lunes, abril 23, 2018

La diplomacia de la cañonera y el fantasma del capitán Mahan

China y EEUU pugnan por el dominio de los mares

¿Una nueva era de poder naval?

Introducción de Tom Engelhardt

Hace mucho tiempo que la grandeza y la decadencia de los imperios están en el centro mismo de la historia. Desde que los europeos hicieron su primera salida –en el siglo XV– de lo que más tarde sería una zona marginal en sus barcos de vela hechos de madera y dotados de cañones, pocas veces en el mundo ha habido un momento en el que varias potencias imperiales no estuviesen contendiendo por la supremacía. En 1945, el número de esas potencias quedó reducido a dos; después, cuando la elite de Washington imaginó fugazmente que sería para siempre, a una. En estos momentos, como el historiador Alfred W. McCoy, autor de In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power (En las sombras del siglo estadounidense: grandeza y decadencia de la potencia mundial Estados Unidos), describe hoy en su vívido estilo, da la impresión de que estamos regresando a una actualizada versión imperial de los enfrentamientos navales que dieron comienzo a la historia moderna hace tantos años. Estados Unidos, China y, más modestamente, Rusia, están fortaleciendo su presencia en el mar en una forma cada día más desafiante.
Pero hay una cuestión. En realidad, dos. Ya no estamos en el siglo XV. Ni siquiera estamos en el momento, a comienzos del siglo XX, en que aparecieron los grandes acorazados. El relato del ascenso y caída de los imperios ahora tiene lugar en un contexto diferente: la posible desaparición del mismísimo planeta Tierra (al menos en la forma de razonable hábitat humano). Al principio, desde mediados del siglo pasado, los enfrentamientos entre imperios –navales o de otro tipo– tenían lugar en un mundo en el que cualquier conflicto entre las potencias más importantes había tenido detrás una apocalíptica arma de fuego –cargada y amartillada–. Si el lector se pregunta qué quiero decir, nada más piense en la crisis de los misiles en Cuba de 1962, en la que un duelo naval entre la Unión Soviética y Estados Unidos amenazaba con acabar con lo que conocíamos como la vida en este planeta. No pensemos siquiera un segundo que eso pudiera volver a pasar.
Paro es estos días hay otra arma amartillada en este planeta Tierra; la conocemos con el nombre de cambio climático. En cierto sentido, es todo lo opuesto al arma nuclear en que el posible Armagedón no llegaría con la velocidad del dios romano Mercurio sino en una atroz cámara lenta mientras el planeta se calienta lentamente; el derretimiento de la Antártida y Groenlandia provoca que el nivel del mar aumente poco a poco poniendo en peligro a las ciudades costeras; la estación de los incendios se alarga; las sequías y los fenómenos climáticos extremos de todo tipo se convierten en algo normal; el agua escasea cada vez más; grandes grupos humanos se ponen en movimiento; y... bueno, el lector ya ha captado la idea. La pregunta es: en un planeta que ya ha empezado a degradarse, ¿qué significa exactamente que una nueva potencia como China “ascienda” o que una antigua “decline”?

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La naciente rivalidad China-Estados Unidos como grandes potencias navales

En medio de la intensa cobertura mediática de las cibermaniobras rusas y las amenazas misilísticas de Corea del Norte, otra rivalidad entre grandes potencias ha estado tomando forma calladamente en los océanos Índico y Pacífico. Las Marinas de Estados Unidos y China han estado moviendo sus barcos de guerra y estableciendo bases navales como si fueran peones en un tablero geopolítico. Para algunos puede parecer algo curioso, incluso extraño, que cañoneras y baluartes navales, que fueron emblemáticos en la era victoriana, continúen siendo remotamente relevantes en nuestros tiempos de ciberamenazas y guerra galáctica.
Aun así, si observamos brevemente el papel central que el poder naval ha tenido y sigue teniendo en la suerte de los imperios, la naturaleza mortífera de esta nueva competencia naval adquiere más sentido. Por cierto, si hoy estallara una guerra entre las mayores potencias, no se debe descartar la posibilidad de que su origen estuviese en un enfrentamiento naval relacionado con las bases chinas en le Mar de China Meridional y no tanto en un ataque con misiles contra Corea del Norte o un ataque cibernético ruso.

