sábado, noviembre 27, 2010

El movimiento obrero español clásico: una división trágica


El viernes pasado, en el curso del acto final de la campaña Des de Baix que había congregado bien bien a medio millar de personas, y en donde se respiraba un ambiente de unidad ya forjada en la huelga general, y ahora en la lucha social y “electoral, hubo momentos de comentarios al vuelo…
En uno de ellos, un antiguo camarada me dijo con cierta sorna, “Esto es ya casi el POUM”, y en otro de los momentos de “colegeo” labrado por los años, otro me confesó con fervor que esperaba que “todo esto no se quedará aquí”.
Desde luego, quedaba mucho para lograr parte de lo que fue el POUM, además, las tareas de la actual situación son ciclópeas ya que se trata de reconocer un movimiento social que había resultado desmoronado al final de la Transición. Pero alegraba y sorprendía que en tan poco tiempo se hubieran creado tantas complicidades y confianzas, la idea clara de que estábamos a principio de un tiempo de unidad desde abajo, desde la democracia y la pluralidad. Y esto era así porque todos teníamos claro cuáles eran las prioridades…
En el caso, la discusión estaba servida, y luego la he vuelto a tener con algunas llamadas, y una nueva actividad…En el curso de estas discusiones alguien me ha pedido que porque no le “daba cuatro céntimos” de porqué el movimiento obrero clásico fue derrotado. Y ahí va una versión lo más abreviada que he sabido hacer….
Habría que empezar diciendo que el movimiento obrero del Estado español recibió la República con alborozo. Las calles y los lugares céntricos de las grandes capitales se inundaron de pueblo…
Las actividades del proletariado militante se remontaba a la mitad del siglo XIX, y lo “social” ya había aparecido como una advertencia con la Iª República, se trataba todavía joven, el proletariado estaba unido al mundo rural por múl­tiples lazos y compartía con él tradiciones y costum­bres. Se había formado en los tiempos de la I Internacional, y, como esta se alineó rápidamen­te entre socialistas y libertarios. A diferencia de casi todas partes, aquí, los anarquistas –en Andalucía y Cataluña sobre todo- conservaron una influencia mucho mayor. En 1930, la digresión era si cabía más acusada entre un sindicalismo revolucionario combativo, partidario de la acción directa, y un movimiento socialista reformista y doctrinario. Más allá estaban los comunistas, divididos cada vez más claramente entre los de obediencia soviética y los disidentes, especialmente influyentes, sobre todo el sector ligado con Maurín.
Los principios y finalidades de la central anarcosindicalista, la CNT, se habían sentado según la Carta de Amiens. Sus rápidos progresos, su devoción por la acción, le valieron en sus principios una dura repre­sión durante la Dictadura de Primo de rivera, pero también un prestigio de gente firme e incorruptible. Había desempeñado un papel de primer orden en la huelga general insurrec­cional de 1917, aunque entonces algunos de sus líderes como Salvador Seguí daban mucha importancia a la acción unida con la UGT y también a las alternativas políticas que pudieran favorecer el movimiento. Las formas de organización cenetistas eran muy flexibles. Su intransigencia respondía bastante bien a las características del proletariado de la península, joven, mísero y poco diferenciado, mar­cado por el carácter distintivo del campesinado po­bre, sensible a las acciones “ejemplares” de “mino­rías activas”, y con la República, su sector más impaciente y doctrinario –la FAI-, creyó que había que prepararse para el gran día.
Aún y así, frente a la República de “los trabajadores de todas las clases”, la inmensa mayoría proletaria confía en las reformas democráticas desde arriba, cree que la República liberal va a cumplir los sueños de la reforma agraria, de la escuela laica para todos y todas, pero en 1932, cuando el general Sanjurjo (financiado por Juan March) ensaya su golpe de Estado en Sevilla, se demostrará que no solamente no va a llevar a cabo dichas reformas. Se demuestra también que tampoco va a ser capaz de cumplir con una premisa que Azaña ve clara como el día: “O la República acaba con sus enemigos, o sus enemigos acaban con la República”.
