ocurrió el 21 de junio de 1791.
[22] Jean Baptiste Drouet (1763-1824) se encargó de detener y vigilar el carruaje del rey Luis XVI en Varennes hasta la llegada del ayudante de campo de La Fayette. Posteriormente, los reyes fueron arrestados. Luis XVI fue guillotinado el 21 de enero de 1793 y María Antonieta de Austria el 16 de octubre del mismo año.
[23] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 42.
[24] Historia de la Revolución rusa, tomo 2, p. 196.
[25] Historia de la Revolución rusa, tomo 1 p. 131.
[26] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 130-131.
[27] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 131
[28] “Por un programa de acción”, Œuvres, 4, p. 94.
[29] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 131
[30] Historia de la Revolución rusa, tomo 1, p. 131
[31] Los jacobinos, cuyo nombre proviene de sus reuniones en el convento de la orden de los jacobinos, eran extremistas, duros y estaban muy bien organizados, respaldados por el Consejo y el pueblo de París. Estaba principalmente integrado por profesionales y modestos propietarios que querían abolir definitivamente la monarquía y proclamar una República democrática, con derecho a voto para todas las clases sociales.
[32] Maximilien de Robespierre (1758-1794). Político de la Revolución francesa, fue uno de los principales dirigentes de los jacobinos. Instauró el régimen del terror para para salvar a la Revolución de las múltiples amenazas que se cernían sobre ella: el ataque militar de las monarquías absolutistas europeas coligadas contra Francia, la amplitud de la insurrección contrarrevolucionaria en el interior (conocida como la Vendée), la quiebra de la Hacienda Pública y el empobrecimiento de las masas populares.
[33] “La burocracia se mantiene por el terror”, Oeuvres, 6, p. 261.
[34] Nos tâches politiques, Ed. Belfond, p. 184.
[35] Nos tâches politiques, p. 184-185.
[36] Nos tâches politiques, p. 185.
[37] Nos tâches politiques, p. 185-186.
[38] Nos tâches politiques, p. 188.
[39] Ídem, p. 188.
[40] Citado en Historia de la revolución rusa, tomo 1.
[41] La revolución traicionada, Ed. Antídoto, p. 87
[42] El nuevo curso. Tomado de Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición. Ediciones del CEIP León Trotsky, p. 289-290.
[43] El nuevo curso. Tomado de Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición. Ediciones del CEIP León Trotsky, p. 290.
[44] “La Réaction thermidorienne”, Staline, p. 44.
[45] George Lefebvre (1854-1959). Historiador francés, considerado una eminencia en el tema de la Revolución Francesa.
[46] “¿Adónde va la república soviética?”, 25 de febrero de 1935. Escritos, CD CEIP León Trotsky
[47] “La Réaction thermidorienne”. Staline, p. 551.
[48] Bertrand Barère de Vieuzac (1755-1841), diputado a la Convención, de la que fue elegido presidente en 1792. Fue miembro del Comité de Salvación Pública y no abandonó a Robespierre hasta última hora.
[49] “La Réaction thermidorienne”. Staline, p. 562.
[50] Se refiere a William Pitt, primer ministro de Inglaterra en los períodos 1783-1801 y 1804-1806 El Príncipe de Cobourg comandaba el ejército del Sacro Imperio de los Países Bajos durante la época.
[51] “Estado obrero, termidor y bonapartismo”, 1 de febrero de 1935, Escritos, CD CEIP León Trotsky.
[52] Ibídem.
[53] “La Réaction thermidorienne”. Staline, p. 318-319.
[54] The case of Leon Trotsky, p. 122.
[55] La revolución traicionada, Ed. Antídoto, p. 84
[56] Historia de la revolución rusa, tomo 2, p. 87-88.
[57] Napoleón Bonaparte (1769-1821). Militar y gobernante francés, ideólogo del golpe de Estado del 18 Brumario en 1799. Durante la Revolución Francesa y el Directorio fue general republicano.
[58] “Estado obrero, termidor y bonapartismo”, 1 de febrero de 1935, Escritos, CD CEIP León Trotsky.
[59] Historia de la revolución rusa, tomo 2, p. 89.
[60] Los girondinos eran patrones y grandes comerciantes que integraban la gran burguesía. Provenían de una zona situada al sur de Francia, denominada Gironda, de la tomaron su nombre. Eran moderados, tenían el apoyo de las provincias y su objetivo era hallar un acuerdo con la monarquía y la nobleza, limitando el poder real, pero sin permitir el derecho a voto a las clases pobres, que no pagaban impuestos. Temían perder sus privilegios por obra de los movimientos populares. Constituían el ala derecha de la Revolución Francesa.
[61] Historia de la revolución rusa, t. 3
[62] Historia de la revolución rusa, t. 3
[63] Historia de la revolución rusa, t. 4
[64] Historia de la revolución rusa, 1, p. 21.
[65] Louis Gottschalk, “Leon Trotsky and the Natural History of Revolutions”, American Journal of Sociology, Noviembre de 1938, p. 338-354.
[66] I. Deutscher, Trotsky, III, p. 313.
[67] I. Deutscher, Trotsky, II, p. 311. En realidad, Trotsky manifiesta oscilaciones bastante importantes en el análisis del Termidor francés. El ejemplo más extremo, en contradicción con textos posteriores como anteriores, se encuentra en La defensa de la URSS y la Oposición, escrito en 1929, en donde dice que Termidor “indica una transferencia de poder a manos de otra clase” (Escritos). Por otra parte, la comprensión de la confusión que nace de una definición insuficientemente rigurosa lo que lleva a Trotsky a rectificar el tiro en 1935 y decir que el Termidor ya se ha realizado, pero que no será necesaria la revolución social, sino una revolución política, para retomar el poder la clase revolucionaria.
[68] Jacques Caillosse, La cuestión del Termidor soviético en el pensamiento político de León Trotsky, D.E.S. de Ciencia política, Rennes, 1972, p. 60.
[69] Baruch Knei-Paz, The Social and Political Thought of Leon Trotsky, p. 511.
[70] Ibidem, p. 512.

Pierre Broué

Boletín Nº 12 CEIP (julio/agosto 2009) - Aniversario de la Revolución Francesa
22 07 2009

Traducción por Rossana Cortez especialmente para este boletín de “Trotsky et la Révolution française”, Cahiers Leon Trotsky N.º 30, junio de 1987, París, Institut León Trotsky, p. p. 49-68. Las citas utilizadas por Broué en este artículo se tomaron de traducciones al español de las obras. Las notas biográficas fueron preparadas especialmente para esta edición.

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