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viernes, marzo 05, 2010
23-F: la patraña nacional. El rey debe asumir sus responsabilidades
Ha costado casi tres décadas pero al final la verdad, como no podía ser de otro modo, ha saltado a la luz con fuerza inusitada (de momento, solo a través de los no censurados canales informativos de la red) una vez que el secreto mejor guardado de la transición, la muy reservada directiva golpista de la cúpula militar española de los años ochenta clasificada como “Máximo Secreto” y que contemplaba la madrugada del 2 de mayo de 1981 como siniestro punto de partida de un nuevo “Alzamiento Nacional”, la desconocida hasta hace muy pocos días “Operación Móstoles”, la técnicamente conocida por sus planificadores y valedores como DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) CGA-02M-81 de la Capitanía General de Aragón y con “poder operativo real” sobre el 80% del conjunto de las FAS españolas de la época… está ya a disposición de todos los españoles.
Sí, así es, a día de hoy, cuando se cumple el vigésimo noveno aniversario del famoso y mediático 23-F, acaba de desvelarse el último de sus secretos y ya se sabe a ciencia cierta cual fue la razón última (y única) de que en España se desarrollara, en la tarde/noche de aquél tragicómico día 23 de febrero de 1981, una de las mayores y chapuceras maniobras político-militares que recuerda la historia de este país: contra el orden establecido, contra la propia Constitución española, contra sus leyes y contra la pacífica convivencia de todos sus ciudadanos. Y a cargo, precisamente (aunque la verdad durante todo este tiempo ha permanecido escondida tras las amplias bambalinas mediáticas del sistema) de la más alta autoridad institucional que debía garantizar todo lo anterior: el jefe del Estado español a título de rey, Juan Carlos de Borbón.
Sí, sí, amigos, nos han estando engañando durante casi treinta años (cortesanos, periodistas, políticos y pelotas de la muy rancia monarquía de derecho franquista que todavía “disfrutamos”) a los ciudadanos de este país en relación con el 23-F, haciendo pasar por un rey valentón, salvador de la democracia y defensor de los derechos y libertades de todos sus súbditos a un señor (con corona eso, sí) que, en realidad, fue el impulsor, el coordinador y el máximo responsable de aquella mal llamada “intentona militar involucionista”. Y es ahora, tras 29 años de silencio culpable por parte de los poderes públicos en los que nos hemos tenido que tragar historietas falsas sobre “el bueno y gran Borbón” que nos salvó a todos los españoles de Tejero y los suyos, y hasta series televisivas hagiográficas y repugnantes por parte de TVE, cuando por fin se puede demostrar con pruebas irrefutables provenientes del ámbito militar que este monarca sin par, Juan Carlos I, demócrata, valeroso, enviado por Dios cual nuevo Santiago matamoros para salvar in extremis a la siempre cristiana España, fue en realidad quien, víctima de un agudo ataque de miedo insuperable ante lo que se le venía encima en la emblemática fecha del 2 de mayo de ese fatídico 1981 por cuenta de sus antiguos subordinados (los generales franquistas) que querían su cabeza por traidor a su generalísimo, se permitió dar luz verde a sus validos y cortesanos militares para que pusieran en marcha el contragolpe blando y palaciego que recondujera la difícil situación… o sea, el 23-F que todos conocemos.
Y ahora, sabiendo lo que ya sabemos, solo nos queda a los españoles, en el vigésimo noveno aniversario de aquella charlotada “made in Zarzuela”, el recurso de pedirle cuentas, muy claras y precisas, a nuestro querido rey “salvador” de antaño. Porque, de entrada, y a poco que estudiemos someramente la documentación que sobre el 23-F y la “Conspiración de mayo” de los generales franquistas que lo propició corre como la pólvora estos últimos días por la red, queda meridianamente claro para cualquiera que el todavía jefe del Estado español (a título de rey) cometió ese infausto día, entre otros, presuntos (pero que muy presuntos) delitos de golpismo, traición y cobardía. Sí, sí, tres y a cual peor. Aclaremos un poco la cuestión para los no iniciados en estos chanchullos borbónicos. Veamos:
El ciudadano Borbón (rey de España sí, pero por la gracia de Franco), cometió en primer lugar un presunto delito de golpismo. Siempre estuvo muy claro para los pocos, poquísimos, investigadores que llevamos décadas estudiando aquella su subterránea apuesta palaciega del 23 de febrero de 1981, que la máxima responsabilidad de tan demencial maniobra político-militar-institucional debía recaer en su regia figura. