lunes, abril 30, 2018

Cuba: historia y vida en el fuego de sus luchas



Mural dedicado a José Martí, Unión de Periodistas de Cuba (UPEC).

Verdaderas grandezas tuvo la nación desde antes de 1868, empezando por la rebeldía contra opresores foráneos e internos

Para la nación cubana, y no solo para ella, sería letal olvidar su historia. No por gusto la invitó a cometer tan craso error el Barack Obama que intentó neutralizarla con el camelo de la zanahoria. Así encubría la política del garrote característica de los gobiernos de su país, y que él también mantuvo, pero edulcorada al modo de la falaz «buena vecindad» ofrecida a Cuba, cuando le convino al poder cesáreo, durante la neocolonia en que este la convirtió al arrebatarle en 1898 la victoria contra el viejo colonialismo español.
El impacto propagandístico de Obama se debió, sobre todo, a que generaba esperanzas de cambio tras las pertinaces agresiones militares y económicas sostenidas desde 1959 por su país contra Cuba. Si esta olvidara su pasado se privaría de luces cardinales para valorar sus raíces, su trayectoria, su actualidad y su proyecto de futuro. Bastaría que ignorase las apetencias con que, desde que ella se formó a partir de las Trece Colonias británicas, la ha mirado la poderosa nación.
Y si olvidar el pasado o no valorarlo rectamente implica peligros, también los acarrea idealizarlos. Lo acertado es tener ideas claras sobre qué elementos de él se deben mantener o transformar, y cuáles erradicar. Ello reclama sentido crítico ante la historia, y ante la realidad contemporánea, que en el andar hacia el futuro deviene igualmente un tramo del pasado.
Sería absurdo que Cuba intentara complacer a enemigos taimados o soeces que impugnarán todo cuanto ella haga, y solo la alabarían si se entregase al imperio. Debe atender lo que le corresponda como nación, encarando desafíos como los venidos de la codicia imperialista y los que tenga o puedan surgirle en su interior.
Tanto como el olvido, el culto nostálgico de la historia puede ser desorientador, trátese de interpretarla o de reconstruir elementos materiales o de pensamiento que la representen. Eso incluye el derecho, o misión en marcha, de salvar y mantener monumentos que le pertenecen, y un ejemplo de ello es su Capitolio, erigido con el erario de la nación y con fuerza de trabajo básicamente nacional.
Pero erraría si desconociera la índole del gobierno sanguinario, sometido a los designios imperialistas, bajo el cual –emulando con el Capitolio de Washington, lo que algo significa–, se construyó esa obra. Sería más que engañoso suponerlo concebido para defender los ideales martianos, cima del afán con que en las luchas por la independencia se intentó dar a la patria bases de civilidad digna, que la República neocolonial y burguesa negó. A la Revolución le correspondería sanear el edificio hasta emplearlo en funciones legislativas de una República soberana y de pueblo.
Con la reconstrucción material del Capitolio –para insistir en el mismo ejemplo– debe quedar claro el sentido de una labor cuyos resultados estarían incompletos si solo se asociara a la salvación de una joya arquitectónica suntuosa del patrimonio nacional. Así se correría el riesgo de avalar criterios según los cuales Cuba debe «asumir las grandezas de su pasado» e «interpretar sus sombras».
Verdaderas grandezas tuvo la nación desde antes de 1868, empezando por la rebeldía contra opresores foráneos e internos. Y también pulularon no sombras, sino horrores que no cabe soslayar ni disminuir, como la opresión misma y aberraciones asociadas a ella. Una clara interpretación de esa realidad se necesita no solo como acto de erudición, sino, sobre todo, como recurso para iluminar la transformación de la realidad por caminos que busquen la altura del recorrido vital de Martí: «Vengo del sol, y al sol voy». Nada de reverenciar antros y tinieblas que ampararon la injusticia.
También para eliminar vestigios históricos se requiere luz acertada. Cuando en espacios públicos se ven señales de descuido o malos tratos a bustos de héroes, y hay quienes idealizan el pasado contra el cual la Revolución hizo justicia, sabe a crimen haber borrado el «¡Abajo Batista!» que, hasta hace poco, perduró en la pared, declarada Monumento Nacional, frente a la que fue ultimado por balas de la dictadura el líder estudiantil José Antonio Echeverría.
