domingo, septiembre 29, 2019

¿Los soviets en Hollywood?



Seguramente la primera y última vez que los llamados “procesos de Moscú” fue en 1943, cuando el propio presidente Roosevelt pidió a Hollywood a que llevara a la pantalla el testimonio de de su embajador en la URSS en vista a un acuerdo político con el país que había comenzado a derrotar la expansión nazi…La película se llamó “Misión en Moscú” y fue dirigida por Michel Curtiz y buena parte del equipo técnico de “Casablanca”, que también abogaba por otro acuerdo, esta vez con la Francia no colaboracionista. El embajador Joseph H. Davies interpretó los “procesos” tal como lo habían explicado los propios estalinistas, los que quería o necesitaban creer que en Moscú se estaba construyendo…el socialismo.
Ha pasado mucho tiempo, hasta que finalmente ha llegado una nueva versión fílmica estrenada en la 75ª Mostra de Venecia, la misma que ha concedido el León de oro por toda su carrera a la “trotskista” Vanessa Redgrave, que ha vuelto a demostrar que no tiene pelos en la lengua. Se trata del documental “Proceso”, obra de director ucraniano Sergei Loznitsa, una noticia que en las páginas de “El País” se anuncia como una farsa contra los “disidentes”, una manera oblicua de designar a la vieja guardia bolchevique con León Trotsky a la cabeza, el principal acusado junto con su hijo León Sedov, muerto poco después en una oscura clínica de París. Según Loznitsa, estas farsas judiciales constituyeron “uno de los primeros intentos de usar a los medios” con finalidad política. “Está muy cerca de lo que observamos hoy, a través de otras tecnologías como la televisión o Facebook. Existen otras posibilidades de afectar al cerebro y organizar estas escenificaciones a una escala todavía mayor”, agregó el cineasta. Loznitsa también aprovechó para denunciar términos tan en boga como posverdad, noticias falsas o hechos alternativos. “Nos equivocamos cuando mezclamos los conceptos de verdad y mentira. Para mí, lo cierto es cierto y lo falso es falso”, expresó el director. Su documental está pensado como una advertencia contra los abusos de poder. “Parte de lo que describe todavía existe”, denunció Loznitsa, recordando el caso del cineasta disidente Oleg Sentsov, condenado en 2015 a 20 años de cárcel por actos de “terrorismo” en Crimea y que mantiene una huelga de hambre desde el mes de mayo. Loznitsa volvió a reclamar ayer su liberación…
Habrá que esperar su estreno entre nosotros para hablar más reposadamente de este “momento estelar” en la historia de la humanidad, un episodio que podíamos comparar con el del tren que llevó a Lenin a la Estación de Finlandia, solamente que en dirección inversa. Aunque Mission to Moscow es el más categórico ejemplo de película pro-soviética del momento -prueba del sincero apoyo de Warner Bros, al esfuerzo bélico estadounidense-, conviene reseñar que cada estudio tenía «su» film ruso. Metro-Goldyn-Mayer produjo SongofRussia (Gregory Ratoff, 1943) -protagonizado por Robert Taylor, años más tarde testigo «amistoso» en el Comité de Actividades Antiamericanasy United Artists, Three Russían Girís (Henry S. Kesler & Fyodor Otsep, 1943); Columbia alumbró Boy from Stalingrad (Sidney Salkow, 1943) y RKO la muy inquietante Days of Glory (Jacques Tourneur, 1944); asimismo, Columbia cierra el «ciclo» con The North Star (Lewis Milestone, 1945). Curiosamente, fue Lewis Milestone quien en 1934, con notable clarividencia política, quiso hacer un film de tema soviético a la vista de los acontecimientos u en Europa, titulado Red Square. Sin embargo, su proyecto se desestimó porque «no había mercado para las películas de Hollywood en la URSS» (sic).