La era imperial

Durante los últimos 500 años, desde los puertos fortificados portugueses desperdigados por todo el mundo del siglo XVI hasta las 800 bases militares de Estados Unidos que hoy dominan la mayor parte del planeta, los imperios han utilizado esos enclaves –al igual que Arquímides– como palancas para mover el orbe. Desde un punto de vista histórico, los bastiones navales eran invalorables cuando se combinaban con las aspiraciones de cualquier potencia hegemónica, aunque fueran sorprendentemente vulnerables en tiempos de conflicto.
Durante todo el siglo XX y en los primeros años del presente, las bases miliares –las del Mar de China Meridional sobre todo– han sido puntos álgidos para el cambio geopolítico. La victoria estadounidense en la bahía de Manila, en 1898; la caída del baluarte británico de Singapur en manos de los japoneses, en 1942; la retirada de Estados Unidos de la bahía de Subic, en 1992*; y la construcción de pistas de aterrizaje y plataformas de lanzamiento de misiles en las islas Spratly a partir de 2014, todos son hitos tanto de dominación geopolítica como de transición imperial.
Abundando en esto, en el estudio de la historia naval escrito en 1890 por el celebre defensor del poder naval capitán Alfred Thayer Mahan, posiblemente el único pensador estratégico de Estados Unidos, dice que “el mantenimiento de bases navales adecuadas y una decidida preponderancia en el mar hace que un imperio disperso y extendido, como el británico sea seguro”. En marcado contraste con los 300 barcos y las 30 bases de la armada inglesa en todo el mundo, a él le preocupaba que los barcos de guerra estadounidenses, sin “establecimientos en el extranjero, ya sean coloniales o militares, serán como aves terrestres, incapaces de volar lejos de su nido. Proporcionarles lugares de descanso... debería ser uno de los primeros deberes de un gobierno que se propone el desarrollo de un poder nacional en el mar”.
Tan importantes consideraba el capitán Mahan las bases navales para la defensa de Estados Unidos que sostenía: “debería ser una inquebrantable determinación de nuestra política nacional que a partir de ahora ningún [buque de un] país europeo disponga de un sitio donde carbonear a menos de 3.000 millas** de San Francisco”; esto implicaba una zona que incluye a las islas hawaianas, de las que pronto se adueñaría Washington. En una sucesión de influyentes máximas, también sostuvo que una poderosa escuadra de guerra y unas bases en ultramar eran esenciales tanto para ejercer un poder global como para la defensa nacional.
Pese a que Mahan fue leído por todo el mundo –desde el presidente estadounidense Teddy Roosevelt hasta el káiser alemán Guillemo II– como si se tratara del evangelio, sus observaciones no explican la persistente significación geopolítica de esas bases navales. Sobre todo en periodos de entreguerras, da la impresión de que esos baluartes permiten que los imperios protejan decisivamente su propio poder.
El historiador Paul Kennedy ha sugerido que el “dominio naval” de Gran Bretaña en el siglo XIX hizo que fuera “extremadamente difícil que otros países menores emprendieran operaciones navales o comerciales por mar sin contar al menos con su tácito beneplácito”. Pero las bases de hoy en día hacen incluso más que eso. Las bases navales y los navíos de guerra que se sirven de ellas pueden tejer una red de dominio a través de un mar abierto, convirtiendo de facto un océano sin límites en unas aguas territoriales. Aun en los tiempos de la guerra cibernética, siguen siendo esenciales para jugadas geopolíticas de prácticamente todo tipo, como lo ha demostrado repetidamente Estados Unidos durante su tumultuoso siglo como potencia del Pacífico.