En el periodo de tiempo que va desde abril de 1931 hasta las elecciones de 1936, el movimiento obrero no ha hecho más que crecer. La CNT se inserta en zonas de mayoría socialista, y viceversa, aunque la experiencia liderada por la fracción faísta (que une su entusiasmo revolucionario con la premisa de “Nosotros solos” en oposición a los “autoritarios marxistas”), va a provocar la división interna del sector más sindicalista (el del “Manifiesto de los Treinta” cuyos portavoces más significativos será Joan Peiró y ángel Pestaña). Contraria a una estrategia insurreccional, una “gimnasia revolucionaria” que en muchos lugares concluye trágicamente, Casas Viejas será el ejemplo más conocido. Está claro que lo más destacado de este hecho será la brutalidad represiva (que evidencia el carácter despiadado y antiobrero de los cuerpos armados), pero ello no debe esconder la ausencia de una mínima inteligencia estratégica.
El proceso de radicalización cenetista tenía no poco que ver con su desprecio al minimalismo socialista que durante la Dictadura de Primo ha encarnado mejor que nadie Largo Caballero, ministro del Trabajo de la coalición republicano-socialista. El PSOE ha purgado durante los años vente el atractivo de la Revolución rusa, que a principios de los años veinte pareció a capaz de ganar la mayoría en los Congresos. Sin embargo, esta oleada pasó, y la situación pudo ser remontada gracias a la situación en que quedó la Rusia revolucionaria después de la guerra civil. El viajero oficial del PSOE (Fernando de los Ríos), y el de la CNT (Ángel Pestaña), prescindieron totalmente de cualquier análisis objetivo del abismo de la postguerra para trazar sus testimonio desfavorables: la Rusia soviética sobrevivía en el abismo y no se parecía e nada al “socialismo” democrático o libertario. Lo que quedó del primer PCE –unos cuantos jóvenes con escasa experiencia- pronto se vería enfrentado a dos grandes obstáculos, uno fue el de la Dictadura, el otro sería el propio proceso de la Internacional que ya en 1927 será reconvertida a favor de una política que prioriza ante todo los intereses de la politica exterior rusa.
Así pues, no será hasta mediados de los años treinta que aparecerá una nueva ola prosoviética alimentada por el desprestigio del capitalismo, pero entonces la URSS ya defendía el “socialismo en un solo país” que en realidad podría traducirse por “socialismo en ningún otro país”. Sin embargo, a pesar de esto, será el comunismo el que ocupe el debate estratégico con la Alianza Obrera promovida desde 1933 por el Bloque Obrero y Campesino liderado por Maurín, y la Izquierda Comunista de Andreu Nin, abriendo un proceso sobre el que Trotsky carece de información.
Sin embargo, el PCE, entonces ya totalmente inmerso en el período ultraizquierdista del Komintern, trataba de “socialfascista” al PSOE y de “anarcofascista” a la dirección de la CNT, y bramaba contra la “Santa Alianza Obrera contrarrevolucionaria” a la que se apuntó un día antes de comenzar la insurrección de Asturias…
¿Qué era lo que se planteaba en este debate estratégico sobre el UHP (Unión de Hermanos Proletarios)?. Varias cosas y todas importantes.
--Primero, la Alianza parte de la constatación de que la coalición republicano-socialista no solamente no se ha mostrado capaz de llevar adelante sus propios planes de reforma, es que se ha mostrado más preocupada por el “orden” que por acabar con todo lo que había detrás del golpe de Sanjurjo de agosto de 1932…La demostración de este fracaso será la radicalización operada en buena parte del PSOE y de la UGT, y sobre todo de las juventudes socialistas…
--Segundo, se estaba asistiendo a un rearme de la derecha que hasta entonces había tenido suficiente con la Dictadura, y lo está haciendo con un discurso restauracionista que ya no mira hacia Primo de Rivera sino que lo hace hacia Mussolini y también hacia Alemania donde la “guerra civil” entre socialdemócratas y comunistas estalinistas, ha abierto las puertas a Hitler…Tercero, se trata de unificar la clase trabajadora organizada para luchar contra el ascenso del fascismo (que a principios de 1934 acabará con el movimiento obrero austriaco), para llevar a cabo las grandes tareas democráticas como la reforma agraria y los derechos de las nacionalidades oprimidas…