A fínales de abril de 1943, cerca de cuatro mil personas se reunieron en Washington DC para la premiére de Mission to Moscow, una producción de la que Warner Bros, se sentía especialmente orgullosa. La muchedumbre, integrada básicamente por políticos, plutócratas, estrellas del espectáculo, militares y periodistas, aclamaron estusiásticamente la película. A semejante evento, unos días más tarde, se sumó el pase privado en la Casa Blanca para el Presidente Franklin D. Roosevelt y su círculo de familiares y colaboradores. Combinando hábilmente ficción, medias verdades, pura propaganda y técnicas documentales, Mission to Moscow ilustraba el libro homónimo de Joseph E. Davis, embajador estadounidense en Moscú entre 1936 y 1938. En la primavera de 1943, la amistad entre americanos y soviéticos se hallaba en su punto álgido: pocos meses antes, febrero de 1943, había concluido la Batalla de Stalingrado con la rendición del 6° Ejército nazi, iniciándose la feroz contraofensiva del Ejército Rojo hacia el Oeste que culminaría con la toma de Berlín en 1945; el apoyo británico y norteamericano a lósif Stalin se visualizó en la Conferencia de Teherán de diciembre de 1943, a la que asistieron Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill. En consecuencia, Mission to Moscow satisfacía la curiosidad de los ciudadanos de los Estados Unidos -y de sus aliados- a la hora de «mostrarles» cómo eran tan desconocidos (e incómodos) aliados. De hecho, la administración Roosevelt había estado involucrada intensamente en la producción del film, un favor personal de Jack L. Warner, fervoroso admirador del Presidente.
Más allá de ganarse el favor del país por su alianza con los soviéticos, Roosevelt quería asegurarse que no tendría problemas a la hora de utilizarlos como fuerza de desgaste contra Hitler y sus huestes. Los historiadores suelen reconocer el papel crucial desempeñado por la URSS durante la Segunda Guerra Mundial, pagando un precio por la victoria más elevado que cualquier otro país en liza. El Ejército Rojo perdió 8.860.400 soldados en su inhumana pelea con los nazis -nada que ver con los 220.000 hombres de EE.UU. caídos en Europa y el Pacífico-, a los que hay añadir entre 100.000 y 150.000 militares fusilados por desertar o cometer diversos delitos -algunos fueron ejecutados por robar tan solo comida-, y varios millones de ciudadanos soviéticos no combatientes. El total de bajas ascendió a 26.700.000 personas, lo cual dice mucho sobre la brutalidad que ejercieron los nazis contra la URSS…
Desde su publicación, el libro de Joseph E. Davies -del que se vendieron 700.000 ejemplares en Estados Unidos- fue objeto de controversia, por lo que su traslación al cine fue igualmente polémica. Por ejemplo, el film comienza con el propio Mr. Davies presentándose a sí mismo y explicándonos -nos mira desde la pantalla- por qué escribió su li bro. Acto seguido, una reunión de la sociedad de Naciones (SDN) en Ginebra -un infructuoso intento de cooperación internacional, arbitraje de los conflictos y seguridad colectiva, espoleado por el presidente Woodrow Wilson- nos descubre a Haile Selassie, emperador de Etiopía, explicando a los delegados la brutalidad del fascio italiano al invadir de su país. Solamente Maxim Litvínov (Oskar Homolka), representante de la URSS, denuncia el peligro que se avecina si no se ayuda a Etiopía 1/ y se condenan las agresiones de este tipo. Es decir, que los líderes de la URSS vieron, antes que los dirigentes de otras naciones, que los nazis eran una amenaza para el mundo, lo cual incluye una bochornosa escena en que Davis y lósif Stalin (Manart Kippen) hablan del peligro que supone Alemania… significativamente, no hay mención alguna en toda la película del Pacto Ribbentrop-Mólotov, firmado entre la Alemania nazi y la Unión Soviética en Moscú el 23 de agosto de 1939, en el que se fijaban los límites de la influencia alemana y soviética en Europa del este, determinando que Polonia quedaría como «zona de influencia» que se repartirían entre ambos, mientras que la URSS lograba que Alemania reconociese a Finlandia, Estonia y Letonia -y, más tarde, también Lituania- como «zonas de interés soviético».
