sábado, noviembre 16, 2019

Un nuevo Capitán General español en Cuba

Llegaron a Cuba SSMMRR

No se trata de ningún titular de los periódicos que circulaban en La Habana en el siglo XIX. Este lunes llegaron a Cuba SSMMRR, Felipe VI y Letizia. Felipe VI es, a su vez, Capitán General de las Fuerzas Armadas españolas; así que, en rigor, el lunes arribó a Cuba un nuevo capitán general español, aunque esta vez no venga a instalarse en el Palacio que tiene su fachada principal hacia la Plaza de Armas. Sin embargo, y de la misma manera que sucedía en el siglo XIX, su llegada a la capital cubana ha creado un hirviente estado de opinión en la isla que bien vale ser atendido.
El asunto —una vez más, como ya estamos acostumbrados desde la retórica de todos los signos— intenta pasar por «histórico», al tratarse de la primera visita, en calidad oficial, de un rey Borbón español a Cuba; aunque ya en 1999 estuvo el papá de Felipe, Juan Carlos I, para la Cumbre Iberoamericana —y al cual entonces Fidel sentó a su lado en la cena de honor que dio en el Palacio de la Revolución, muy a pesar de los deseos y la cara de José María Aznar, el protofascista que fue jefe de gobierno español entre 1996 y 2004 y uno de los carniceros de la invasión a Yugoslavia, unos meses antes— y regresó en 2016 —como rey «emérito», pues había abdicado año y medio antes— para los funerales del propio Fidel.
No hay dudas de la importancia que puede tener para algunos sectores de la política nacional la visita de Felipe y Letizia, medio milenio después de la invasión que sus ilustres antecesores, Fernando e Isabel desataron en América en general y en Cuba en particular. Para el sector más recalcitrante de Miami (FNCA, Marco Rubio y cía.) y Madrid (FAES, Aznar, Pablo Casado, Esperanza Aguirre y otras hierbas), la visita «real» vendría a ser un respaldo al gobierno cubano y eso es inadmisible.
Pero como esta gente aspiran a cortarnos el agua, la luz y el aire, y, llegado el caso proceder con alguna invasión militar, su opinión nos tiene sin cuidado: protestarían igual por la visita de Felipe VI que por la de Antonio Banderas.
Hay un sector que lo siente como una victoria particular: el de las relaciones exteriores del Estado cubano, incluyendo instituciones oficiales que mantienen un vínculo muy estrecho con el Estado español. Hay que reconocer, sin ambages, que la visita de Felipe y Letizia es un reconocimiento al gobierno cubano y su institucionalidad. Al reino de España no le queda más remedio que reconocer la existencia de una República de Cuba emanada de una Revolución socialista y reparar la «anomalía» que significaba que los inquilinos de La Zarzuela no hubiesen visitado en calidad oficial la última antigua colonia en América. Por otra parte, el hecho de producirse en la época de Donald Trump también le adiciona un sabor particular y es un golpe al mentón de quienes aspiran a ver a Cuba aislada. En el ámbito estricto de las relaciones exteriores, Cuba puede anotarse un jonrón.
Ahora bien, ¿qué significados e historias hay detrás de esta visita, más allá de las alfombras rojas o los deseos por impedirla?
No es posible escribir sobre la actitud de la República española ante la Revolución cubana, porque, sencillamente, no existe la república española. Así que por ahí comienza la cuestión. Por entender el anacronismo de, al menos, una cosa: la existencia de la dinastía borbónica como casa reinante en España. Anacronismo porque la modernidad arrasó en buena parte de Europa con la existencia de las familias reales y de los privilegios de gobernar naciones y continentes completos. En España no es que hayan faltado intentos desde el siglo XIX —durante la Guerra de los Diez Años cubana se produjo uno de esos intentos que llenó de esperanzas a cierto sector revolucionario cubano y que motivó el necesario ensayo del joven José Martí, La República Española ante la Revolución Cubana, pero aquello terminó con Estanislao Figueras montándose en un tren rumbo a Francia, tras pronunciar un inmejorable «¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!», y no era el único, la verdad—; aunque el más instalado en el imaginario es el del siglo XX cuando en 1931, «un país se acostó