El potencial de esta propuesta se verá en el tiempo que sigue…
Una corriente muy próxima a la de los sindicalistas comunistas continuó sin embargo manifestándose en la CNT en torno a uno de sus más populares dirigentes en Cataluña, Salvador Seguí. Éste, de origen anarquista, se impuso como un dirigente obrero de primera línea en el curso de las huelgas de 1919, y pudo ser califica­do de verdadero «sindicalista revolucionario». En 1922, en la conferencia de Zaragoza, se situó entre los par­tidarios de la ruptura con la ISR, pero con argumen­tos propios. Se negó, en efecto, a la condenación, tra­dicional entre los anarquistas, de la «política», y no dudó en pronunciarse en 1919 por «la toma del po­der». En Zaragoza inspiró la adopción de una «revolu­ción política» dirigida contra los tradicionales tabúes anarquistas. Muy preocupado por el problema de la unidad obrera, buscó sistemáticamente la unidad de acción con la UGT, y un comunista como Nin, su ami­go personal, pensaba que se aproximaba al comunis­mo. Pero este organizador sin par, este combatiente obrero tan popular, era también la bestia negra de la patronal: fue asesinado por los pistoleros de Martínez Anido en el momento en que iba a concluir un acuer­do entre la CNT y la UGT contra la represión. Con él desapareció, al menos durante muchos años, la posi­bilidad de ver llegar al frente de la CNT una corriente sindicalista revolucionaria en plena evolución, que rompiera claramente con el anarquismo que persistía en su consideración “nosotros solos”…
Y es que, trágicamente, anarcosindicalistas y socialistas (y comunistas oficialistas), cada uno a su manera –parlamentaria, antiparlamentaria-, únicamente se planteaban sus propios objetivos, no consideraban que estaban condenados a entenderse. Aunque solamente fuese porque en la hora de los hornos, iban a luchar y morir juntos...
Prácticamente fuera de la ley desde 1923 y desde el inicio de la dictadura, la CNT conoció durante muchos años una crisis crónica. Entre los anarquistas tradi­cionales y una dirección nacional de tendencia sindi­calista penosamente reconstituida en 1927, se situó en estos años de clandestinidad el pequeño grupo activis­ta de los «Solidarios» animado por Juan García Oliver, Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, a quienes sus adversarios trataban de «anarcobolcheviques» porque volvían a adoptar la idea de la «toma del po­der», defendían la de una «dictadura» y la de un «ejér­cito revolucionario» que estimaban necesarios. Sobre todo, a partir de 1927, se asistió a la constitución total­mente clandestina, en el seno de la CNT y a partir de sus propias organizaciones, de la omnipotente y muy secreta FAI (Federación Anarquista Ibérica), que em­prendió la conquista sistemática de la central sindical a la que quiso convertir en el instrumento de su polí­tica putschista.
En realidad, la corriente dominante en la CNT recons­tituida en 1931 fue, sin embargo, el neorreformismo que inspiraba Angel Pestaña. Suficientemente modera­do para aceptar participar en el juego de los «comités paritarios» instituidos por la dictadura para imponer el arbitraje obligatorio de los conflictos de trabajo, no dudó, en los últimos meses de la monarquía, en hacer de la central anarcosindicalista una fuerza de punta en la coalición general que impuso la república. Dos representantes de la CNT tenían su asiento, en tanto que observadores, en la conferencia de San Sebastián de agosto de 1930, y prometían su apoyo a los republicanos y a los socialistas a cambio de la seguridad del restablecimiento de la libertad de organización y de la promulgación de una amnistía general. En noviem­bre, la dirección de la CNT negoció con el líder conser­vador Miguel Maura; en diciembre, apoyó la insurrec­ción de los oficiales republicanos de Jaca. En las elec­ciones municipales del 12 de abril de 1931, por fin, abandonando la vieja hostilidad de principios del anarquismo a las «farsas electorales», hizo votar en masa a sus partidarios por los candidatos republica­nos. Con la proclamación de la República, la CNT rea­pareció, pero en su seno se enfrentaban las corrien­tes más diversas, desde el reformismo abierto de Pes­taña y de sus compañeros al putschismo y al terroris­mo de ciertos elementos extremistas de la FAI, pasan­do por las tendencias sindicalistas todavía vacilantes.