Al mismo que se critica sin embages la política a apaciguamiento de los británicos y el aislacionismo de los norteamericanos, Mission to Moscow frivoliza sobre las condiciones de vida de la URSS en esos tiempos, y ofrece una risible mirada sobre el poder bélico del país 3/. La visita de la Sra. Davies (Ann Harding) y Mme. Molotov (Frieda Inescort) -esposa de Viacheslav Molotov (1890- 1986), destacado diplomático soviético en tiempos de Stalin- a una fábrica de cosméticos (¡), les hace descubrir que «las mujeres son iguales en todo el mundo. Buscan agradar a sus hombres». Minutos más tarde, ambas asisten bien acicaladas junto a sus esposos al aparatoso desfile de las tropas soviéticas en la Plaza Roja de Moscú…
En realidad, los procesos de Moscú tenían un doble objetivo. El primero era liquidar toda oposición a la persona de Stalin, pero el segundo era demostrar que en la URSS ya que no quedaba nadie que de verdad defendiera los ideales de 1917.

Pepe Gutierrez-Álvarez

Notas

1/ Maxim Maximovich Litvinov (1876 -1 SSr/, revolucionario ruso y destacado diplomático soviético de origen judío que sirvió como ministro de exteriores de la Unión Soviética durante gran parte de lósanos treinta del siglo XX. Su firme oposición al Pacto Ribbentrop-Mólotov le valió ser purgado por Stalin. En febrero de 1941 dejó de pertenecer al Comité Central del Partido Comunista de la URSS. Su nieto Pavel Litvinov, físico y escritor ruso, fue un disidente durante el periodo soviético.
3/ Antes de 1941, la mayoria de los 20.000 tanques del Ejército Rojo eran de blindaje ligero y tenían más de 10 años, ventajas aprovechadas por los nazis. Además, la ausencia de aparatos de radio eficaces en los tanques dificultaba las complejas maniobras ofensivas en las operaciones de guerra. Las purgas políticas entre 1937 y 1939 habían acabado con los oficiales mejor preparados y las tropas carecían de las armas y equipos adecuados para el combate. En cuanto a la aviación, el caza
Polikarpov 1-16 se reveló ineficaz ante sus homólogos alemanes, y sus pilotos, debido a la necedad del mando, carecían de la instrucción pertinente. USA, 1943. T.O.: «Mission to Moscow». Director: Michael
Curtiz. Productor: Robert Buckner. Producción: Warner Bros. Guión: Howard Koch, según el libro de Joseph E. Davies. Fotografía: Bert Glennon. Dirección artística: Cari Julos Weyl. Música: Max Steiner, dirigida por Leo F. Forbstein. Montaje: Owen Marks. Duración: 124 minutos. Intérpretes: Walter Huston (Joseph E. Davies), Ann Harding
(Marjorie Davies), Oskar Homolka (Maxim Litvinov), George Tobías (Freddie), Gene Lockhart (Viacheslav Molotov), Eleanor Parker (Emlen Davies), Richard Travis (Paul), Helmut Tirar los dados requiere minuciosidad, elegir muy bien los tiempos y anticiparse al enemigo para llevar ventaja en el envite. En agosto de 1939 Adolf Hitler contempló todos estos elementos y añadió otro para controlar aún mejor la ejecución de su plan para invadir Polonia.
Si uno quiere ganar, debe tener atados todos los cabos. Se habían producido demasiados avances como para malbaratarlos en un mal movimiento. Desde 1933, la Alemania Nazi había sido un vendaval sin precedentes. Primero reordenó su territorio y, tras haber consolidado sus premisas, viró hacia la expansión exterior como precedente para la promesa del Lebensraum, el ansiado espacio vital tan bien resumido por Timothy Snyder en ‘Tierras de Sangre’ a partir de ese sueño macabro de ocupar todo el territorio al este de Germania para aniquilar a eslavos y plantar la simiente para una inmensa colonia rural en beneficio del Reich.
Antes de alcanzar este escalón, en el camino hacia la cúspide, se coronaron otros en una pletórica senda de victorias más bien pacíficas entre el miedo ajeno y la intimidación diplomática. De este modo, el Gobierno alemán se anexionó el Sarre mediante un referéndum, la desmilitarizada Renania sin pegar un solo tiro y en 1938 pasó a proyectos más ambiciosos como elAnchsluss austríaco, primera piedra para las siguientes campañas reivindicativas, verdaderas piedras de toque para calibrar el potencial de los oponentes.