monárquico y se levantó republicano», según frase del presidente del Consejo de Ministros, Juan Bautista Aznar; y Alfonso XIII —el mismo rey niño en cuyo nombre España luchó en Cuba hasta 1898— puso los pies en polvorosa y hasta Roma no paró, donde murió años después. Este segundo intento no puso a nadie «hasta los cojones», que no fuera al general Francisco Franco Bahamonde que, golpe de Estado y tres años de sangrientísima guerra civil (1936–1939) mediante «metió en cintura» al pueblo español para que no se les ocurriera andar eligiendo mal las próximas veces que hubiera elecciones o volver a levantarse republicanos. En su labor de «reorganización», el Generalísimo se instaló en El Pardo hasta 1975 y como mecanismo de sucesión hizo llamar a Juan Carlos de Borbón —y hubo que desconocer los «derechos dinásticos» de su padre Juan de Batenberg—, nieto de Alfonso XIII, para que, primero como Príncipe de España y luego como rey, se hiciera cargo del Estado español una vez que ya no había riesgos de que la gente votara de nuevo a republicanos o comunistas, o por lo menos que no lo votaran en masa. Aunque dicho de pasado, la defensa de la República Española fue la causa más conmovedora de todas las que precedieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Civil a la que fue sometida España en el macabro juego de las potencias occidentales y las fascistas, más la actitud de la Unión Soviética, constituyó el ensayo general de los horrores vividos a partir de 1939 y la derrota de los republicanos españoles es, en alguna medida, una derrota de los revolucionarios de todas las épocas posteriores. Más de un cubano fue aquella gesta y más de uno murió también; un nombre los simboliza a todos: Pablo de la Torriente Brau.
Una vez muerto y enterrado Franco —en el Valle de los Caídos, lugar del que, por cierto, acaba de salir tras una larga batalla por sacarlo del mismo mausoleo donde conviven víctimas y victimarios—, se instaló en La Zarzuela Juan Carlos I y condujo un proceso que llevó al nombre de «Transición», y con el cual se llevaron los símbolos franquistas, pero dejaron el franquismo instalado en España, con un plus: la monarquía constitucional. De tal manera, la monarquía española se impuso contra la voluntad de un pueblo que en su día prefirió la república y los años de «transición» que le siguieron no significaron reponer la república asesinada en 1936.
Aunque el embajador español en La Habana emule con Pánfilo en hacer chistes y diga que el «rey no hace política», lo cierto es que la corona sigue teniendo un papel —y no decorativo— en la política española. Desde el propio Juan Carlos que, en su día, salió a «combatir» una «intentona golpista» hasta Felipe que, tras los sucesos de Catalunya el 1 de octubre de 2017, salió en directo en TV a proclamar la «unidad de España» y, de paso, a santificar la represión violenta que el gobierno de Rajoy impuso en Barcelona por esas fechas. Obsérvese si hace o no política el rey de España, que no había venido nunca, en visita oficial, a Cuba; y que cuando le preguntaron a Aznar que cuando lo haría respondió, tajante: «cuando toque» —vaya, que si no hace política bien pudo haberse dado un saltico en calidad de turista como han hecho varios millones de españoles en los últimos treinta años, o como el propio Fidel Castro le había ofrecido en 1999 tras la Cumbre de La Habana—. Decir que el rey de España no hace política es como apuntar que el papa de Roma no practica religión y que solo tiene alguna fe en algo trascendente.
En este sentido, la visita del rey Felipe es, ¡¿cómo no?!, una expresión política de un anacronismo político: la existencia de monarquías en pleno siglo XXI. [Y para los que retumben con qué por qué la «agarramos» con esta monarquía y no con otras, le respondemos que la «agarramos» con todas; no hay nada que justifique la existencia de familias reales, ni aun cumpliendo funciones decorativas, lo cual no es el caso; lo único particular de este caso, el español, es que esta es la monarquía heredera de quienes comenzaron hace 500 años la invasión; asuntico por el cual no han pedido disculpas ni están en disposición de pagar por los horrores que protagonizaron y toleraron.]

