lunes, mayo 30, 2016

1927: Sacco y Vanzetti en Buenos Aires



En la noche del 22 de agosto de 1927 (paradojas de la historia: justo 45 años antes de los fusilamientos de Trelew), fueron ejecutados en Massachussets, Estados Unidos, dos obreros anarquistas de origen italiano, Nicolás Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados por un crimen que no habían cometido.

En todo el mundo, casi sin excepción, trabajadores manuales, estudiantes, artistas, escritores, amas de casa y no pocos sectores medios, se movilizaron masivamente para protestar por la farsa jurídica que la plutocracia norteamericana había montado con el único objeto de desalentar las luchas populares.
El gobernador Fuller recibió millones de cartas, pero se negó a escuchar el clamor universal. Finalmente el verdugo cumplió la tétrica ceremonia de electrocución.
En la Argentina las demostraciones fueron intensas y multitudinarias. Este trabajo es apenas una síntesis de todo lo que ocurrió aquí en aquellos años de combatividad obrera y jolgorio burgués.

El país, la época

Agosto de 1927. Para la burguesía en ascenso, la presidencia de Marcelo T. de Alvear (1922-28) era un festín.
De cuna aristocrática, tenía 58 años cuando llegó a la primera magistratura. De porte imponente y, como subrayara irónicamente el historiador Félix Luna, "con una calvicie que acentuaba su aire patricio, elegante, lleno de ’savoir faire’ y con una cultura absorbida en sus muchos años de residencia en Europa", Alvear era, inevitablemente la contrafigura de su antecesor en el cargo, Hipólito Yrigoyen.
Ambos, Alvear e Yrigoyen, pertenecían a la Unión Cívica Radical, pero los "de arriba", pese a las feroces masacres desatadas con la anuencia y la responsabilidad del yrigoyenismo durante la Semana Trágica (1919), la Patagonia Rebelde (1921) y La Forestal (1921), le tenían más confianza al primero. Una confianza que no ocultaba su inequívoco origen de clase.
Los grandes diarios, especialmente "La Nación", y los sectores dominantes, celebraron la llegada de Alvear al poder como la iniciación de una era de la que estaría excluída la "chusma", que según todos ellos había prevalecido bajo la presidencia del "Peludo", cuando personas de "niveles inferiores" habían participado en el gobierno.
En esos días el país contaba con unos 10.000.000 de habitantes, de los cuales unos 2,000.000 residían en la Capital. La cuarta parte de la población del territorio nacional y alrededor del 40% de la ciudad de Buenos Aires era extranjera.
El sistema, es cierto, necesitaba la mano de obra calificada que había llegado de ultramar, pero al mismo tiempo se sentía saturado de conflictos, huelgas y movilizaciones callejeras promovidas por socialistas, anarquistas y comunistas.
(En 1950, ya en tiempos de Perón, en la película "El último payador", que transcurría en las dos primeras décadas del siglo veinte, escrita y dirigida por Homero Manzi, el autor ponía en boca de uno de los personajes esta expresión entre irónica y quejosa: "La huelga es cosa de gringos").
Por eso no extrañó que, justamente en la presidencia de Alvear, a fines de 1923, se concretara en el Congreso un proyecto enviado por el Poder Ejecutivo para restringir la ley de inmigración a fin de que los trabajadores extranjeros que llegasen a estas playas resultasen "útiles y arraigados".
Buenos Aires, cabeza de Goliat en un cuerpo raquítico y empobrecido, crecía al ritmo de la burguesía.
El alumbrado eléctrico público se expandía rápidamente, estimándose en 12.500 las lámparas en servicio promedio, aunque todavía existían en las calles de la Capital 93 faroles a querosén con un consumo mensual de 10.500 litros de combustible.
En esos días se terminaron de construir edificios públicos como el Correo Central, pero el fervor de los "dorados veinte" que embargaba a quienes frecuentaban el Jockey Club y la vida nocturna porteña o viajaban a París para "tirar manteca al techo", no lograba ocultar la dura realidad de la mayoría de la gente.