Estados Unidos es una potencia del Pacífico

En la última década del siglo XIX, cuando EEUU comenzó su ascenso a la categoría de potencia mundial agrandando su armada, el capitán Mahan, por entonces jefe de la Escuela de Guerra Naval, sostenía que Washington debía construir una escuadra de guerra y conquistar varias islas, particularmente en el océano Pacífico, para poder controlar las rutas marítimas cercanas. En parte influenciada por su doctrina, durante la guerra que en 1898 enfrentó a España y Estados Unidos, la escuadra del almirante George Dewey destrozó a la flota española y se apoderó del importante puerto de Manila, en las Filipinas.
Sin embargo, en 1905, la sorprendente victoria japonesa contra la flota rusa del Báltico en el estrecho de Corea reveló súbitamente la vulnerabilidad de la fina hilera de bases que a la sazón tenía Estados Unidos y se extendía desde Panamá hasta las islas Filipinas. Debido a la presión ejercida por la flota imperial japonesa, Washington se apresuró a abandonar sus planes relacionados con una importante presencia naval en el Pacífico occidental. Un año después, el presidente Theodore Roosevelt había retirado el último acorazado de la zona y autorizado la instalación de una nueva base, no en la lejana Manila sino en Pearl Harbor, Haway, insistiendo en que “las Filipinas son nuestro talón de Aquiles”. Cuando al final de la Primera Guerra Mundial, el acuerdo de Versailles premió a Japón con la Micronesia del Pacífico occidental, el traslado de una fuerza naval de Pearl Harbor a Manila en tiempos de guerra se hizo muy problemático y las islas Filipinas empezaron a ser prácticamente indefendibles.
Fue en parte por esta razón que, a mediados de 1941, el secretario de Guerra Henry Stimson decidió que el bombardero B-17 –acertadamente llamado ‘Fortaleza volante’– sería la maravillosa arma capaz de contrarrestar el control naval japonés del Pacífico occidental y envió a Manila 35 de esos nuevos aviones. Sin embargo, la estrategia de Stimson fue una empresa de fantasía imperial que condenó a la destrucción a la mayoría de esos aparatos por el fuego de los aviones de combate japoneses en los primeros días de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico y llevó al ejército del general MacArthur en Filipinas a una humillante derrota en Bataan.
A pesar de que la autonomía de los bombarderos se triplicó durante esta conflagración mundial, en 1943 el departamento de Guerra decidió que una vez acabada la guerra la defensa del país requeriría mantener basas avanzadas en las islas Filipinas. Estas aspiraciones se concretaron plenamente en 1947 cuando la nueva república independiente firmó el acuerdo de Bases Militares que garantizaba el arrendamiento por 90 años de 23 instalaciones militares, entre ellas el futuro fondeadero permanente de la Séptima Flota en la bahía de Subic y la enorme base aérea de Clark, cerca de Manila.
Simultáneamente, en tiempos de la ocupación de Japón tras el final la guerra, Estados Unidos se apoderó de un centenar de instalaciones militares que se extendían desde la base aérea de Misawa, en el norte de ese país hasta la base naval de Sasebo, en el sur. Con su estratégico emplazamiento, la isla de Okinawa mantenía activas 32 instalaciones estadounidenses, que entre todas cubrían cerca del 20 por ciento de la isla.
En 1951, mientras la Guerra Fría llegaba a Asia, Washington firmaba pactos de defensa mutua con Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia que convirtieron el litoral del Pacífico en el fondeadero oriental de su dominación estratégica de Eurasia. Hacia 1955, los primeros enclaves en Japón y Filipinas habían sido integrados en una red global de 450 bases en el extranjero cuyo objetivo principal era la contención del bloque chino-soviético detrás de una Cortina de Hierro que bisecaba el vasto continente eurasiático.
Después de estudiar el ascenso y caída de los imperios eurasiáticos durante los últimos 600 años, el historiador de Oxford John Darwin llegó a la conclusión de que Washington había hecho realidad su “colosal Imperio... en una escala sin precedentes” al convertirse en la primera potencia que controlaba “los dos extremos del eje estratégico de Eurasia”; en el oeste por medio de la OTAN y en el este vía los pactos de defensa mutua. Por otra parte, en las décadas posteriores a la Guerra Fría, la Marina de EEUU completó el cerco del continente apoderándose –en 1971– de la antigua base naval británica de Bahrein y construyendo más tarde una base –a un costo de miles de millones de dólares– en el centro geográfico del océano Índico, la isla de Diego García, para su vigilancia aérea y naval.
Entre todas esas bases que rodean Eurasia, las que se alinean en el litoral del Pacífico fueron de particular importancia estratégica antes, durante y después de la Guerra Fría. En tanto punto de apoyo geopolítico para la defensa de un continente (América del Norte) y el control de otro (Asia), la costa del Pacífico ha continuado siendo un constante foco de atención en la historia de todo un siglo de acciones de Washington destinadas a ampliar y conservar su preponderancia mundial.
En los años que siguieron a la Guerra Fría, mientras las elites de Washington se deleitaban siendo líderes de la única superpotencia mundial, el ex asesor de la seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, un maestro de la implacable geopolítica eurasiática, advertía de que Estados Unidos podría conservar su poder global solo hasta que el extremo oriental de la vasta masa continental de Eurasia no se unificara de un modo que pudiese conducir a “la expulsión de EEUU de sus bases en el extranjero”. De no ser así, afirmaba él como si presintiera el futuro, “en alguna parte surgiría un potencial rival de Estados Unidos”.
De hecho, el debilitamiento de esas “bases en el extranjero” ya había comenzado en 1991 –el mismo año de la implosión de la Unión Soviética–, cuando Filipinas se negó a prolongar el arrendamiento del baluarte de la Séptima Flota en la bahía de Subic. Mientras los remolcadores de la Armada trasladaban los diques secos flotantes de regreso a Pearl Harbor, lo filipinos asumieron la responsabilidad total de su propia defensa, en realidad, sin poner un dólar más en poder aéreo o naval. Consiguientemente, durante un furioso tifón en 1994, China fue capaz de ocupar rápidamente algunos bajíos arenosos en las inmediaciones de las islas Spratly conocidos con el nombre de arrecifes Mischief; en lo que acabaría siendo solo el primer paso de un intento de controlar el Mar de China Meridional. En 1998, sin capacidad de realizar sus propias patrullas aéreas y navales, las fuerzas armadas filipinas, en un intento de refirmar sus reclamos de la zona encalló un oxidado barco de rezago estadounidense en un banco de arena cercano –Ayungin– para utilizarlo como “base” de un grupo de soldados descalzos que se vieron obligados a pescar para alimentarse.
En el ínterin, entre 1990 y 1996, la Marina de Estados Unidos sufría su propio declive con una reducción del 40 por ciento de los barcos de guerra y submarinos de ataque. En las dos décadas siguientes el enfoque de la Marina sobre el Pacífico se debilitó aún más en la medida que el centro del despliegue naval se trasladaba a las guerras en Oriente Medio, se recortaba la dimensión total de la armada en un 20 por ciento (apenas 271 barcos en servicio) y las tripulaciones estaban forzadas a hacer despliegues cada vez mayores, lo que dejó a la Séptima Flota poco preparada para oponerse al inesperado desafío de China.

