Ignacio Ramonet
03 de Octubre 2007
Pasan las semanas y sigue en Francia la increíble fascinación mediática por el presidente Nicolas Sarkozy. Una admiración fuera de lo normal, reverenciosa, estática, obsequiosa, obscena. En este país de revoluciones, alborotos e insurgencias, que se dispone a celebrar el cuarenta aniversario del amotinamiento de Mayo del 68, semejante servilismo resulta inaudito y nauseabundo. No hay precedente.
En el ámbito internacional, sólo podría compararse con la atmósfera de domesticación bochornosa que conoció Italia en los años de Sua Emittenza Berlusconi (dueño de gran parte de las comunicaciones de masas) o con la epoca de vil rendición periodística, en Estados Unidos, posterior a los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Lo singular del caso francés es que ni Sarkozy es dueño de los medios (sus amigos sí lo son), ni el país ha padecido la agresión del terrorismo. De ahí que las derechas europeas contemplen su pasmoso éxito con envidia y se pregunten cuáles son sus recetas ideológicas para triunfar.
Sarkozy fue elegido presidente el pasado 6 de mayo, frente a la candidata socialista Ségolène Royal. El innegable talento político demostrado en el curso de la campaña, esa mezcla de voluntarismo, autoridad, personalización, provocación, nacionalismo y liberalismo, conjugado con un arte oratorio brillante y un astuto manejo de las comunicaciones, le permitieron, gracias también al apoyo masivo de los poderes mediático y económico, imponerse con manifiesta nitidez.
Sarkozy sabe que los grandes medios de comunicación constituyen hoy el principal aparato ideológico del sistema. Y no ignora que la nueva jerarquía de poderes instaurada por la globalización coloca en la cumbre, como poder principal, al poder financiero seguido del poder mediático, mercenario del anterior. Este dúo domina el poder político. Un poder que, en nuestras democracias de opinión, sólo se conquista con el consentimiento cómplice de los dos primeros.
Sarkozy obtuvo su victoria con una tasa de participación muy elevada (83,97%) y contradiciendo la ley que se viene verificando en casi toda Europa segun la cual una mayoría política que termina un mandato es derrotada en la siguiente elección. Temiendo esa fatalidad, Sarkozy prometió una ruptura con la línea de su predecesor gaullista Jacques Chirac. Pero las primeras medidas sociales y económicas propuestas (supresión del mapa escolar, modificación del contrato de trabajo y del derecho de huelga, reducción de impuestos para los muy ricos, disminución de las tasas de sucesión, reducción de la protección social, retraso de la edad de la jubilación) dan un significado muy reaccionario a esa pretendida ruptura.
Lo que más ha asombrado ha sido la desenvoltura intelectual con la que Sarkozy ha establecido la nueva frontera que separa ahora la derecha de la izquierda. Algunos analistas se preguntaban si esa línea se había movido bajo el ímpetu de la globalización neoliberal. Sarkozy zanjó la discusión. Y mediante la composición de su gobierno, demostró que el perímetro de la derecha incluye ahora buena parte del Partido Socialista, en todo caso su ala social-liberal.
Eso explica que haya obtenido la adhesión a su programa neoliberal de importantes responsables de izquierdas. En el nuevo gabinete, varios miembros (Bernard Kouchner, Eric Besson, Jean-Pierre Jouyet, Martin Hirsch, Fadela Amara) vienen de la izquierda. También ha fichado a personalidades socialistas de primer plano (Jack Lang, Hubert Védrine, Jacques Attali, Michel Rocard) para que elaboren informes a su conveniencia. Sin hablar de los antiguos intelectuales mitterrandistas (André Glucksmann, Pascal Bruckner, Georges-Marc Bénamou), convertidos ahora en lameculos del poder.
Todo ello no hace sino reflejar la derechización de la sociedad francesa. Una derechización paradójica, dado que el sufrimiento social no ha dejado de aumentar, y que las luchas persisten en un mundo laboral muy golpeado por la precarización y la tercerización, las deslocalizaciones y el desempleo.
Por eso, el sarkozismo constituye una suerte de populismo francés que aspira a reunir en su seno a todas las derechas, de los gaullistas a los social-liberales, seduciéndolas mediante una ilusión de movimiento y de apertura calificados de modernos o de progresistas, y cuya principal fuente de inspiración ideológica es el modelo (hoy por los suelos) republicano neoconservador de Estados Unidos.
El fracaso de la izquierda ha sido sobre todo una derrota intelectual. El hecho de no haber producido, por inmovilismo y por pereza, una renovada teoría política para construir un país más justo, cuando todas las estructuras de la sociedad fueron transformadas en los últimos quince años, terminó por resultar suicida.
La izquierda parece haber perdido la batalla de las ideas. Porque su experiencia gubernamental la llevó a bloquear salarios, cerrar fábricas, eliminar empleos, liquidar las cuencas industriales y privatizar parte del sector público.
En toda Europa, las izquierdas padecen una atracción fatal por medidas que son genéticamente de derechas: desmantelar los regímenes de protección social, denunciar la sociedad del Bienestar, acusar a gran parte de los pobres de no ser mas que una clase parásita que impide a los demás de avanzar mas rápido. Pensando y actuando así, las izquierdas le hacen la cama a las derechas, pues aceptan una misión histórica contraria a su esencia: adaptar las sociedades a la globalización, modernizarla a expensas de los asalariados. Ése es el origen de su actual debilidad intelectual. Una situación de la que sólo saldrá recuperando las cuestiones fundamentales. Y poniéndose a refundar.
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