Los reyes vienen después del 10 de noviembre

Parece una verdad de Perogrullo. Llegaron el día 11, la cuestión está en que llegan luego de las elecciones parlamentarias del día 10 de noviembre. Para los que no estén enterados, en España van para cuatro elecciones en cuatro años, no por amor a la democracia, sino porque la derecha no ha podido seguir gobernando como hasta ahora, y la izquierda ha sido incapaz de trascender sus egos y disputas internas. La visita del rey de España —antes Juan Carlos, ahora Felipe— se había estado preparando desde Adolfo Suárez y tomó fuerza con Zapatero, incluso con Rajoy, pero ha sido, en definitiva, Pedro Sánchez —el presidente del gobierno español que llegó a tal posición con la misma cantidad de votos populares que tiene Felipe para ser rey: ninguno; y que ahora intentó, por tercera vez, ver si anotaba— quien los ha logrado sentar en el avión real rumbo a La Habana. De hecho, fue Felipe —el que «no hace política» ni en Cuba ni en España— el que desencadenó el cronograma electoral cuando decidió no tener una nueva ronda de entrevistas con los jefes de las facciones parlamentarias en septiembre último —verdad que ya la novela del «bloqueo político» entre el PSOE, el PP, Podemos, Ciudadanos y Vox llevaba unos capítulos de más; así que el Ibex 35, quien de verdad manda en España, decidió que valía la pena echar a andar la ruleta rusa de una cuartas elecciones españolas—.
En estas circunstancias, los resultados que arrojaron las urnas el domingo determinarán la calidad de la sonrisa que tengan Felipe y Letizia en La Habana: no habría sido lo mismo que el PSOE de Pedro Sánchez lograra, ¡al fin!, unos numeritos que le permitieran el gobierno a que el «bloqueo político» continuara de modo incierto. Y lo mismo vale para Cuba, el PP de Pablo Casado —por no hablar del Ciudadanos de Rivera, ni mucho menos el Vox de Abascal— regresarían a los años peores de Aznar e intentarían incluso un nuevo Kamasutra con alguna nueva Posición Común contra nuestro país. Casado, quien tiene unos ancestros cubanos, es, desde su juventud, un recalcitrante anticubano y le echó en cara a Sánchez que enviara los reyes a Cuba en el único «debate electoral» previo a estas elecciones —las comillas es porque no hubo, en rigor, debate: los cinco candidatos se dedicaron a recitar sus posiciones y, de hecho, dejaron que Abascal, en TV nacional, expusiera la naturaleza fascista de su programa—.
Desde este ángulo, la visita de Felipe y Letizia ocurrirá en el medio del desplazamiento del ojo del huracán político español.
En definitiva, la realidad ha sido más dura que las previsiones: la noche de este 10 de noviembre quedó confirmado que no solo la izquierda -real o presunta- es incapaz de formar gobierno por sí misma, sino que la derecha y la extrema derecha gana un espacio cada vez mayor. En este escenario, la derecha promonárquica se fortalece en España y hará más conservadora la política hacia Cuba.

¿Espaldarazo económico?

Dicen que Felipe viene, entre otras cosas, a dar un espaldarazo a la presencia de numerosas empresas españolas que hacen negocios en Cuba, ahora que la ley Helms-Burton ha abierto el camino a pleitos judiciales contra más de una. Yo no lo dudo, pero también debería quedarnos claro que Felipe, como el gobierno español —el de Pedro Sánchez o el de Pablo Casado— poco pueden hacer, de verdad, frente a la hostilidad estadounidense.
De hecho, más allá de las declaraciones de poner en práctica su ley antídoto, poco se puede confiar en el gobierno y la corona españolas; en 1996, cuando fue aprobada la Helms-Burton, la respuesta de Aznar fue promover la Posición Común, en el parlamento europeo. Frente a aquel engendro legal —la H-B, aunque la europea también era un engendro, ya derogado—, fueron más consecuentes los empresarios españoles, quienes continuaron en Cuba aun en esas circunstancias —y no es que yo crea en la «santidad» del empresariado español ni que estén más cerca de las aspiraciones del pueblo cubano que de sus intereses económicos, pero al «césar lo que es el del césar»— y lo han continuado haciendo —y vale decir que la hostilidad estadounidense no es la única que los asecha—. La oposición hispana a la ley estadounidense, más allá de la retórica, se mantendrá en la medida que no afecte sus intereses estratégicos y llegado el momento, no hay evidencia histórica que las clases gobernantes españoles no nos sacrifiquen —el asunto es de tradición, esa sí, española: ya lo hicieron en el ´98, aunque después le hayan puesto «el desastre», y más adelante lo repitieron con el pueblo saharaui, justo en el momento en que Juan Carlos se hacía cargo del Estado español en 1975—. De hecho, ya una vez que han comenzado las reclamaciones, la posición ha sido aducir «incompetencia legal», cuando se trata de un asunto de inmoralidad legal.

A celebrar 500 años, ¿de qué?