La estratagema naval de China

Después de años de una aparente conformidad con las reglas estadounidenses para una buena ciudadanía global, las recientes acciones chinas en Asía central y los mares a su alrededor han revelado una estrategia en dos fases que, de tener éxito, debilitaría el poder global de Estados Unidos. La primera, China está gastando miles de millones de dólares para crear una vasta red transcontinental de nuevos ferrocarriles, autopistas, oleoductos y gasoductos que aprovecharían los enormes recursos de Eurasia como motor económico para impulsar su ascenso a la categoría de potencia mundial.
Paralelamente, China está construyendo una armada oceánica y fundando sus primeras bases fuera de sus fronteras, en el mar Arábigo y en el de China Meridional. Tal como Beijing dejó claro en un documento, “La noción tradicional que decía que la tierra tiene más peso que el agua debe ser abandonada... Es necesario que China desarrolle una estructura militar naval moderna acorde con su seguridad nacional”. Pese a que la fuerza de la que habla el documento difícilmente compita con la presencia global de la Marina de Estados Unidos, China parece resuelta a dominar un significativo arco marítimo alrededor de Asia, desde el Cuerno de África [Somalia] y, cruzando el océano Índico, todo lo que se está en el trayecto a Corea.
El intento de Beijing de contar con bases fuera de sus fronteras se inició calladamente en 2011 cuando empezó a invertir cerca de 250 millones de dólares en la transformación de un aletargado pueblo de pescadores en la costa del mar Arábigo –Gwadar, Pakistán– en un moderno puerto comercial a solo 370 millas de la salida del golfo Pérsico. Cuatro años más tarde, el presidente Xi Jinping asignó otros 46.000 millones a la construcción de un Corredor Económico China-Pakistán, con carreteras, vías férreas, oleoductos extendiéndose unos 3.300 kilómetros desde el oeste de China hasta el nuevo puerto de Gwadar. Para no alarmar a Nueva Delhi o Washington, se evitó admitir que hubiera aquí alguna finalidad militar. Sin embargo, en 2016, la Marina pakistaní anunció la apertura de una base naval en Gwadar (reforzada pronto con dos barcos de guerra donados por China) y agregó que también serían bien recibidos los barcos de Beijing que quisieran utilizar la base.
Ese mismo año, China empezó a construir una importante instalación militar en Djibouti, en el Cuerno de África, y, en agosto de 2017, inauguró allí su primera base de ultramar, accediendo así su Marina al mar Arábigo, tan rico en petróleo. Simultáneamente, Sri Lanka, situada en un punto central del Índico, canceló una deuda de 1.000 millones de dólares que tenía con China cediéndole el estratégico puerto de Hambantota, con la posibilidad de darle un doble uso –militar y civil–. En efecto, una vez más el estratégico sigilo Gwadar.
Polémicos como pueden ser estos enclaves (al menos desde el punto de vista de EEUU), parecen menores frente a los intentos chinos de reclamar un mar entero. Iniciados en abril de 2014, Beijing subió su apuesta por el control territorial exclusivo del Mar de China Meridional ampliando la base naval de Longpo en la isla de Hainan para albergar sus cuatro submarinos nucleares dotados con misiles balísticos. Sin ningún anuncio previo, China empezó también a verter arena en siete atolones en las disputadas islas Spratly para crear pistas de aterrizaje militares y futuros fondeaderos. En apenas cuatro años, la flota de dragas chinas extrajo enormes cantidades de arena del lecho marino transformando esos bajíos y atolones mínimos en activas bases militares. En estos momentos, el ejército chino utiliza una pista para aviones de caza defendida con baterías de misiles antiaéreos HQ-9 en la isla Woody, una base de radar en el arrecife Cuarenton y tiene plataformas móviles de lanzamiento de misiles cerca de las pistas preparadas para repeler cazas a reacción en otras tres de esas “islas”.