La corriente socialista incluyendo las más «marxista», también fue profundamen­te sacudida por los acontecimientos mundiales que su­cedieron después de 1917. En el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado por Pablo Iglesias según el modelo guesdista, apareció, después de la Re­volución rusa, un ala izquierda, favorable a la adhesión del partido a la Internacional Comunista, un paso que las Juventudes Socialistas, con Juan Andrade y Luis Portela, fueron las primeras en franquear y fundar, en abril de 1920, el Partido Comunista Español. El Parti­do Socialista sufriría la escisión un poco más tarde, en abril de 1921, cuando su mayoría decidió rehusar las veintiuna condiciones de adhesión a la IC. La minoría fundó entonces el Partido Comunista Obrero Espa­ñol que se fusionaría rápidamente con el PCE bajo la presión de la Internacional. Esta fusión se logró en 1922, pero era demasiado tarde para que el joven par­tido pudiera desempeñar el papel que le asignaban sus fundadores.
Un año después se produjeron por una parte el pronunciamiento de Primo de Rivera que arrojó al partido a la ilegalidad, y por otra parte la crisis del partido bolchevique que condujo, bajo el pretexto de «bo1chevización», la sumisión mecánica de los PC a la fracción victoriosa en la Unión Soviética.
El partido perdió a uno de sus fundadores –Oscar Pérez Solís, que acabaría siendo falangista- y a muchos militantes. Aunque logró, en 1927, ganar un grupo importante de militantes de la CNT en Sevilla, con Manuel Adame y José Díaz, no cesó de debilitarse, tanto bajo los golpes de una represión sistemática como bajo los efectos de su propia política, y especialmente con expulsiones exigidas por la dirección de la Internacional cuya ac­ción fue favorecida por las condiciones precarias de la acción clandestina.
En el momento de la proclama­ción de la República, el Partido Comunista oficial no contaba apenas con más de 800 miembros en la totali­dad del país, tras responsables que eran militantes desde fecha reciente y que fueron preferidos, a causa de su docilidad a las directrices venidas de Moscú, a los supervivientes de la «vieja guardia». Cuadros ente­ros del partido fueron expulsados de hecho sin que se les diera ningún tipo de razones, ni argumentando los verdaderos motivos: así sucedió en la Federación Ca­talano-Balear que dirigían Maurín y Arlandis, en la Agrupación Madrileña de Luis Portela, en la Agrupa­ción de Valencia, en la Federación Asturiana, todas orientadas por hombres que eran mucho más conoci­dos como dirigentes obreros que los dirigentes del par­tido oficial.
El propio Andreu Nin volvió a España en 1930. El antiguo secretario de la CNT, y después de la ISR, estaba ligado a la oposición de izquierda rusa, miembro de su «comisión internacional», amigo per­sonal de Trotsky. Con otros militantes -especialmente Juan Andrade y Henri Lacroix, que habían seguido, por su parte, el mismo itinerario- se dedicó a cons­truir en España la oposición comunista de izquierda, buscando las vías de un acuerdo con Maurín para la unificación de los grupos comunistas de oposición.
En los medios comunistas, las reacciones ante la proclamación de la República eran igualmente muy diversas. El PCE oficial recibió la orden de lanzar la consigna de «¡Abajo la república burguesa! ¡El poder para los soviets!», cuando no existía en España, según dijo «Pravda», la sombra de un soviet o de un organis­mo parecido. Maurín -que reconoció sin dificultad la influencia ejercida sobre él, en aquella época, por Bu­jarin y los «comunistas de derecha»-1 y Nin -a quien vimos unido a Trotsky- llamaron, por el contrario, a la lucha por la realización de las consignas de la re­volución democrática, de la que estimaban que sólo los trabajadores podían arrancarlas, y que su conquis­ta constituía un elemento primordial en la lucha por la revolución socialista. Los dos hombres, sin embar­go, se oponían a propósito de la cuestión nacional: igualmente catalán, partidario de la autodeterminación, Andreu Nin no aprobaba la posición de Maurín y de su organización en favor de la independencia de Ca­taluña, y le reprochaba su estrecha colaboración con la pequeña burguesía catalanista.
Como en los otros países, la escisión que siguió a la fundación de la Internacional Comunista desplazó en España un poco más a la derecha al Partido Socia­lista, que había rehusado en 1921 las veintiuna condi­ciones de admisión a la Internacional Comunista. El PSOE Y la central sindical que controlaba, la Unión General de Trabajadores (UGT), se pronunciaron en 1923 por una colaboración con la dictadura y acepta­ron las promesas que les ofreció Primo de Rivera. El secretario general de la UGT, Francisco Largo Caba­llero, se convirtió en consejero de Estado.
