lunes, noviembre 18, 2019

La ilusión de la revolución a través de la revuelta

Actualmente estamos viviendo el segundo gran ciclo de lucha de clases desde la crisis de 2008. Iniciado a finales del 2018 con la irrupción de los Chalecos Amarillos, viene atravesando desde entonces las más diversas latitudes. Ha llegado con fuerza a América Latina, pasando por Puerto Rico, Honduras, Haití, Ecuador; tiene actualmente en Chile su punto más elevado, mientras que el reciente golpe de Estado en Bolivia, a pesar de la defección de Evo Morales y el MAS, ha desatado la resistencia.
Esta situación nos plantea un problema parecido al que daba cuenta Lenin en su clásico folleto ¿Qué hacer? a principios del siglo XX. El “elemento espontáneo” es la forma embrionaria de lo consciente, pero cuanto más poderoso es el auge espontáneo de las masas, más se hace necesario el desarrollo de los elementos conscientes, es decir, de fuertes organizaciones revolucionarias. Sin embargo, al igual que en aquel entonces, surgen tendencias que sostienen la ecuación contraria: a saber, que el auge espontáneo permite eludir la lucha contra el reformismo y la burocracia.
Estas tendencias hoy se expresan en un amoldamiento a las formas dadas de la revuelta que atravesaron y atraviesan los procesos actuales (que analizamos en “Revuelta y revolución en el siglo XXI”) en detrimento de la lucha por la hegemonía obrera. Lo hacen justamente cuando procesos como el chileno plantean abrir una etapa superior. Para ilustrar este debate, vamos a tomar como ejemplo, los planteos de Jorge Altamira que, desde la lucha fraccional en el PO, viene delineando cada vez más claramente una tendencia de este tipo. Veamos.