Mientras los aviones de combate y los submarinos son peones en las primeras jugadas chinas de la contienda por el Mar de China Meridional, Beijing espera hacer un día al menos un jaque (¿por qué no un jaque mate?) a Washington gracias a su creciente armada de portaaviones y modernos acorazados en este moderno juego de imperios. Después de haberse hecho con el inacabado portaaviones de la clase Kusnetsov en Ucrania en 1998, el astillero naval de Dalian modificó el oxidado casco y lo botó en 2012 con el nombre de Liaoning, el primer portaaviones chino. El casco ya tenía 30 años, una edad en la que normalmente un buque de guerra se destina al desguace. Aunque sin capacidad de combate, sirvió de plataforma para que el primer grupo de aviadores navales se adiestrara en el aterrizaje de veloces cazas en una cubierta movida por las olas. En marcado contraste con los 15 años necesarios para modificar este primer barco, el astillero de Dailan demoró apenas cinco para construir –desde la misma quilla– un muy mejorado segundo portaaviones con total capacidad para operaciones de combate.
Los estrechos cascos y las proas apuntando al cielo que limitan el número de aviones transportados a solo 21 aviones de combate “tiburón volador” no se mantienen en el tercer portaaviones chino, en construcción a partir de planos propios en un astillero de Shanghai. El año que viene, cuando se bote, será capaz de llevar una reserva de combustible que le asegurará gran autonomía de navegación y de tener una dotación completa de 40 aviones y un sistema electromagnético para despegues rápidos. En 20130, gracias a un acelerado ritmo de adiestramiento, tecnología y construcción, China dispondré de suficientes portaaviones para garantizar que el Mar de China Meridional se convierta en lo que el Pentágono ha llamado un “lago chino”.
Esos portaaviones son la vanguardia de una sostenida expansión naval que en 2017 ya había proporcionado a China una moderna flota de 320 barcos, una flota respaldada por bases de misiles en tierra, aviones de combate a reacción y un sistema satelital de vigilancia global. Sus actuales misiles balísticos tierra-agua tienen un alcance de 2.500 millas, por lo tanto pueden atacar a los buques de guerra estadounidenses en cualquier lugar de Pacífico occidental. Beijing ha avanzado también en el dominio de la tecnología de combustibles volátiles para misiles hipersónicos que alcanzan los 8.000 kilómetros por hora, lo que los hace imposibles de parar. Mediante la construcción de dos submarinos nuevos cada año, China ya reúne una flota de 57 barcos de este tipo, tanto de propulsión diesel como nuclear; los planes son llegar pronto a las 80 unidades. Cada uno de sus cuatro submarinos nucleares lleva 12 misiles balísticos que podrían alcanzar cualquier blanco en el oeste de Estados Unidos. Además, Beijing ha botado docenas de embarcaciones anfibias y corbetas, lo que le asegura el dominio de sus aguas territoriales.
Según la Oficina de Inteligencia Naval de EEUU (USONI, por sus siglas en inglés), dentro de cinco años China “completará su transición” desde una fuerza costera de los noventa del siglo pasado a una marina moderna capaz de “operaciones sostenidas en aguas abiertas” y “variadas misiones en todo el mundo”, incluso enfrentamientos bélicos a gran escala. En otras palabras, China está creando una futura capacidad de controlar sus mares territoriales desde el Mar de China Oriental al Mar de China Meridional. Al hacerlo, se ha convertido en la primera potencia que desafía el dominio de la Marina de Estados Unidos en la cuenca del Pacífico en 70 años.