La UGT uti­lizó sistemáticamente durante la dictadura organis­mos de colaboración como los comités paritarios pa­ra hacer progresar su implantación en detrimento de la CNT, perseguida y dividida. Los socialistas, parti­darios de la colaboración de clases bajo la dictadura de Primo de Rivera, eran resueltamente reformistas a fortiori, a partir de la proclamación de la Repúbli­ca: uno de ellos, Indalecio Prieto, fue uno de los anima­dores del reagrupamiento de la oposición frente a la dictadura, luego, frente a la monarquía, uno de los principales organizadores de la conferencia de San Sebastián. La presencia en el gobierno provisional de ministros socialistas constituyó para el nuevo régimen una garantía sobre su izquierda, una protección contra las impacientes aspiraciones de las masas obreras y campesinas, al mismo tiempo que una promesa de «re­formas» profundas y de leyes sociales para satisfacer algunas de las reivindicaciones más inmediatas.
Sin embargo, sería erróneo no ver en el gobierno nada más que a una fuerza de orden. Su política reformista no era más fuerte que las ilusiones de los trabajadores ha­cia el nuevo régimen, además del miedo que temporal­mente podían inspirar a una oligarquía inquieta. La verdad es que la proclamación de la República abrió la vía de las reivindicaciones obreras y campesinas que las clases en el poder no eran capaces de satisfa­cer. En definitiva, la revolución estaba a la orden del día. El problema era saber si podría organizarse en España la fuerza necesaria para su victoria: los ele­mentos existían en todas partes, tanto en la UGT como en la CNT, en las filas de los «faístas», y en las de los sindicalistas, en los comunistas oficiales o no, en los jóvenes que se despertaban a la vida política y se apun­taban en tal o cual organización política o sindical. ¿Cómo construir el marco que permitiría reunirlas? Tal fue el objeto de la discusión que se llevó entre comu­nistas, entre Maurín y Nin en Barcelona, entre Nin y Trotsky a través de cartas, en un círculo todavía re­ducido de militantes que no tenían por el momento más arma que la experiencia de las revoluciones del siglo XX, victoriosas o vencidas, y la convicción de que la hora de la revolución proletaria se acercaba en Es­paña de modo inevitable.
Lo más común entre los historiadores instalados es mirar el movimiento durante la II República con los ojos del presente inmediato. O sea de un tiempo en el que dicho movimiento entra y sale por la puerta del servicio, y la inmensa mayoría de trabajadores desconfían de los sindicatos igualmente instalados, y cuando la mayor parte de sus dirigentes hablan de “competitividad” como sí tal cosa, y la lucha de clases existe, pero la iniciativa la llevan desde arriba. Desde el gran dinero.
El movimiento obrero en los años treinta fue la espina dorsal de la República, como lo fue .más todavía- de la República en armas. La izquierda republicana liderada por Manuel Azaña nunca hubiera gobernado sin el soporte del PSOE y la UGT primero, y de la coalición obrera que dio apoyo al Frente Popular. La guerra civil seguramente no habría tenido lugar si el gobierno liberal republicano salido de las elecciones de febrero de 1936 no hubiera mirado hacia otro lado mientras los fascistas de fuera (pero sobre todo) de dentro del Ejército, tramaban el asesinato de todo un pueblo.
Desdichadamente, el movimiento obrero español estaba fracturado desde los tiempos de la AIT entre dos almas, la socialdemócrata reformista y la anarquista. Cuando ambas corrientes coincidieron en el movimiento, como sucedió en la huelga general de agosto de 1917, y parcialmente en el ¡UHP¡ de 1934, y su potencial era enorme.
Sin embargo, este potencia se desarrollaría primordialmente bajo el signo del sectarismo y el desencuentro, no se trabajó por crear organismos unitarios, eso que en los lugares donde los cenetistas eran muy minoritario, trabajaban en la UGT, y viceversa, de hecho, unos cuanto socialistas tomaron parte en la formación de la CNT…
Sería muy importante aprender las lecciones negativas, y también las positivas, que las hubo, sobre todo la Alianza Obrera, y especialmente en Asturias.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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