La permanente disposición a repudiar crímenes es un recurso válido para procurar que estos no se reproduzcan ni en grados mínimos. Lo es también el respeto que se debe profesar –como cuestión de honor para la ciudadanía– a las glorias que no cesan de dignificar a la patria, ya sean obras, acontecimientos o individualidades.
La veneración por esa historia y sus protagonistas nutre el espíritu que la nación necesita cultivar hacia su pasado y su realidad contemporánea. Irradiaciones académicas que en las décadas finales del siglo XX se desplazaron de la Europa de la OTAN a la potencia donde radica el mando de esa agresiva organización, pueden calzar al afán de menguar, o extinguir, la fuerza liberadora que a Cuba le viene de su historia. Tal afán hallaría complicidad particular en el irrespeto a valores fundacionales de la nación.
En abyectos extremos de vulgaridad y cinismo, ciertas actitudes «posmodernas» pueden ir más allá de sostener que la historia es un mero relato sin médula de realidad. Terminarían validando el irrespeto hacia hechos, héroes y heroínas, y virtudes, que la patria debe amar como el tesoro sagrado que son, a despecho de personas carentes del honor indispensable para reconocer la existencia de ese tesoro y respetarlo a la altura que merece.
Para algunos y algunas hasta conceptos como patria y decencia pueden sonar demodé. Les ocurre a quienes acatan el «cosmopolitismo» de una potencia que –lejos del internacionalismo liberador– propala ilusiones para embaucar a los pueblos que ella amenaza o agrede. Los considera «oscuros rincones del mundo» –para no citar otro juicio, más grosero, usado por el actual césar–, y en el ejercicio doloso de su autodefensa imperial dicta para sí «leyes patrióticas» de cariz fascista.
Le convendría que los pueblos menospreciaran tradiciones, gestas y fundadores que les hayan abonado el espíritu justiciero y, por tanto, antimperialista. Sería erróneo recibir del mismo modo todas las convocatorias a «humanizar» figuras extraordinarias que, por sus propias virtudes, abonan ellas mismas la mejor condición humana.
La divulgación en torno a ellas –y a los hechos que protagonizaron– debe realizarse con tino y responsabilidad. El justo fervor no tiene por qué propiciar sublimaciones que esos seres humanos y esos acontecimientos no necesitan para aparecer con la grandeza que ojos limpios y bien intencionados sabrán apreciar. Pero ciertas invitaciones a humanizarlos pueden provenir de personas que no están dispuestas a aceptar que existe la altura que a ellas les falta.
En eso pueden actuar morbos como la envidia –que comparte algo más que etimología con la invidencia moral– hacia el pensamiento y la conducta de luchadores que han trazado pautas para dignificar el mundo. Es necesario saber, digamos, por dónde van los convites a «humanizar» a Martí, a presentarlo como un «ser humano más». Puede haber «confusiones» voluntarias que desborden lo sicológico. Contra modos vulgares de valorar al Héroe, el eminente profesor José Antonio Portuondo solía blandir un refrán: «Todos estamos hechos del mismo barro, pero no es lo mismo bacín que jarro».
Hace unos años el autor de este artículo conversaba con el lúcido ensayista Ambrosio Fornet acerca de un burdo intento, hecho en Cuba, de denigrar a Martí. Fornet recordó entonces una anécdota de Bernard Shaw.
Llegado a Londres, el brillante irlandés, contrario a la dominación británica sobre su tierra, preguntó qué era lo más sagrado para los ingleses y, como le respondieron que era William Shakespeare, escribió un texto contra el eminente dramaturgo, cuyas excelencias no cabe suponer que él desconociera.
Pero ni Shakespeare, siendo tan grandes la admiración y el respeto que merece, tiene para Inglaterra una significación como la de Martí para Cuba –es su guía eterno–, ni esta nación es el opresor Reino Unido –cuya monarquía absoluta el dramaturgo defendía–, ni los detractores que le hayan nacido a Martí se acercan a la genialidad de Shaw, aunque en materia de show tengan habilidades. Son detalles, se dirá; pero no estará de más tenerlos en cuenta.

Luis Toledo Sandes | internet@granma.cu

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