«Lo que para España fue gloria inmarcescible, España misma ha querido que sea para los cubanos desgracia profundísima.»
José Martí en La República Española ante la Revolución Cubana; 1873

El pretexto final que ha posibilitado la visita de SSMMRR a Cuba es la celebración del medio milenio de la fundación de San Cristóbal de La Habana; jubileo que marca el punto culminante de similares celebraciones de siete villas anteriores. La verdad es que, puestos a celebrar, está bien que festejemos el «nacimiento con nombre» de nuestra ciudad; pero también es cierto que ello trae a colación el asunto de las cuentas históricas pendientes entre ambas naciones.
La fundación de La Habana fue el colofón del proceso de invasión, conquista y colonización que las huestes hispanas —no, en rigor, «españolas»— protagonizaron en nuestro país. Las consecuencias de aquellos hechos y los de cuatrocientos años de colonialismo con todos sus horrores, como el de la esclavitud, merecen una reparación histórica; parte de la cual pasa por el reconocimiento de la corona española de su responsabilidad. Y no parecen ser la monarquía y el gobierno españoles muy dados a las disculpas: hace unos meses, una exigencia de petición en ese sentido por parte de Andrés Manuel López Obrador, el presidente mejicano, terminó en un gran jaleo mediático que invisibilizó, una vez más, la responsabilidad histórica que tiene el Estado español, como otras potencias europeas, en el subdesarrollo estructural de esta comarca del mundo que llamamos América Latina y el Caribe.
No nos vamos a poner esencialistas con el tema; pero no está de más, por poner un asunto concreto y tangible, exigirle a la monarquía española —como también a la inglesa— reparación por los horrores de la esclavitud transatlántica y la que se asentó en nuestro país. Haría parte de los esfuerzos que hacen los hermanos países del Caribe en ese sentido y España es muy responsable de lo que fue y significó la esclavitud en Cuba. En ese sentido, la visita de Felipe y Letizia es un recordatorio de esas cuentas históricas pendientes.
Una historia que, sin embargo, sí les interesa recordar a los reyes es la de 1898, al menos en lo tocante al heroísmo español en la defensa de Santiago de Cuba. Según ha trascendido —a diferencia del asesinado Federico García Lorca quien no pudo repetir— ellos sí irán a Santiago a rendirle homenaje a la flota naufragada del almirante Cervera en aquella práctica del «tiro al blanco» que fue el combate naval de Santiago el 3 de julio de 1898. Aquellas acciones fueron el final gráfico de la política de «hasta el último hombre y la última peseta» que la monarquía, así como los gobiernos liberales y conservadores de Sagasta y Cánovas del Castillo, habían diseñado y ejecutado para retener a cualquier costo los restos del imperio español y que significó el sacrificio inútil de decenas de miles de jóvenes españoles que no pudieron zafarse de la conscripción y el genocidio de la quinta parte de la población cubana a manos de los capitanes generales españoles, sobre todo Weyler.
Irán los reyes a Santiago, así que vale la pena recordarles que ese fue el episodio que antecedió al cobarde armisticio de agosto de 1898 —cobarde en los términos de hacerlo frente al ocupante estadounidense y no frente a los mambises, y más cobarde cuando insinuaron el asunto de las «posibles represalias»— y al todavía más penoso Tratado de París, de diciembre, con el cual prefirió la corona y el gobierno de turno entenderse con Estados Unidos que con el Ejército Libertador cubano.

Epílogo

En resumen; la visita de Felipe y Letizia significan, sin dudas, un triunfo de la política exterior del Estado cubano. Sobre todo en las circunstancias en que tiene lugar con Donald Trump en la Casa Blanca y toda una jauría en Miami y Madrid que lo querían impedir.
Recibir a SSMMRR en La Habana y Santiago de Cuba no puede significar, sin embargo, desconocer que se trata de un anacronismo político la existencia de una monarquía en pleno siglo XXI, que esa monarquía gobierna tras una derrota histórica de revolucionarios españoles, que es también nuestra derrota y que esa monarquía, en sinergia con el gobierno de turno, tiene sus propios intereses, para los cuales Cuba es una ofrenda a sacrificar en cualquier momento.
Los lazos culturales entre el pueblo cubano y los pueblos españoles — vascos, gallegos, catalanes, castellanos, andaluces, canarios, machengos y el largo etcétera— no perdurará gracias a esta visita —como no lo fue antes a las de sucesivos jefes de gobierno españoles—; sino porque está fundada en una historia común compleja, contradictoria y hermosa, en la cual lo común no es la monarquía, sino la república y la lucha por los valores supremos de la dignidad humana.
Comprender la visita real en estos términos —como en los matices que los complejicen— nos permitirá no encandilarnos con el oropel de las coronas, ni el regreso de un capitán general a La Habana.

Dayron Roque Lazo
La Tizza

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