La respuesta estadounidense

Después de asumir el cargo, el presidente Barck Obama llegó a la conclusión de que el ascenso de China representaba una seria amenaza; por lo tanto implementó una estrategia geopolítica para contrarrestarlo. En primer lugar, promovió la Asociación Trans-Pacífico (TPP, por sus siglas en inglés), un pacto comercial que incluía a 12 países y dirigiría el 40 por ciento del comercio mundial hacia Estados Unidos. Más tarde, en marzo de 2014, después de anunciar un “giro [militar] hacia Asia” en un discurso ante el parlamento de Australia, desplegó un batallón completo de infantes de marina en una base cerca de la ciudad de Darwin, en la costa del mar de Timor. Un mes más tarde, el embajador de EEUU en Filipinas firmó un tratado mejorado de cooperación defensiva con ese país que permitía el estacionamiento de fuerzas estadounidenses en cinco de sus bases militares.
Combinando las instalaciones existentes en Japón y el acceso a las bases navales de la bahía de Subic, Darwin y Singapur, Obama reconstruyó la cadena estadounidense de enclaves a lo largo del litoral asiático. Para utilizar plenamente esas instalaciones, el Pentágono empezó a hacer planes para “basar el 60 por ciento de sus medios navales en el pacífico hacia 2020” y puso en marcha las primeras patrullas regulares con el nombre de ‘Libertad de navegación’ en el Mar de China Oriental desafiando a la Marina china enviando incluso varios grupos navales de ataque con portaaviones.
Sin embargo, inmediatamente después de asumir la presidencia, Trump anuló la Asociación Trans-Pacífico y, con la interminable guerra contra el terror en el Gran Oriente Medio a toda máquina, el desplazamiento de fuerzas navales al Pacífico se ralentizó. En líneas generales, la unilateral política exterior de “Estados Unidos primero” dañó las relaciones con los cuatro aliados –Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia– que sostenían su línea defensiva en el Pacífico. Además, en su obsesivo cortejo para conseguir la ayuda de Beijing en la crisis coreana, el presidente incluso suspendió sus patrullas navales en el Mar de China Oriental durante cinco meses.
El último presupuesto de defensa de la administración Trump –700.000 millones de dólares– financiará hasta 2023la construcción de 46 buques para la Marina (para llegar a 326 unidades), pero la Casa Blanca parece incapaz –como se refleja en su reciente National Security Strategy (Estrategia para la seguridad nacional) de captar la importancia estratégica de Eurasia ni de concebir un eficaz esquema de despliegue de sus cada vez mayores fuerzas armadas para poner freno al ascenso de China. En lugar de eso, después de haber declarado oficialmente muerto el “giro hacia Asia” de Obama, la administración Trump ha ofrecido sus “océanos Índico y Pacífico libres y abiertos” sobre la bese de una impracticable alianza de cuatro democracias supuestamente parecidas: Australia, India, Japón y Estados Unidos.
Mientras Trump se mueve dando tumbos de una política exterior a otra, sus almirantes, influidos por las sentencias estratégicas de Mahan, son plenamente conscientes de las obligaciones del poder imperial estadounidense y son francos en su determinación de conservarlo. Sin duda, la expansión naval de China junto con los avances de la flota de submarinos de Rusia, han hecho que la Marina de EEUU diera un fundamental giro estratégico de unas operaciones limitadas contra potencias regionales como Irán a una preparación total para “un regreso a la competición de las grandes potencias”. Después de una radical revisión de sus fuerzas, en 2017, el almirante John Richardson, jefe de operaciones navales, informó de que la “cada vez más moderna armada china” estaba acortando la histórica ventaja estadounidense en el Pacífico. “La competición está en marcha”, alertó, “y el ritmo es dominante. En una pugna cada vez más marcada, el ganador se hace con todo. Debemos sacudirnos cualquier vestigio de comodidad o complacencia”.
En una revisión paralela de la fuerza de superficie de la Marina, su comandante, el vicealmirante Thomas Rowden anunció “una nueva época de poder naval”, un regreso a “la dinámica de las grandes potencias” dejando de lado la “competencia entre casi pares”. Cualquier posible ataque naval, agregó, debe encontrarse con una “letalidad repartida” capaz de “infligir unos daños de tal magnitud que obligue al adversario al cese de hostilidades”. Evocando al fantasma del capitán Mahan, el almirante advirtió: “Desde Europa a Asia, la historia está llena de naciones que ascendieron al rango de potencia mundial solo para cederlo por carecer de un poder naval”.

