Lo que pase a partir de ahora no será visto con buenos ojos por las próximas generaciones
En comparación con lo que podría haber sido, se trata de un milagro. En comparación con lo que debería haber sido, se trata de un desastre.
En el estrecho marco dentro del cual han tenido lugar las conversaciones por el clima de Naciones Unidas en París, el borrador obtenido es un gran éxito. El alivio de las delegaciones y las felicitaciones que ellas mismas se han hecho al saludar el texto final reconocen el fracaso de Copenhague de hace seis años, cuando las conversaciones superaron todos los tiempos previstos antes del fiasco final. El acuerdo de París todavía está aguardando la aprobación formal, pero el límite de 1,5 ºC de calentamiento global al que se aspiraba, después de que esta exigencia fuese rechazada durante tantos años, puede ser visto –siempre dentro de este marco– como una rotunda victoria. En este sentido y en otros, el texto final tiene más fuerza que la que muchos pensaban.
Desde fuera de ese marco, el texto tiene otra apariencia. Yo dudo que cualquiera de los negociadores crea que como resultado de las conversaciones el calentamiento global no superará los 1,5 ºC. Tal como lo reconoce el preámbulo del acuerdo y a la vista de la debilidad de las promesas que los gobiernos llevaron a París, incluso el límite de 2 ºC es tremendamente ambicioso. Aunque algunos países negociaron con buena fe, es probable que los resultados reales nos conduzcan una crisis climática peligrosa para todos, y letal para muchos. Nuestros gobiernos hablan de no cargar con una deuda a las generaciones futuras; pero han acordado justamente cargar a nuestros sucesores con una herencia mucho más peligrosa: el dióxido de carbono procedente de la continua quema de combustibles fósiles y, en el largo plazo, el impacto que esto producirá en el clima del planeta Tierra.
Con un calentamiento de 2 ºC, grandes zonas del mundo serán menos habitables. Es probable que los habitantes de esas regiones se enfrentarán a fenómenos extremos: peores sequías en algunos lugares, peores inundaciones en otros, tormentas más intensas y, posiblemente, graves disminuciones en la provisión de alimentos. Numerosas islas y zonas de costa marítima de muchas partes del mundo corren el peligro de desaparecer bajo el agua.
Una combinación de acidificación del agua del mar, muerte de colonias de corales y derretimiento del hielo ártico harían colapsar las cadenas tróficas marinas. En tierra, las selvas tropicales retrocederían, los ríos se secarían y aumentaría la desertización. La extinción en masa podría ser el sello distintivo de nuestra época. Tal como fue definido por los delegados con sus aplausos, este es el aspecto que tendrá el éxito.
E, incluso en sus propios términos, ¿qué aspecto tendría el fracaso? Bueno, el fracaso también es posible. En tanto los primeros borradores especificaban fechas y porcentajes, el texto final solo apunta a “alcanzar el pico de emisión de gases de efecto invernadero tan pronto como sea posible”. Esto puede significar tanto cualquier cosa como nada.
Para ser justos, el fracaso no pertenece a las conversaciones de París, sino a la totalidad del proceso. Un calentamiento máximo de 1,5 ºC, hoy día una aspiración y un objetivo improbables, era absolutamente realizable en 1995, cuanto tuvo lugar, en Berlín, la primera conferencia por el clima de Naciones Unidas. Han pasado 20 años de indecisiones provocadas por la acción –directa, encubierta y a menudo siniestramente descarada– por parte del lobby de las corporaciones de los combustibles fósiles junto con la escasa disposición de los gobiernos para explicar a sus votantes que el pensamiento a corto plazo –u oportunista– tiene consecuencias en el largo plazo. Todo esto ha hecho que la ventana de oportunidad esté ahora casi cerrada. Las conversaciones de París han sido las mejores que ha habido hasta ahora. En sí mismo, esto es una terrible acusación.
Con todo lo progresista que pueda ser el resultado de la COP21 en comparación con todo lo anterior, nos deja con un acuerdo –cómicamente– chueco. Mientras que la mayor parte de las negociaciones relacionadas con otras situaciones en el mundo buscan resolver ambos extremos del problema, la de Naciones Unidas referida a la cuestión climática se ha centrado exclusivamente en el consumo de los combustibles fósiles, pero se ha desentendido de su producción.
En París, los delegados han acordado solemnemente la disminución de la demanda de estos combustibles, mientras que cada uno de los países productores trata de maximizar su suministro. Incluso, el gobierno de Reino Unido se ha impuesto una obligación legal –con la Ley de Infraestructuras de 2015– para “maximizar la reactivación económica” del sector productor de crudo y gas de Reino Unido. La extracción de combustibles fósiles es un hecho fuerte. Pero el acuerdo de París está lleno de hechos débiles: promesas que pueden olvidarse o deshilacharse. Mientras los gobiernos no se comprometan a dejar los combustibles fósiles donde están –es decir, bajo tierra–, continuarán debilitando el acuerdo al que acaban de llegar.
Con Barck Obama en la Casa Blanca y un gobierno que todo lo controla supervisando las negociaciones en París, el acuerdo es todo lo bueno que es posible conseguir en estos tiempos. Ninguno de los posibles sucesores del presidente de Estados Unidos mostrará tanto compromiso. En países como Reino Unido, las grandes promesas en el extranjero son debilitadas por las sórdidas reducciones de gastos en casa. Cualquier cosa que pase a partir de ahora no será vista con buenos ojos por las próximas generaciones.
Por lo tanto, sí, dejemos que los delegados se feliciten unos a otros por un acuerdo que es mejor que el que podía esperarse. Y dejémosles que lo suavicen con un pedido de disculpas a todos aquellos que serán traicionados por él.
George Monbiot
The Guardian
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García.
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