Al lado de una brillante clase adinerada que colmaba clubes, teatros y salones de arte, que se trasladaba y hasta residía en Europa (como la familia del propio Presidente), había sectores mayoritarios de la población que se hacinaban en conventillos o recorrían angustiosamente las zonas rurales buscando trabajo estacional en cosechas, zafras o vendimias.
La desocupación era permanente, y el alcoholismo, la desnutrición y la falta de higiene constituían realidades que, no por ocultas y negadas, resultaban menos dramáticas.
En 1927 operaba en la Argentina casi un centenar de bancos. Y el de la Nación contaba con 203 sucursales. Algunos de estos bancos estaban vinculados con las grandes empresas extranjeras radicadas en el país, que en esta tercera década del siglo se multiplicaron con una particularidad: la importancia cada vez mayor de las importaciones norteamericanas, que pasaron de unos 100 millones de pesos en 1920 a 1.127 en 1927.
En el sexenio de Alvear, a pesar de que buena parte de la historiografía tiende a calificar esta época como "feliz", "próspera" y "tranquila", se produjeron 519 huelgas (muchas de ellas de carácter general) en las que participaron más de 400.000 trabajadores. La represión policial, los largos encierros y las tortuas no fueron menores que en las otras etapas.
La Unión Sindical Argentina y la Federación Obrera Regional Argentina —las dos alas en que estaba dividido entonces el movimiento de los trabajadores organizados—, acentuaron su resistencia a los planes económicos antipopulares y a la falta de protección social.
Como siempre, las disidencias internas y los enfoques antagónicos en el campo de los explotados impedían la unidad. "Reformistas", "incondicionales de los boolcheviques", "claudicantes", "socios de la patronal" eran algunas de las adjetivaciones y epítetos que socialistas, comunistas y anarquistas se enrostraban entre sí.
Pero las bases luchaban, con huelgas y movilizaciones muchas veces victoriosas. Y los acérrimos adversarios en debates y periódicos —que en aquella época abundaban a falta de medios electrónicos de difusión masiva, pese a que la radio ya venía transmitiendo desde 1920—, solían encontrarse y confranternizar en las manifestaciones callejeras o en las cárceles del sistema (tan sórdidas y oprobiosas como las de hoy).
Pero los intereses y las ideologías contrapuestas eran muy fuertes. Y en una época como ésa, de avances fascistas en el mundo e intensificación de la lucha de clases, la Unión Sindical Argentina, que pretendía llevar a cabo una política sindical independiente de los partidos políticos y de las centrales internacionales, no tardó en dividirse, creándose la Confederación Obrera Argentina (COA).
El congreso de fundación de este último nucleamiento tuvo lugar a fines del ’26 en la sede de La Fraternidad (Alberti 352, Capital) con la participación de delegados avalados por 81.000 cotizantes, de los cuales 75.000 pertenecían a los ferroviarios.
El nivel de vida de las masas, mientras tanto, seguía deteriorándose. Y los sectores hegemónicos observaban burlonamente las rencillas entre "reformistas" y "revolucionarios" —inclusive el desarrollo, ya en aquel entonces, de algunas capas burocráticas—, que desgastaban al movimiento obrero.
Fue en aquellos días de la presidencia de Alvear que un episodio represivo llevado a cabo en el norte del país causó enorme conmoción en todas partes. Ocurrió el 19 de julio de 1924, oportunidad en la que 200 indígenas de los pueblos qom y mocoví fueron masacrados por la acción mancomunada de la policía chaqueña y grupos de estancieros en la Colonia Aborigen Napalpí. A finales de los años veinte, el periódico "El Heraldo del Norte" recordó así esta masacre:
"Como a las nueve de la mañana, y sin que los inocentes indígenas hicieran un solo disparo, (los policías) realizaron repetidas descargas cerradas y enseguida, en medio del pánico de los indios (más mujeres y niños que hombres), atacaron. Se produjo entonces la más cobarde y feroz carnicería, degollando a los heridos y sin respetar sexo ni edad".
Aquí, en Buenos Aires, y en otras grandes ciudades que concentraban grandes multitudes proletarias, se llevaron a cabo actos de repudio. La lucha de clases se ahondaba ante el desconcierto y la furia de la oligarquía y demás factores predominantes.