Movilizaciones masivas y huelga general política

En un reciente video referido al proceso chileno, Altamira ensaya una especie de nueva teoría sobre la “asimilación” de las manifestaciones masivas a la huelga general política. Según plantea:
... estas manifestaciones que no cesan en Chile han tenido la capacidad de paralizar parcialmente el aparato del Estado, es lo que en otras revoluciones se lograba a través de una huelga política de masas, quizá [¡sic!] con más profundidad que esta paralización. Pero podemos asimilar manifestaciones tan gigantescas, choques con los carabineros, choques con las fuerzas armadas, renovadas movilizaciones, podemos compararlo con aquellas revoluciones donde el movimiento de masas con huelgas políticas lograba paralizar el aparato del Estado.
Desde luego, las enormes manifestaciones que atraviesan todo Chile y su persistencia, como se volvió a demostrar este viernes 15, son elementos determinantes en el desarrollo del actual proceso que viene jaqueando al gobierno de Piñera, pero ¿se puede “asimilar” su efecto a la capacidad de paralización del Estado que tiene una huelga política de masas? ¿La huelga general política –que desde luego implica también la movilización– ha encontrado un sustituto relativo que hace que disminuya su importancia? De ser así, habría que tirar a la basura más de un siglo de debates del marxismo.
Donde Altamira ve “asimilación” se encierra en realidad una de las encrucijadas que está viviendo el proceso chileno y que se expresa en muchos de los procesos de los últimos años. A saber, la posibilidad de superar el estadio de acciones de resistencia o actos de presión extrema. Uno de los grandes escollos en este camino responde a que en la mayoría de revueltas del último tiempo, el movimiento de masas interviene desorganizado, esencialmente en forma “ciudadana”. La clase trabajadora que controla las “posiciones estratégicas” que hacen funcionar la sociedad (el transporte, las grandes industrias y servicios) se abstiene, salvo excepciones puntuales, de echar mano a esta fuerza decisiva capaz quebrar al régimen de conjunto, e interviene como parte de la “ciudadanía” diluida en “el pueblo” en general.
Pero no se trata solo de una fuerza negativa, sino de que la intervención del movimiento obrero es la que puede cohesionar en torno de sí a los sectores en lucha en una alianza de clases contra el conjunto del régimen burgués. El catastrofismo mecánico que sostiene tradicionalmente Altamira le impide ver que la crisis histórica que atraviesa el capitalismo no golpea homogéneamente sobre el conjunto de los explotados y oprimidos. En esta heterogeneidad relativa se basa la burguesía y el régimen para maniobrar buscando dividir entre “manifestantes legítimos” y aquellos que denomina “violentistas”, donde agrupa a los pobres de la periferia y la juventud que enfrenta la represión.
La jornada de paro de este martes 12, que fue el más importante desde el fin de la dictadura, fue una muestra, justamente, de la importancia de aquello que en el análisis de Altamira parecería tener un papel accesorio: la irrupción (parcial por cierto) del movimiento obrero con peso propio, ya no simplemente como parte de la “ciudadanía”. Superando el rutinarismo de las direcciones burocráticas de la Mesa de Unidad Social, el paro fue casi total en las ramas de salud y educación, así como trabajadores públicos y municipales, con los portuarios como sector más resuelto, que paralizó casi el 95 % de los puertos y arrastró en menor medida a sectores mineros. Sin embargo, quedaron sin paralizar áreas estratégicas del transporte público, aeropuertos, industrias o pasos fronterizos, así como en sectores como forestales. Por su parte, los cortes y movilizaciones impidieron el funcionamiento normal del transporte público terrestre e interurbano. Cientos de cortes y barricadas se extendieron por todo el país, así como las movilizaciones masivas que marcaron una jornada donde se mostró la fortaleza de la unidad de trabajadores, jóvenes, y sectores populares.
Este despliegue, parcial y de solo un día, de la fuerza obrera, marcó un salto en el proceso de conjunto. Como pudo verse en el temor que infundió en el régimen. Las fuerzas represivas vacilaron, trascendieron sus fricciones internas. Los partidos burgueses se encerraron inmediatamente a negociar contra reloj un nuevo engaño mayor, el llamado “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución”, con sus plebiscitos y constituyente amañada, buscando frenar el despliegue de la lucha de clases. Si apenas un día de intervención decidida de una parte de la clase trabajadora –sin la mayoría de sus sectores estratégicos- unida con la juventud y los sectores populares produjo esto, no es difícil imaginarse qué sucedería si la clase obrera comienza a superar a la burocracia e interviene con todo su peso.
No ver el papel fundamental de las posiciones estratégicas en la producción, el transporte, los servicios, es no estar pensando una revolución, sino a lo sumo en un movimiento de presión extrema. Por ejemplo, ¿qué pasaría si el movimiento obrero minero paralizase la producción por tiempo indefinido, con las consecuencias que tendría, no solo nacionales –donde la minería representa alrededor del 10 % del PBI–, sino internacionalmente, siendo que la producción de Chile de cobre, por ejemplo, representa más del 27 % del que se produce en el mundo? O yendo al ejemplo concreto de la huelga general y los bloqueos en Bolivia en octubre del 2003 durante la “guerra del gas", podemos ver lo que significó la lucha en Senkata y su planta de distribución de combustible, el desabastecimiento; o cómo el despliegue de la huelga, los bloqueos campesinos, etc., terminaron tirando a Sánchez de Lozada. ¿Cuánto se sostendría el gobierno golpista de Áñez con una huelga así?
Al contrario de lo que insinúa Altamira, dejando de lado la historia del movimiento obrero del último siglo, una huelga general política implicaría una fuerza enormemente superior a todo lo que hemos visto hasta ahora, el régimen heredero del pinochetismo en Chile no duraría más que un suspiro. Claro que como señalaba Trotsky, la huelga general plantea el problema del poder pero no lo resuelve. Y aquí pasamos a la segunda de las definiciones de Altamira.

Cabildos para presionar o verdaderos organismos de autoorganización y autodefensa