Rivalidad de grandes potencias en el siglo XXI

Como señala esa retórica, en el Mar de China Meridional ya hay una aceleración de la competición naval. Apenas el mes pasado, después de un prolongado paréntesis en la patrullas ‘libertad de navegación’, la administración Trump envió el superportaaviones Carl Vinson, con su dotación completa de 5.000 marinos y 90 aviones, a que recorriera el Mar de China Meridional para hacer una visita simbólica a Vietnam, que desde hace tiempo tiene una disputa con China sobre los derechos de explotación petrolífera en esas aguas.
Solo tres semanas después, en unas imágenes satelitales se podía ver un extraordinario “despliegue de poder naval”, es decir, una flota de unos 40 barcos de guerra chinos –entre ellos el portaaviones Liaoning– navegando en ese mismo mar en una formación que se extendía varias millas. Junto con las maniobras organizadas en esas aguas con las marinas de Camboya y Rusia en 2016, está claro que China –como los imperios del pasado– planea utilizar sus cañoneras y sus futuras bases navales para tejer una red de control imperial de hecho en los mares que rodean Asia.
Quienes rechazan la existencia de un desafío del poderío chino nos recuerdan que su armada solo opera en dos de los metafóricos “siete mares”, vale decir, se trata de una pobre imitación del sólido posicionamiento global de la Marina de Estados Unidos. Aun así, la cada vez mayor presencia de China en los océanos Índico y Pacífico tiene implicaciones geoestratégicas de gran alcance para el orden mundial. En una serie de derivaciones, el futuro dominio chino en importantes partes de esos océanos comprometerá la posición estadounidense en las costas del Pacífico, hará añicos el control que hoy tiene de ese determinante extremo de Eurasia y permitirá que China domine ese vasto continente en el que está el 70 por ciento de la población y los recursos del mundo. Tal como una vez advirtió Brzezinski, el fracaso de Washington en el control de Eurasia podría muy bien significar el final de su hegemonía mundial y el surgimiento de un nuevo imperio global basado en Beijing.

Alfred W. McCoy
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

* En realidad, el Senado filipino se negó a renovar el contrato de arrendamiento de la única base que le quedaba a Estados Unidos en la bahía de Subic, por lo que –en noviembre de 1992– la base se cerró. (N. del T)
** La milla marina, que es la única unidad de longitud utilizada en estuarios navegables, mares y océanos, equivale a un minuto de grado de latitud (es decir, entre cada paralelo hay 60 millas marinas) y tiene 1.852 metros. Mientras que la milla terrestre tiene 1.610 metros. (N. del T)

Alfred W. McCoy , colaborador habitual de TomDispatch es profesor de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, un libro que se ha convertido en un clásico por analizar la conexión entre tráfico de drogas ilegales y operaciones clandestinas durante más de 50 años, y del recientemente publicado In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power (Dispatch Books) .

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