Sacco y Vanzetti

En ese clima entre opresores y oprimidos —con burgueses en avance y trabajadores en lucha, más allá de sus sempiternos zigzagueos y reflujos—, un hecho externo, lejano, produciría un elemento desencadenante que, si bien no lograría concluir en unificación orgánica del movimiento obrero, coadyuvaría en cambio, y de hecho, en la calle, en las tribunas, en los enfrentamientos con la policía, a que se postergaran las contradicciones y disidencias internas.
Ese hecho fue la farsa procesal montada por la plutocracia norteamericana contra dos obreros anarquistas de origen italiano: Nicolás Sacco y Bartolomeo Vanzetti, a quienes en 1920, en medio de una reaccionaria atmósfera de xenofobia e intolerancia, se juzgó por un crimen que no habían cometido.
Rechazada la última apelación en abril de 1927 y ejecutados en la noche del 22 al 23 de agosto de ese mismo año, la injusticia movilizó a los trabajadores en todo el mundo, sin distinción de ideologías, pero también a intelectuales y científicos como H. G. Wells. Sigmund Freud, Albert Einstein y George Bernard Shaw, que reclamaron a viva voz contra la aberrante decisión judicial.
La "justicia" del Norte, sin embargo —ávida de poner en el banquillo de los acusados no solo a las ideas "disolventes" que, como el anarquismo en auge, amenazaban su estabilidad y sus privilegios, sino también a la inmigración en su conjunto a la que buena parte de la derecha norteamericana consideraba "malsana"—, hizo oídos sordos a las manifestaciones que se multiplicaron en todo el mundo y a las millones de firmas que se le hicieron llegar desde todas partes para que no se concrete el crimen. Inexorablemente hicieron bajar la palanca, electrocutando a los dos trabajadores que caminaron hacia el patíbulo con gran dignidad.

En estas latitudes

Durante los siete años que duró el "proceso" hubo en la Argentina intensas movilizaciones callejeras, actos en lugares cerrados y centenares de trabajos periodísticos.
Pero fue en esos cuatro meses que van de la condena a la ejecución, de abril a agosto del ’27, que el tema se hizo carne en la casi totalidad de los obreros (nativos y extranjeros) y buena parte de los sectores medios que residían en nuestro país.
El primer hecho trascendente fue protagonizado por la Federación Gráfica Bonaerense, sindicato tradicionalmente combativo en los albores del movimiento obrero, que formuló un dramático llamado a todas las centrales sindicales existentes en ese entonces para "la concertación de un frente único que contribuya a rescatar de las garras del imperialismo yanqui a los dos luchadores obreros".
Las centrales, en primera instancia, rechazaron esta propuesta, pero ante la gran efervescencia que el sonado caso había producido en las "bases" (curiosa expresión contemporánea que en esos días aún no se usaba), se vieron obligadas a adoptar iniciativas unitarias de solidaridad.
La mayoría de los paros desarrollados con ese objetivo, fueron exitosos. Y las clases gobernantes no salían de su asombro observando de qué modo un episodio que transcurría a tantos kilómetros de distancia lograba motivar a miles de personas en este rincón sureño del mundo.
La primera huelga importante tuvo lugar el 15 de julio y fue cumplida unánimemente por gráficos, tranviarios y ferroviarios.
La ciudad se llenó de carteles y volantes que terminaban con estas consignas:
"¡Muera el capitalismo! ¡Muera el fascismo! ¡Viva la clase obrera mundial! ¡Libertad a Sacco y Vanzetti!"
Hoy está de moda entre algunos historiadores afirmar que el movimiento obrero organizado de entonces, antes del advenimiento del peronismo, solo se circunscribía al éjido portuario y capitalino. Pero eso no era cierto. Rastreando documentos y periódicos de la época —por ejemplo, muchos diarios del Interior—, pudimos comprobar que las movilizaciones por Sacco y Vanzetti (y, por supuesto, también la represión policial) alcanzaron picos muy altos en todo el país, al punto que en lugares como Comodoro Rivadavia y Villa Cañás (provincia de Santa Fe), las "fuerzas del orden", para frenar el ardor obrero, tuvieron que acudir al secuestro de dirigentes que permanecieron desaparecidos durante varios días. Sin embargo, en parte de la Patagonia y del Litoral, igual que en el resto del territorio argentino, no hubo fuerza represiva capaz de contener la ira popular.