El segundo elemento que destaca Altamira es que:
... en Chile han empezado a formarse cabildos o asambleas populares, eso significa que de algún modo se establece un órgano, si no de poder, de las masas frente al Estado, que en esa medida es un órgano de poder. ¿Qué quiere decir "en esa medida"? Que si el Estado mañana dice no se puede manifestar y las asambleas populares llaman a manifestar, el pueblo acata las asambleas populares. No es suficiente para derrocar un gobierno ni para establecer un nuevo gobierno, pero el monopolio del poder relativamente extendido del Estado queda disminuido. En esas asambleas populares o cabildos populares se están redactando reivindicaciones, proclamas, etc.
Este planteo de Altamira no sabemos si es intencional o responde al desconocimiento de la situación, lo cual desde luego sería entendible, siendo que en 50 años de existencia el PO no aportó un ápice en la construcción de una organización revolucionaria en Chile. Pero lo cierto es que los cabildos ciudadanos, lejos de ser “en cierta medida” órganos de poder, como dice Altamira, son una política que viene impulsando el Partido Comunista y el Frente Amplio como parte de su estrategia de “proceso constituyente” en los marcos del régimen actual. Son regimentadas como “instancias de diálogo”, “espacios consultivos” donde las proclamas y reivindicaciones que señala Altamira son formuladas para enviar a los parlamentarios de esos partidos.
Llama la atención que su reivindicación de los “cabildos” no tenga nada que decir sobre esto. Uno podría pensar que es una imprecisión de un video grabado a las apuradas, pero el artículo de la Conferencia de la tendencia del PO es más categórico aún, diciendo que “las asambleas y cabildos en Chile colocan la cuestión del poder político”. Bueno, lamentamos darles la mala noticia, pero hoy los cabildos no “colocan” la cuestión del poder. Esto no quita que eventualmente las masas se los apropien en un futuro y les den otro contenido totalmente diferente, pero no es la realidad actual ni mucho menos. Desde luego, sin vocación de intervenir realmente en el proceso chileno se puede decir cualquier cosa, total no pasa nada.
Nuestros compañeros y compañeras del Partido de Trabajadores Revolucionarios (PTR), que vienen interviniendo activamente en el proceso en Santiago, Antofagasta, Valparaíso, Arica, Temuco, Puerto Montt, Rancagua y otras de las principales ciudades del país (intervención que se puede seguir por La Izquierda Diario de Chile, actualmente con 2 millones de visitas en el mes), participan de algunos de esos cabildos allí donde son tomados por algún sector para organizarse –lo cual es la excepción-, pero luchan para darles otro contenido del que tienen, para que sirvan para definir el programa de la lucha y para organizar la movilización. Claro que esto implica una pelea política abierta con el PC y el FA que Altamira, sintomáticamente, pasa por alto.
Sin embargo, la prioridad del PTR pasa por impulsar organismos reales de autoorganización. En este sentido, hay experiencias de autoorganización que vienen cumpliendo un papel importante en la lucha y son un verdadero ejemplo a nivel nacional. La más avanzada de ellas se da en Antofagasta, ciudad minera del cobre en una de las regiones que concentra gran parte de los sectores productivos de Chile. Nos referimos al Comité de Emergencia y Resguardo. Un espacio de autoorganización que articula trabajadores de la educación, públicos, portuarios, estudiantes, pobladores, organizaciones de derechos humanos, del mundo del arte, profesionales de la comunicación, organizaciones sociales y políticas. Realiza la asistencia médica a los heridos, la asistencia legal frente a la persecución del Estado y viene articulando acciones en esta importante ciudad. El pasado martes 12 ha plasmado un frente único con sectores de la CUT que dio lugar a una movilización de más de 25 mil personas en la ciudad (sobre un total de 285 mil habitantes), y a los piquetes para garantizar el paro. El Comité de Emergencia y Resguardo, a su vez, viene haciendo suyo el planteo de huelga general con paro indefinido hasta que caiga el gobierno de Piñera y toda su represión, llamando a no confiar en la política del gobierno con sus farsas de constituyente y avanzar hacia una asamblea constituyente libre y soberana donde sea el pueblo trabajador y pobre quien decida y organice las soluciones para las problemáticas de las grandes mayorías.
Claro, que este tipo de experiencias no surgen de un repollo, como parece opinar Altamira, que ve imaginarios cabildos que de por sí “colocan la cuestión de poder”. Junto con la espontaneidad hay mucha militancia detrás de esto, al igual que en las luchas contra la regimentación del PC y el FA en los cabildos, o para forjar experiencias como la que se articula en torno al Hospital Barros Luco en Santiago, o la unidad de los estudiantes con los portuarios en Valparaíso, etc. La pura espontaneidad que parece imaginarse Altamira es un mito, como ya demostraba Rosa Luxemburgo en su clásico Huelga de masas, partido y sindicatos. Pero claro, puede ser un elemento tranquilizador para justificar limitarse a los comentarios frente a un proceso de la envergadura del chileno que sucede apenas cruzando la cordillera.