Mientras todo esto acaecía, no está de más recordar la experiencia en laGuerra Civil española como campo de pruebas de los totalitarismos. En otoño de 1938, Hitler reclamó los Sudetes, pertenecientes a Checoslovaquia y con un ingente grueso de población de origen alemán. Para evitar una colisión con las democracias, se convocaron varios cónclaves, entre ellos el célebre de Múnich, con los primeros ministros franco-británicos bajándose los pantalones ante el Führer y el Duce mientras prometían a sus conciudadanos llevar la paz para su tiempo. La siguiente afrenta coincidió casi con el final del conflicto en la Península Ibérica. Los idus de marzo de 1939 culminaron la eliminación checa a través del Protectorado de Bohemia y Moravia. La tenaza sobre el resto del este se estrechaba poco a poco, con Polonia como principal damnificada desde las peticiones teutonas para tender una línea férrea y una carretera sobre el corredor de Danzig desde la extraterritorialidad mientras solicitaban el retorno de la ciudad portuaria, amparada bajo el manto de la endeble Sociedad de Naciones, a su antigua pertenencia. Al ser desatendidas estas demandas, el camino hacia la Segunda Guerra Mundial quedaba expedito y, desde mayo, el Reino Unido se comprometió a defender la causa polaca con castillos en el aire y una retahíla de promesas incumplibles. La Unión Soviética, la clave En una ilustración de la época Joseph Stalin se mesa el bigote ante los cuatro de Múnich y se sorprende al no tener una silla en esa conferencia. Todos lo tenían muy presente, y cuando la cuestión polaca se acercó su desenlace, volvió a los titulares desde un cierto secretismo.
En agosto de 1939, una delegación franco-británica recaló en Moscú para negociar una hipotética alianza militar con la Unión Soviética para asegurar el típico doble frente en pos de contener las embestidas de la Wehrmacht. Cerrar un acuerdo entre las dos únicas democracias supervivientes del Viejo Mundo y el Imperio Comunista no era ni mucho menos coser y cantar. Los rusos preguntaron sobre el número de divisiones disponibles y quedaron estupefactos ante la respuesta británica: cinco regulares y una motorizada. Con esos números, el triunvirato adolecía de una evidente desigualdad de contingentes. La otra gran pregunta era si el Gobierno polaco permitiría el ingreso del ejército Rojo, sobre todo considerándose el precedente de la no tan lejana guerra entre ambos de 1919-1920 y los antecedentes históricos, nada halagüeños por la abrumadora superioridad de la Tercera Roma. Hitler tenía el 26 de agosto como fecha marcada en el calendario paradesencadenar su tormenta contra Varsovia. Suele definirse la política como el arte de lo imposible, y en esa máxima también flota un componente de realismo. Desde principios de mes, tanto nazis como soviéticos habían desplegado con mucha cautela una serie de contactos para alcanzar un pacto beneficioso para ambas partes. El 12 de agosto Hitler, sin confesar nada a su invitado Galeazzo Ciano, ministro de Exteriores de la Italia Fascista, recibió un telegrama proveniente de Moscú para clarificar y acelerar un giro copernicano en las relaciones con Berlín. En su monumental ‘Auge y caída del Tercer Reich‘ (Booket), William L. Shirer afirma no haber encontrado rastro de este despacho en los archivos alemanes, pero aun así, la nota fue la chispa para el debut de una entente favorable para los interlocutores. La Unión Soviética desconfiaba del Nacionalsocialismo por el pacto Antikomintern de 1936, rubricado junto a Japón para aplacar al Comunismo. Sin embargo, ello no fue óbice para aceptar gustosamente la visita del embajador Von der Schelenburg el 15 de agosto para declarar al ministro Molotov de la intención de su homólogo germánico, el excéntrico Joachim Von Ribbentrop, de acudir a Moscú para apuntalar el acuerdo. Las sugerencias de Molotov, clave en todo el asunto al haber sustituido al judío Livitnov en puesto tan trascendente y así suprimir las reticencias germánicas, estribaron en la ayuda nazi para limar las asperezas con los nipones, abrazar una concordia común en la esfera de influencia para con las repúblicas bálticas y formular un acuerdo de no agresión entre las dos potencias. Estas propuestas colmaron de satisfacción a Hitler al facilitarle la operación polaca sin preocuparse por una reacción de Stalin. Las aceptó sin condiciones, sugirió que el pacto de no agresión fuera de veinticinco años y