Huelgas y actos

El 31 de julio se cumplió en Plaza Once un acto organizado por la Unión Sindical Argentina con muy buena respuesta por parte de los trabajadores que, al término de los discursos, se encolumnaron hasta la Plaza del Congreso voceando consignas adversas a los "burgueses", a la "justicia yanqui", al "imperialismo" y a "los asesinos que nos matan de hambre todos los días".
Los días 4 y 5 de agosto, cuando ya se presagiaba el lúgubre final, se cumplió sin inconvenientes el paro de 48 horas (la ciudad quedó virtualmente paralizada, cerrando inclusive buena parte del comercio, otrora renuente a adherir a este tipo de exteriorizaciones); y, ante el asombro de la derecha más recalcitrante, también la Cámara de Diputados repudió el ensañamiento con los dos obreros anarquistas, aprobando por unanimidad (aun los conservadores) el proyecto de resolución presentado por los diputados socialistas Muzio y Pérez Leirós: "La Cámara de Diputados de la Nación Argentina resuelve dirigirse al presidente de los Estados Unidos de Norte América para que éste interponga sus buenos oficios ante el gobernador del Estado de Massachussetts y evitar que sean ejecutados los obreros procesados Bartolomeo Vanzetti y Nicolás Sacco".

Carne y petróleo

Pero este consenso era apenas un espejismo que ocultaba la inquietud y las verdaderas intenciones de la reacción local: centenares de trabajadores fueron deportados al aplicarse la infame Ley de Residencia, aquella pergeñada a fines del siglo XIX por Miguel Cané, el del libro "Juvenilia", y sancionada finalmente en 1902 por el Congreso para expulsar a todos los "extranjeros indeseables". Extranjeros que, por supuesto, no eran los trusts expoliadores, sino los obreros inmigrantes con olor "subversivo". Por eso la totalidad del denominado aparato de seguridad del Estado (principalmente la policía) se movilizó para resguardar los bienes de las empresas multinacionales que, como el frigorífico Swift y la Compañía Norteamericana de Petróleo, tenían sus estanques instalados en la zona portuaria.
Además, desde La Plata, marcharon refuerzos policiales a Balcarce, donde la ciudad se encontraba virtualmente "sublevada" —la expresión se había originado en el propio Ministerio del Interior presidido por José P. Tamborini, el mismo que diecinueve años después fuera el candidato a presidente de la República por la Unión Democrática que enfrentó a Perón—; y la represión, a medida que se acercaba el fatídico momento y todo parecía inexorablemente perdido, se acentuó en casi todo el país.
En González Chávez, por ejemplo, o en Tandil o en la localidad cordobesa de San Francisco, se registraron numerosos heridos a raíz de los golpes y sablazos que los "cosacos" (así se denominaba en la jerga popular a las "fuerzas del orden") lanzaban contra las multitudes para disolverlas.
Los manifestantes, por lo general, no se escapaban y solían enfrentar a la policía con sendos gritos de guerra que unificaban a todos los sectores en lucha: ¡Muera la burguesía! ¡Muera el capitalismo!

“Eclosión social”

Parecía que con los paros de los días 4 y 5 de agosto la clase trabajadora residente en la Argentina había puesto "toda la carne al asador". Pero no fue así porque aún no había sido dicha la última palabra.
Era tal la furia por la injusticia que con el correr de las horas —como lo insinuara "La Nación" en sus solemnes columnas—, la "gente decente" se había vuelto temerosa de una posible "eclosión social" de "insospechables consecuencias".
Y cinco días después, efectivamente, en forma casi espontánea —aunque las centrales sindicales lanzaran simultáneamente proclamas con ese objetivo—, se llevó a cabo otro paro general (esta vez casi sin deserciones), en tanto que en Plaza del Congreso pudieron concretarse dos nuevas concentraciones masivas: una el 7 de agosto y otra el 21. En ambas predominó el carácter unitario y se sucedieron los oradores de todas las tendencias.
El último fue el más numeroso. Anunciado desde las 15 horas, desde temprano se montó en los alrededores un gran despliegue policial.
La crónica periodística —sobre todo el popular vespertino "Crítica", de Natalio Botana, el mismo que tres años después se complicaría con el apoyo al golpe del general José Félix Uriburu—, dio cuenta que en todas las bocacalles de la zona (Rivadavia y Callao, Rivadavia y Montevideo, así como a lo largo de la calle Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen) "se establecieron piquetes del Escuadrón de Seguridad, con su respectivo trompa de órdenes al frente".
Esas mismas crónicas refirieron también que las fuerzas policiales, en el acto del domingo 21,"eran más numerosas que en los mitines anteriores efectuados en la misma plaza".
Esta vez —agregó la información— "el número de agentes de policía era considerable y, además, la Sección Orden Social de Investigaciones estuvo en pleno".
Minutos antes de la hora anunciada —subrayaba "Crítica" con un curioso adjetivo—, "el monumento ’negreaba’ de gente" (se refería al Monumento a los Dos Congresos, epicentro de tantas exteriorizaciones populares a lo largo de los últimos cien años) "hasta el punto que era difícil encontrar el menor espacio para que pudiese ubicarse otra persona. La multitud se extendía por todo el paseo y, asimismo, las calles adyacentes eran ocupadas por numerosos grupos de obreros".
La gente gritaba "Muera Mussolini", "Muera Fuller" (el gobernador de Massachussetts en cuyas manos estuvo la posibilidad de conmutar la pena), "Muera Estados Unidos".
La llegada del dirigente socialista Alfredo Palacios fue recibida con una ovación (esta vez lo aplaudieron inclusive los anarquistas y los comunistas, que dejaron momentáneamente de lado las disidencias y las críticas) y el acto se inició minutos antes de las 16.