Asamblea Constituyente y la cuestión del poder obrero

Por último, Altamira destaca que en el proceso chileno:
...hay una consigna de poder. Y esta consigna de poder que han lazado las propias masas en la lucha es intransferible al poder, por ejemplo, una Constituyente.
Luego contrapone correctamente el planteo de Asamblea Constituyente a las diferentes versiones de “proceso constituyente” dentro del régimen. En este aspecto estamos de acuerdo. Actualmente nuestros compañeros y compañeras del PTR están llevando adelante una dura pelea política frente a los intentos de desvío del régimen.
Pero ¿qué significa el planteo de Altamira sobre que la constituyente es una “consigna de poder”? Y si es una “consigna de poder”, ¿qué relación tiene con el planteo de un “gobierno de trabajadores”? ¿Se combinan, se sustituyen mutuamente, son lo mismo? No se sabe. Para sumar confusión, en un reciente artículo dedicado a Chile, sostiene que hay que pelear por “una asamblea constituyente soberana que asuma la dirección política del Estado”. Pero ¿de qué Estado? ¿de un Estado burgués, de un Estado obrero? Parece que no es suficientemente relevante aclararlo. Así Altamira vuelve a tirar por la borda más de un siglo y medio de discusiones del marxismo revolucionario, en este caso sobre el Estado.
Si con “consigna de poder” queremos decir que ninguna institución del régimen burgués tendría que limitarla, revisar o vetar sus decisiones, que supone la caída de Piñera y se erige sobre las ruinas del régimen actual, que debe tener plena libertad para abordar y resolver sobre todos los grandes problemas del país, podríamos coincidir. Pero algo muy distinto es que una Asamblea Constituyente tenga el poder para imponer efectivamente sus resoluciones, es decir, para vencer la resistencia (de las fuerzas represivas y bandas paraestatales) que va a desplegar la burguesía contra cualquier medida que vaya en contra de sus intereses fundamentales. Con el actual retorno de los ejércitos a la intervención directa contra las masas en diferentes países de la región, no parecería ser necesario aclararlo. Para hacer frente a esos ataques (armados) se necesita un poder alternativo que sea capaz también de garantizar la autodefensa del movimiento de masas.
La lucha por una Asamblea Constituyente libre y soberana, que como señalaba de Trotsky, es “la forma más democrática de la representación parlamentaria”, puede cumplir un papel fundamental porque en la pelea misma por ponerla en pie y, en caso de implementarse, en la lucha por imponer sus resoluciones frente a la resistencia de los capitalistas, sectores cada vez más amplios del pueblo trabajador pueden hacer hasta el final su experiencia con la democracia representativa y ver la necesidad de superar el lugar del “ciudadano” atomizado y organizarse desde las empresas, fábricas, el transporte, las escuelas, las facultades, etc., con delegados electos para desarrollar sus propios organismos democráticos de poder (consejos o soviets) y sus propias organizaciones de autodefensa. Los cuales, dicho sea de paso, son los pilares del gobierno obrero por el que luchamos.
El planteo de Altamira de “una asamblea constituyente soberana que asuma la dirección política del Estado” sin especificar de qué clase de Estado estamos hablando, por más que a la misma se le adhiera la consigna de “cordones industriales” u organismos de este tipo, deja abierto un agujero estratégico fundamental, nada más ni nada menos que alrededor de la cuestión del carácter de clase del poder por el que se lucha [1]. No se sabe a ciencia cierta la diferencia entre el planteo de Altamira y aquellos como el de “Estado combinado”, según el cual los consejos (soviets) son simples instancias adosadas a un Estado (cuyo contenido de clase no se sabe) que se dedican simplemente a los “asuntos de los obreros”. Teoría que obviamente se opone a un verdadero poder con el que puedan gobernar los trabajadores, definiendo el rumbo político de la sociedad así como la planificación racional de los recursos económicos sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción.

