Veredicto inapelable de las elecciones que acaba de celebrar el Reino Unido: mayoría absoluta conservadora y derrota laborista, que cosecha los peores resultados de la izquierda desde 1935. Boris Johnson triunfa y declara definitivamente expedita la vía del brexit. ¿Fin de la historia… o, por el contrario, preludio de otros capítulos aún más convulsos? Muy probablemente lo segundo. En cualquier caso, conviene guardarse de los análisis simplistas. Los más reiterativos se refieren al programa propuesto por Jeremy Corbyn, cuyo tono excesivamente radical habría asustado al electorado.
Nada más dudoso que semejante aseveración. Algunos tenemos cierta experiencia de presentarnos a unas elecciones con un discurso social en un contexto en que los adversarios políticos –desde una posición ventajosa que no teníamos musculatura para revertir– habían instalado en la opinión pública otro marco mental para la contienda. El Labour podía presentarse con un audaz programa de nacionalizaciones o bien con una moderada propuesta de reforma fiscal. La gente no votaba sobre eso. La derecha ya había establecido de qué iban estas elecciones. La pregunta a la cual debía responder el electorado ni siquiera era “brexit, sí o no”. En el discurso de los partidarios de abandonar la UE, eso era “pantalla pasada”: hace tres años, repetían, un referéndum zanjó definitivamente la cuestión. Ahora se trataba del “respeto de la voluntad popular”… o de ceder ante el miserable chantaje de las élites europeas. Directo a las vísceras. Populismo en estado puro y exhortación al sentimiento de orgullo nacional.
No creo haber conocido nada tan orgulloso como la vieja clase obrera del Norte de Inglaterra y del País de Gales. Tuve ocasión de participar en una gira sindical por esas regiones a finales de la histórica huelga minera que, entre 1984 y 1985, desafió al gobierno de Margaret Thatcher. Fue la gran batalla del movimiento obrero europeo clásico frente a la irrupción de la “revolución conservadora”, iniciada bajo la presidencia de Reagan al otro lado del Atlántico. No es exagerado decir que esa batalla se libró por procuración en las cuencas de carbón del Reino Unido. La pelea fue tremenda; puso a prueba resistencia, solidaridad, espíritu de sacrificio… Los sindicatos desplegaron la táctica que tantas veces les había llevado a ganar. El picket line no era un cordón de huelguistas para bloquear el acceso a la mina: representaba la frontera entre el honor y la traición.
Así era aquella clase obrera. Su altivez rezumaba una fuerte identidad de clase, pero también un innegable orgullo nacional. El NUM (National Union Mineworkers) era todo un monumento al vigor y la dignidad del mundo del trabajo. Varias generaciones de mineros habían arrancado de las entrañas de la tierra el carbón que sirvió para mover una pujante industria e impulsar los barcos de un gran imperio marítimo. Thatcher derrotó a ese movimiento obrero. Y, tras el fracaso de la heroica huelga, el liberalismo económico se desbocó. Las minas acabaron cerrando. Las fábricas sufrieron deslocalizaciones. La globalización impuso su lógica en regiones enteras, otrora prósperas. El paisaje cambió. El paro, los empleos terciarios, la precariedad y los estragos sociales sellaron el final de una época que la vieja generación, mirando hacia atrás con ira y añoranza, hoy tal vez idealiza. El brexit invoca y remueve ese profundo sentimiento. Por eso los conservadores, el partido de la detestada “dama de hierro”, han arrebatado sus feudos electorales al partido obrero. Ante la ausencia de perspectivas, el sueño de un retorno a la grandeza perdida: “Retomemos el control de nuestras fronteras”.
En el arrasador marco emocional impuesto por la derecha, el Labour tenía todas las de perder. El brexit es una trampa mortal. La verdad es que no habrá progreso alguno en el marco de ese repliegue. Escocia mira hacia la UE y reclama un nuevo referéndum de independencia tras la victoria aplastante de los nacionalistas. Irlanda del Norte se tiñe de deseos de unificación. A pesar del peligro de desmembramiento del Reino Unido, los brexiters aprietan el acelerador. Entre las clases populares que se han embriagado con su discurso brotan sentimientos de xenofobia y una confusa hostilidad hacia Europa. En las élites que apuestan por la ruptura late, sin embargo, un proyecto que tiene poco que ver con las glorias del pasado. De hecho, se trata de la culminación de las transformaciones inducidas por la globalización en la más antigua de las metrópolis industriales: su conversión en una paradisíaca macro plaza financiera y cabeza de puente de la competencia comercial americana con Europa. Trotsky decía ya en su tiempo que, al Este, “la frontera de Estados Unidos se situaba a orillas del Támesis”.
Semejante perspectiva no puede sino suponer la agravación de todos los males y desigualdades que han puesto en ebullición a la sociedad. Pero la razón combate en inferioridad de condiciones ante la furia desatada de los sentimientos. ¡Qué fácil es echarle las culpas al viejo Corbyn! ¿Por quién doblan las campanas de Inglaterra? En realidad doblan por el Estado nacional como marco de progreso económico, social, democrático e incluso civilizatorio. La propaganda neoliberal nos había dicho que la clase obrera había desaparecido. He aquí que nos recuerda su dolorosa existencia como perdedora de la globalización, agitada por el populismo de Trump, Johnson y Cia y la zozobra de las clases medias.
La respuesta está en un ámbito superior de cooperación; la respuesta está en Europa. Pero no es fácil para la izquierda hacer valer esa perspectiva. La nomenclatura de Bruselas no despierta entusiasmo entre la población. Su gestión de la última crisis financiera prolongó los efectos de la recesión, especialmente en el sur de Europa. El peso de los grandes Estados sigue siendo determinante. Y sin embargo… sólo en el marco europeo es posible hallar la fuerza capaz de contrarrestar el poderío de las corporaciones transnacionales y el dictado de los mercados financieros, de conducir la transición ecológica de la economía, de preservar las conquistas sociales del siglo XX… Desde luego, hay mucho trecho entre la UE actual y una Europa federal y democrática a la altura de esos retos. Pero, si no avanzamos hacia ella, tal como advierte Thomas Piketty, nos exponemos a nuevos brexits y al fracaso de un gran proyecto progresista.
El Reino Unido se precipita hacia un futuro incierto. Sus campanas doblan tristemente por una izquierda nacional. Tras la derrota sindical y el destrozo de las condiciones materiales de existencia de una clase obrera que llegó a sentirse muy segura de si misma, ha venido la derrota ideológica y política. Pero esa dura experiencia está estrechamente ligada a una generación. Las hijas y los hijos de los antiguos mineros se han alejado de los valles. Han afluido a las ciudades y se sienten europeos. En esa generación reside la esperanza de la izquierda… a la vez que su desafío histórico. Porque los sindicatos deberán ingeniárselas para organizar a esa nueva clase trabajadora en las condiciones de dispersión y precariedad impuestas por las tecnologías del siglo XXI. Porque la izquierda deberá recuperar lo mejor de la tradición solidaria y declinarla por encima de unas fronteras asfixiantes para la humanidad. Aunque hoy pueda parecer lo contrario, por ellas doblan las campanas de Inglaterra.
Lluís Rabell
Blog personal
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