Volantes y mensajes

En aquellos días no había micrófonos ni altavoces. En concentraciones multitudinarias de este tipo no había nás alternativa que dividir a la gente alrededor de distintas tribunas, donde, en realidad, se llevaban a cabo varios actos simultáneos para poder escuchar mejor los discursos.
En esta oportunidad, ante una concurrencia calculada en varias decenas de miles de trabajadores (en la mayor exteriorización popular de la época, superada recién en la década del cuarenta), tuvieron que erigirse cuatro tribunas. Que, por supuesto, también resultaron insuficientes, y la gente eligió la de su preferencia.
En la tribuna uno hablaron Leopoldo Alonso (secretario de la Unión Sindical Argentina), Antonio De Tomaso (Partido Socialista Independiente), Juana María Begino (Centro Socialista Femenino) y Euclides Jaimes, cuya filiación no hemos podido determinar.
En la tribuna dos lo hicieron otros tres representantes de la Unión Sindical Argentina (Pascual Plescia, Rafael Greco y Angélica Mendoza) y el dirigente socialista Mario Bravo.
En la tribuna tres el uso de la palabra estuvo a cargo de tres oradores comunistas (Julio R. Barcos, Augusto Pellegrini y Luis Di Filippo) y del dirigente obrero Teófilo González.
Y, finalmente, en la tribuna cuatro hablaron el anarquista Adán Ibáñez (del Sindicato de la Industria del Mueble), José F. Penelón (que todavía no había roto con el PC y muy poco tiempo después coadyuvaría a formar el nuevo Partido Concentración Obrera), Hermenegildo Rosales (PS) y Alfredo Palacios (PS).
La crónica no registró qué dijo cada uno de ellos, pero resulta dable imaginar la pasión y la vehemencia que los oradores deben haber puesto en cada una de sus expresiones. Lo que sí quedó documentado es el fervor con que la gente hizo flamear las banderas rojas para subrayar los conceptos de quienes hablaban.
En los volantes que se repartieron profusamente a los concurrentes figuraba un mensaje enviado por Nicolás Sacco:
"No obstante las pruebas luminosas de nuestra inocencia, no obstante la contribución de las protestas locales e internacionales, seremos llevados al patíbulo. El suplicio de dos inocentes no impedirá a la aurora hacer germinar las flores perfumadas de un porvenir humano más libre y más justo. Solo somos candidatos a ser quemados. Que la protesta anarquista de todo el mundo sirva para obtener no únicamente nuestra liberación, sino también la de todas las víctimas recluídas en las prisiones de la burguesía".