Ilusión revueltista y lucha política

Ahora bien, si como dice Altamira, las movilizaciones masivas, aunque tengan un carácter ciudadano, alcanzan para paralizar al Estado, por qué sería clave la lucha contra la burocracia de la Mesa de Unidad Social por la perspectiva de una huelga general política, por qué esforzarse por imponer un Frente Único Obrero. Si los cabildos ciudadanos elaborando peticiones son “en cierta medida” organismos de poder, por qué sería tan indispensable la lucha política contra el PC y el FA por desarrollar verdaderos organismos de autoorganización. Si una institución parlamentaria –aunque sea la más democrática posible– como una Asamblea Constituyente es en sí misma una “consigna de poder”, por qué sería tan insustituible la hegemonía de la clase obrera.
Lo cierto es que los tres elementos señalados por Altamira en torno al proceso en Chile llevan a la misma consecuencia: licuar la lucha de partidos con el reformismo y la burocracia sindical. Este abordaje puede servir para ilusionarse en que no es tan indispensable construir fuertes organizaciones revolucionarias –ni nacional ni internacionalmente-. Pero la realidad que muestran los procesos de la última década es muy diferente, con importantes procesos que terminaron en desvíos “por izquierda”, caso de Grecia con Syriza –llamada a votar en su momento por Altamira- que terminó aplicando el ajuste y preparando el retorno de Nueva Democracia, o Podemos respecto al 15M español, que actualmente entró al gobierno con el PSOE. O siendo capitalizados políticamente por derecha, como sucedió en parte en Francia en las pasadas elecciones europeas donde Le Pen canalizó el “voto útil” contra Macron; o como el junio de 2013 en Brasil, que frente a los ataques del PT y la ausencia de una izquierda que fuera una alternativa terminó difuminándose y dejando su lugar a las movilizaciones de la derecha en las que se basó el impeachment y luego del golpe institucional. Y así podríamos continuar los ejemplos.
Altamira, en vez de proponerse partir lo más avanzado que da el movimiento espontáneo para superar sus límites, transforma a estos últimos en virtudes para diluir la pelea contra el reformismo y la burocracia. No es el primero ni será el último en hacerlo. En su momento, Nahuel Moreno ya había planteado que la revolución era un “tren” imparable que por su propio impulso iba más allá de las intenciones que tenían las direcciones del movimiento de masas, fuesen pequeñoburguesas o burguesas. Consecuente con esto, concluía que: “no es obligatorio que sea la clase obrera y un partido marxista revolucionario el que dirija el proceso de la revolución democrática hacia la revolución socialista...” [2]. Esta teoría fracasó estrepitosamente. Altamira, que suele adjetivar a sus adversarios como “morenistas”, debería tenerlo en cuenta [3].

Lenin tenía razón

El abordaje de Altamira del proceso chileno que fuimos criticando en estas líneas, no se diferencia del que viene expresando, en un contexto diferente, en los debates sobre la situación Argentina. En este caso trata de diluir la importancia de la lucha política con el kirchnerismo y la burocracia sindical. La responsabilidad de ambos en abandonar la convocatoria a cualquier lucha mínimamente seria luego de las jornadas de diciembre de 2017 dejando pasar todos los ataques bajo la consigna de “hay 2019”, parecería no haber tenido importancia en la configuración de la situación actual.
En el mundo de Altamira, la política se presenta como un cúmulo de “cadáveres insepultos”. A saber: a) “Los resultados de las elecciones del domingo 27 de octubre han enterrado el cadáver largamente insepulto del macrismo”; b) “La concepción del peronismo como un ‘cadáver insepulto’ forma parte de la historia del PO”; c) “en esta elección se procedió a un entierro, llamémosle honorable, de un régimen que era un cadáver”; son algunas de las frases luctuosas de artículos recientes con las que la tendencia del PO parece mirar la realidad política.
En este marco, no es extraño que para Altamira el problema de la izquierda (y el movimiento de masas) en Argentina se redujese, más o menos, a abrazar la fórmula mágica de “fuera Macri y asamblea constituyente”. No haber tomado este planteo habría convertido al FIT-U en “una fuerza políticamente agotada” (por suerte no ha entrado aún en la categoría de “cadáveres insepultos”). Ahora bien, lo más ilustrativo es el fundamento con el cual proponía aquella consigna como clave de la agitación del Frente de Izquierda.
Según Altamira el planteo de “Fuera Macri, Constituyente Soberana, Gobierno de Trabajadores”, era:
…el método mismo de diferenciación con el kirchnerismo, porque contrapone dos programas y dos métodos de acción en la oposición al gobierno macrista. El procedimiento de diferenciación que consiste en denunciar a todos los protagonistas de la política (Macri, K, Massa, Gobernadores, Intendentes, el Papa, Lavagna, etc.) marca un nivel grosero de despolitización, y funciona como autoproclamación de una izquierda que sigue siendo el extremo minoritario de todo el arco político [4].
Sin embargo, este “procedimiento de diferenciación” que a Altamira le parece “grosera despolitización”, Lenin lo consideraba el objetivo principal de la intervención electoral. Así, decía en 1912, frente a los mencheviques que no querían enfrentarse a las liberales progresistas, que:
... para los marxistas, el objetivo principal de la campaña electoral consiste en esclarecer al pueblo cuál es la esencia de los distintos partidos políticos, esclarecer quién se pronuncia por qué, qué intereses vitales efectivos guían a uno u otro partido y qué clases de la sociedad se ocultan tras uno u otro rótulo [5].
La campaña del FIT-U ha seguido este segundo camino, buscando “esclarecer” en la agitación de masas, la “esencia” tanto del macrismo como representante directo del capital financiero, como la del PJ/kirchnerismo como representante de la burguesía “nacional”. Es decir, no igualándolos sino planteando lo que cada uno realmente es. Habiendo mantenido una posición intransigente frente al PJ/kirchnerismo, buscó interpelar a quienes tenían expectativas en él. Todo esto quedó reflejado en la agitación, los spots y los debates electorales. Esto ha permitido que a pesar del retroceso en votos en el marco de la polarización hayamos ampliado nuestro auditorio, respeto y conocimiento de nuestras ideas (influencia política).
Ahora bien, estas peleas, que Altamira parece no querer dar, van mucho más allá de las elecciones, ya que no queda otra que enfrentar a los “cadáveres insepultos”. En el caso de los procesos más agudos de la lucha de clases, como veíamos con Chile, el abordaje de Altamira se hace mucho más pernicioso, ya que conduce al abandono de la lucha por la hegemonía obrera, fundamental para el triunfo de los procesos revolucionarios. Lamentablemente no hay ningún tren imparable que nos lleve por su propio impulso hasta la victoria de la revolución socialista. Si bien el capitalismo genera a sus propios sepultureros, a los partidos revolucionarios no queda otra que construirlos.

