Nunca estaba contento con las aseveraciones generales, buscaba contrapuntos y explicaciones. Era un escudriñador febril capaz de ver los cortes geológicos de las ideas de la época, someterlas a escrutinio e inaugurar horizontes críticos históricos. Algunos de ellos con el sello identitario de la vida cultural mexicana silenciada durante décadas. Sabía entender el carácter subversivo de los espacios intelectuales y la riqueza de su multiplicación para el desarrollo político de un país. Por eso el neoliberalismo, y sus jaurías, hicieron hasta lo imposible por destruir la obra y el ejemplo de Fernando Benítez. En pie quedan uno pocos espacios, su figura invencible y su ejemplo
Algunos lo conocimos en el campo de batalla donde era mariscal indiscutible, más de una vez emprendió debates entrañables. Siempre profundo, irónico con frecuencia e inequívocamente perspicaz en la relación de las ideas con la realidad cruda del México que se vivió desde 1968, por ejemplo. Fernando Benítez fue (y es) un periodista, escritor, editor e historiador, narrador y catedrático mexicano de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Fue el motor, entre otros, de los suplementos culturales “México en la Cultura” en el diario Novedades; “La Cultura en México” en la revista Siempre; “Sábado” en UnoMásUno; y “La Jornada Semanal” en La Jornada. Nació en la Ciudad de México el 16 de enero de 1912 y falleció el 21 de febrero del año 2000. Comenzó su trabajo periodístico en 1934 colaborando para “Revista de Revistas”. “Mi mérito, si tengo alguno, es reconocer el talento. No lo he descubierto, sólo he estimulado a los que lo tienen, lo que es diferente”. Decía. Desarrolló reportajes, crónicas, ensayos y novelas y casi no hubo premio que no mereciera y recibiera. No hubo mafia intelectual o cúpula de sabihondos que Benítez no hubiera interpelado.
Inteligencia crítica, con sentido independiente y comprometido con la verdad. Algunos de sus trabajos de referencia internacional, entre muchos otros, son: “Los indios de México”, “El agua envenenada” y “el Rey Viejo”. Es crucial su insistencia pertinaz en poner de relieve a las culturas indígenas explicaba que: “Mis primeros recuerdos tienen que ver con la Revolución y éstos influyeron el resto de mi vida. Comprendí que no había un México sino muchos Méxicos”.
Benítez pervive entre nosotros con su militancia férrea y sus textos. Conocía como pocos la geografía mexicana que sirvió de escenario para entender y atender las voces desde abajo en entrevistas descarnadas que develaron los vínculos desiguales de los pueblos con el mundo. Ahí forjó la fuerza de su poesía y de su prosa erudita y culta, sin academicismo pueril, y en la realidad concreta de su tiempo, no hay pluma que se respete, que no hubiere tenido un contacto necesariamente serio, directo o indirecto con Benítez.
Se movía “como pez en el agua” en los universos complejos de la “inteligencia” mexicana. No la enfrentaba como un visitante ni como un observador inmaculado, entraba armado con su pluma precisa para informarnos, con la energía de la crudeza, cuanto encontraba de dulce o amargo. Su concepto de calidad no radicaba en complacer a los lectores sino en inquietarlos para involucrarlos. Más de una vez en reuniones del Suplemento cultural Sábado interpeló los intereses de aquellos escritores e investigadores, más interesados a veces por el despliegue de su ego que por el compromiso con una visión crítica de la Cultura. Uberto Batiz lo refería permanentemente.
Un hombre sencillamente generoso y bueno que no tenía un pelo de tonto. Entendió siempre, con profundidad sobrecogedora a México, a sus riquezas inmensas y a sus taras más odiosa. Incluidos los intelectuales conservadores. Su erudición no era un recurso decorativo y sus aportes nos dejaron siempre trémulos en el escenario mismo de la autocrítica, siempre escasa, a la hora de encarar guerras directas contra la ideología de la clase dominante. Y era inclemente con sus críticas. Eso también se los debemos y los extrañamos mucho.
Algunos se han prodigado en apologías y homenajes que son, principalmente, recuentos de virtudes y nóminas de “vacas sagradas”, asociadas o parasitarias del nombre y obra de Benítez. Pero se elude recurrentemente cimentar el halago en el trabajo de una conciencia periodística revolucionada y revolucionaria que sabía moverse en los filamentos más íntimos de eso que llamamos Cultura y que es expresión desigual y combinada del paquete de valores, convicciones y conductas históricas que reproducimos, sabiendo o no, en las causas y las consecuencias cotidianas.
Su visión de la realidad de los pueblos originarios, es un llamado de atención crudo contra nuestra irresponsabilidad política en una sociedad enceguecida ante su historia y embriagada con promesas de modernidad y cosmopolitismo siempre falsas, incompletas y siempre injustas. Benítez es un motor de la cultura crítica, de la crítica de la cultura, no de la contemplación complaciente por logros civilizatorios, refrito centro-europeo para embobar turistas. Es una brújula orientada por las luchas contra las oligarquías y burguesías que se adueñaron de la economía, la educación con armas de guerra ideológica contra los pueblos. Benítez no era un simple y anecdótico “promotor cultural”, reducirlo a eso es insultarlo, era un militante de la lucidez y entendía que, en la movilización del pensamiento crítico, en la difusión de las ideas desde ámbitos muy diversos del conocimiento social, habría un saldo sustancial y duradero para la fase compleja que implica la revolución de las conciencias organizándose para revolucionarlo todo. Por eso el neoliberalismo lo atacó implacablemente, y por eso atacó y ataca los bastiones de su obra y de su ejemplo que quedan en pie.
Dr. Fernando Buen Abad Domínguez. Director del Instituto de Cultura y Comunicación y Centro Sean MacBride, Universidad Nacional de Lanús. Miembro de la Red en Defensa de la Humanidad. Miembro de la Internacional Progresista. Miembro de REDS (Red de Estudios para el Desarrollo Social)
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