Cueste lo que cueste

Ese día, 21 de agosto de 1927, "Crítica" tituló así su 5a. edición con un encabezamiento a toda página: "¡Hay que salvarlos cueste lo que cueste!"
Y la FORA, ante la inminencia de la ejecución, llamó a la huelga general:
"Va a sonar la hora fatídica en que los dos inocentes serán entregados inmediatamente a la silla de la muerte. Ante la inmolación ignominiosa de Sacco y Vanzetti se exalta el fervor de los oprimidos y en el dolor de los corazones se identifican los proletarios del mundo en perseverante anhelo de justicia y en firme deseo de revuelta. Trabajadores de toda la región: que en este momento de prueba sea revelado el valor de la solidaridad, que sea puesta en acción en este día la voluntad de rebelión y de lucha contra los chacales de la plutocracia ominosa del Norte. Que de cada conciencia surja espontánea la rebeldía, que cada trabajador se entregue sin cálculo a la revuelta. Frente a los tartufos que reducen a medida la acción solidaria de los trabajadores, frente a la acción cobarde de los sempiternos traidores, contra el mundo del oprobio y del crimen, todos en pie de guerra. Por Sacco y Vanzatti, ¡viva la huelga general!"

Asesinato legal

La noticia, no por esperada, llegó como una bomba: el gobernador Fuller se negó a escuchar el clamor universal —millones de voces de protesta— y poco después de la medianoche del lunes 22 de agosto, Sacco y Vanzetti fueron asesinados en la silla eléctrica.
Ya no hubo movilizaciones multitudinarias en Buenos Aires, sino rostros apesadumbrados, tristes, de la gente que caminaba por la calle apretando los dientes con furia e impotencia.
Todos los diarios porteños, a pesar de que la confirmación del crimen llegó sobre la hora de cierre, alcanzaron a informar en sus ediciones matutinas del martes 23 la infausta noticia.
"La Protesta", el órgano anarquista que entonces salía todos los días y era confeccionado con llamativa profesionalidad (incluso en el plano del diagrama, la cuidadosa redacción y la presentación general), resumió el miércoles 24, en un comentario editorial, toda la indignación que había embargado al proletariado del mundo:
"Sacco y Vanzatti fueron sacrificados al prejuiciio de una casta fanática, al orgullo de la clase capitalista, al desprecio de la tribu rubia de Massachussetts. Y el desprecio de todos los hombres generosos caerá sobre los culpables de este crimen alevoso y premeditado. Y la sangre de los mártires sacudirá la toga de los jueces verdugos. Desde hoy está declarada la guerra entre la humanidad y Estados Unidos. No olvidéis la consigna, trabajadores: a la casta maldita de los Thayer y Fuller, de los Taft y Coolidge, no les podremos perdonar nunca el crimen cometido en la noche del 22 al 23 de agosto. Que el delito de la plutocracia yanqui lo paguen todos los que en una forma u otra son responsables del asesinato legal de Sacco y Vanzetti".
Pero "La Protesta" no se conformó solo con expresar su ira. También conectó en otro comentario de esa misma edición, las íntimas relaciones que en ese momento existían entre la brutalidad del fascismo mussoliniano y los sectores hegemónicos de la derecha norteamericana:
"Lo hemos repetido mil veces: la gran potencia que nutre al fascismo, o sea la corriente dictatorial de nuestros días en los diversos países, es la banca de Wall Street, de la cual el gabinete de Washington y los gobiernos de los diversos Estados no son más que simples instrumentos. Es preciso cerrar las puertas de todos los países al capitalismo norteamericano y obstaculizar por todos los medios el comercio y las operaciones bancarias con Estados Unidos. Tenemos para eso un arma de doble efecto: somos productores y somos consumidores, como lo eran Sacco y Vanzetti. Los chacales ya han realizado su obra. Ahora debemos los anarquistas llevar a cabo la nuestra, con tenacidad, con serenidad, con fe inquebrantable. Si queremos ser fieles ejecutores del testamento de los dos heroicos mártires, tenemos que hacer sufrir a los bárbaros las consecuencias del crimen. Frente al mundo y frente a la propia conciencia, los anarquistas han contraído un gran compromiso: el de hacer pagar a los magnates del dólar la vida de Sacco y Vanzetti".