Matías Maiello

Notas

[1] Como señala Trotsky respecto a la política que tuvieron con Lenin en la Revolución rusa: "Planteábamos el problema de una insurrección que traspasaría el poder al proletariado a través de los soviets. Cuando se nos pregunta qué haríamos, en tal caso con la Asamblea Constituyente, respondimos: ’Veremos; tal vez la combinemos con los soviets’. Para nosotros eso significaba una Asamblea Constituyente reunida bajo un régimen soviético, en la que los soviets fueran mayoría. Y como no sucedió, los soviets liquidaron la Asamblea Constituyente. En otras palabras: se trataba de dilucidar la posibilidad de transformar la Asamblea Constituyente y los soviets en organizaciones de una misma clase, jamás de combinar una Asamblea Constituyente burguesa con los soviets proletarios”.
[2] Moreno, Nahuel, “Escuela de cuadros - Argentina, 1984. Crítica a las Tesis de la Revolución Permanente".
[3] El profundo objetivismo que expresa Altamira, donde la lucha por la hegemonía obrera no tiene mayor relevancia, cuenta como contracara con un análisis profundamente normativista y subjetivista de las revoluciones, como dejó sentado en sus textos sobre Cuba. En ellos define al Estado surgido de la revolución con la formula extraña –desde el punto de vista del marxismo– de “Estado burocrático pequeñoburgués”. El fundamento según Altamira es que, a diferencia de la Revolución rusa, “la expropiación del capital por la Revolución cubana ha creado una sociedad intermedia que ya no es propiamente capitalista, pero mucho menos socialista” (Altamira, Jorge, “La Revolución cubana: un retorno lamentable al morenismo”). Trotsky combatió contra las visiones que presentaban a la URSS como una sociedad socialista y no por ello le negaba el carácter “obrero” al Estado. Trotsky debatió en su momento contra visiones subjetivistas como las de Altamira. En polémica con Burnham y Carter, y frente a la degeneración brutal del Estado obrero ruso encabezado por Stalin, Trotsky plantea: “¿significa esto que un Estado obrero que entra en conflicto con las exigencias de nuestro programa, deja de ser por tanto un Estado obrero? Un hígado enfermo de malaria no corresponde a un tipo normal de hígado, pero no por eso deja de serlo […] El carácter de clase del Estado está determinado por su relación con las formas de propiedad de los medios de producción”. Y agregaba: “mientras esta contradicción no pase de la esfera de la distribución a la de la producción y no destruya la propiedad nacionalizada y la economía planificada, el Estado continúa siendo un Estado obrero”. Particularmente contra la (in)definición de Burnham y Carter plantea: “su definición antimarxista de la Unión Soviética como un Estado no burgués y tampoco obrero, abre la puerta a toda clase de conclusiones. Es la razón por la cual esta definición debe ser categóricamente rechazada” (Trotsky, León, “¿Ni un Estado obrero ni un Estado burgués?”, Escritos de León Trotsky 1929-1940 [CD], Libro 5, Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP León Trotsky, 2000). Un carácter “antimarxista” bastante similar tiene la definición esbozada por Altamira para el Estado surgido de la Revolución cubana.
[4] Altamira, Jorge, “Por qué una fracción pública del Partido Obrero”.
[5] Lenin, V. I., “Liberalismo y democracia”, Obras Completas, Tomo XVII, Buenos Aires, Cartago, 1960, p. 544.

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