mostró a las claras su impaciencia por refrendar estas resoluciones. Las comunicaciones entre ambas capitales eran más bien lentas y eso creó un ambiente histérico, sobre todo en el bando germánico. Ribbentrop y el dictador atendían las respuestas con mucho nerviosismo. Desde Rusia, Stalin y Molotov sabían que tenían la sartén por el mango y manejaron los hilos con calculado esmero. Pusieron sobre la mesa un acuerdo comercial como preludio para certificar lo comentado hasta entonces, a complementar con un protocolo secreto. No ponían pegas a un concilio junto a Ribbentrop, pero antes debía corroborarse lo previo, y una vez esto sucediera debería transcurrir una semana para el apretón de manos y la fotografía surrealista para tantos creyentes en la enemistad entre esas antípodas ideológicas. El domingo 20 de agosto, con el tratado comercial ratificado, Hitler rubricó un telegrama personal a Stalin donde ya fijaba el miércoles 23 de agosto como día del encuentro. El dictador georgiano consintió con suma rapidez, y el 21 a los once de la mañana la radio alemana interrumpió su programación musical para proclamar a los cuatro vientos que “el gobierno y los soviets se han puesto de acuerdo para concluir un pacto de no agresión. El ministro de Asuntos Exteriores del Reich irá a Moscú el miércoles 23 de agosto para conclusión de las negociaciones”. El shock en toda Europa fue inmediato. La foto inverosímil y el protocolo secreto Joachin von Ribbentrop era algo similar a la voz de su amo. Este comerciante de vinos se iluminó con las revelaciones nazis e hizo todo lo posible por formar parte del selecto grupo de incondicionales recibidos por Hitler en cualquier circunstancia. Goebbels, Goering y el resto de la vieja guardia lo juzgaron siempre con desdén, como una marioneta o un pelele en manos del líder, y razón no les faltaba, pero ese 23 de agosto el Ministro de Asuntos Exteriores del Reich tuvo sus quince minutos de gloria y, según testimonios de los allí presentes, estuvo en plena forma en el cara a cara con Stalin y Molotov, con quienes, tras comer en la embajada, debatió en dos turnos de tres horas y alcanzó con pasmosa celeridad una serie de compromisos entre sonrisas y brindis, con el sucesor de Lenin atiborrándose de agua mientras los demás le secundaban al ignorar la desigualdad de los contenidos etílicos. El pacto de no agresión de cinco años dio la vuelta al mundo, no así el fundamental Protocolo Adicional Secreto, desgranado en los dos siguientes puntos. 1.- En la eventualidad de una modificación territorial y política de los territorios pertenecientes a los Estados Bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania), la frontera septentrional de Lituania representará el límite de las zonas de influencia de Alemania y la Unión Soviética. 2.- En la eventualidad de una modificación de los territorios pertenecientes al Estado polaco, las zonas de influencia de Alemania y de la Unión Soviética estarán aproximadamente limitadas por la línea constituida por los ríos Narew, Vístula y San. Alea Jacta Est. El reparto de Polonia era un hecho. Los emisarios franco-británicos no cejaron en su empeño y solicitaron una aclaración al Mariscal Voroshílov. Su respuesta fue prístina: Debido a la modificación de la situación política la continuación de las conversaciones resulta inútil y sin objeto. El protocolo no se desveló hasta la finalización de la guerra, cuando fueron capturados los archivos alemanas. En 1942, en un insólito alarde de sinceridad, Stalin confesó a Churchill que la adopción de esas medidas, donde los nazis dieron carta blanca a los soviéticos con relación a Besarabia, fue una apuesta de realismo y la única opción viable durante ese verano. El primero de septiembre de 1939 la Wehrmacht lanzó su Blitzkrieg contra Polonia. El 17 el Ejército Rojo completó la escabechina y el 22 las tropas de los vencedores desfilaron conjuntamente en Brest para estupor de una gran mayoría, entre ellos los militantes comunistas de Europa Occidental, incapaces de comprender esa perversión estival. A partir del acuerdo Hitler pudo despreocuparse de Oriente y extender su Reich hasta los Pirineos y el Canal de la Mancha. La ruptura de la amistad el 22 de junio de 1941 con la Operación Barbarroja supuso el desmorone de todo su castillo de naipes. Una jugada maestra no da boletos para repetir fortuna en las siguientes.

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