Sigue la lucha

La huelga de la FORA —el último hito de un duro periplo para salvar la vida de los dos militantes anarquistas—, se inició en la mañana del lunes 22 y se prolongó hasta las cinco de la madrugada del miércoles 24.
La Unión de Chauffers (como se escribía entonces cuando la palabra "choferes" todavía no estaba castellanizada), uno de los gremios anarquistas de mayor empuje, emitió un comunicado para pedirles a sus compañeros que levanten el paro "a fin de reagrupar fuerzas" —después de la ejecución— para continuar la lucha contra el capitalismo nacional e internacional. "Los trabajadores del volante —destacó el comunicado— recordaremos siempre a Sacco y Vanzatti, dos mártires más que se suman al gran número de los caídos por la causa de la liberación obrera".
Al día siguiente, jueves 25 de agosto, "La Protesta" denunció que la organización parapolicial argentina conocida como Liga Patriótica, con la escarapela en la solapa, "se organiza en los atrios de las iglesias para apalear obreros desarmados y asaltar domicilios de pobres israelitas acusados de revolucionarios". El diario anarquista también hizo hincapié en la "efervescencia de los estudiantes nacionalistas de la Facultad de Derecho".
La reacción estaba ensoberbecida y no disimulaba su euforia. Y, por supuesto, no faltaron los altos jefes militares que se alegraron por la "estrepitosa derrota de las ideas disolventes".

Telón

Buenos Aires siguió su vida cotidiana. El domingo siguiente 35 mil personas presenciaron el partido que Boca Juniors le ganó a Independiente 3 a 0. El campeonato de fútbol (palabra que los diarios de entonces todavía escribían en inglés: "foot-ball"; por eso no pocos porteños no decían "fútbol" sino "fóbal") contaba en 1927 con equipos que hoy ya no existen: Argentinos del Sud, Estudiantil Porteño, San Fernando, Liberal Argentino, San Isidro, Sportivo Buenos Aires. Por su parte el Club Mártires de Chicago, fundado por obreros anarquistas en el barrio de Villa Crespo, había decidido cambiar su denominación por la de Argentinos Juniors, aunque manteniendo el color rojo de su casaca. En el Teatro Maipo daban "La fiesta del tango" y en el Apolo (ubicado en Corrientes casi esquina Uruguay, donde hoy está el Lorange), "Qué pena me da el finao", uno de esos clásicos sainetes donde el nacionalismo cultural y xenófobo de aquellos años, resistente a la combatividad de los obreros llegados de ultramar, solía caricaturizar con saña feroz a los inmigrantes españoles, italianos, judíos y turcos.
Los cines todavía exhibían películas mudas. El Alhambra (Montes de Oca al 300) daba la soviética "Iván el terrible"; el Miriam (Suipacha 686) exhibía "Don Quijote del far west" (con matiné "exclusiva para damas") y el Familiar Cine (Larrea y Lavalle) proyectaba una película norteameicana titulada "Caminos del paraíso".
El champagne Trapiche costaba entonces tres pesos, moneda nacional; la plancha eléctrica, 65 pesos y los automóviles andaban entre los 2.000 y 3.000. El salario mensual de un obrero que tenía la suerte de conseguir trabajo no llegaba a los 100 pesos (unos 30 dólares).
En España el dictador Primo de Rivera aumentaba la represión inquisitorial con apoyo de la Iglesia (lo mismo que Mussolini en Italia); en Giribone 16, en el barrio de Colegiales, explotaba un calentador, algo que era noticia para los diarios amarillos de la época; los personeros argentinos de la Standard Oil, cuando aún le faltaban algunas décadas para nacer a los entreguistas de hoy, se opusieron tenazmente al proyecto yrigoyenista en Diputados de nacionalización del petróleo, arguyendo (¡en 1927!) que "los hidrocarburos no deben estar en manos del Estado, porque el Estado es un mal propietario y un peor industrial"; y Mariana Iparraguirre, una anciana que en esa dura semana de agosto del ’27 había cumplido 95 años, relataba a los diarios de qué modo, en sus mocedades, había conocido a Juan Manuel de Rosas. Finalmente, las páginas policiales de algunos rotativos daban cuenta que en Billinghurst 1565, en el barrio de Palermo, una acaudalada mujer "agredió a balazos a su sirvienta para impedirle que comprara cocaína" (la policía informó oficialmente a la prensa que "no podemos dar datos porque es una señora distinguida").
Sí, Buenos Aires había retomado su "ritmo habitual". El sistema seguía funcionando de acuerdo con lo que anhelaban sus sectores hegemónicos. Los curas, los militares y los frecuentadores de la Sociedad Rural respiraban un poco más tranquilos. El sobresalto de las intensas movilizaciones por Sacco y Vanzetti "con toda esa gente en la calle gritando, protestando y agitando banderas rojas" había quedado atrás. Al menos eso creyeron.

Herman Schiller

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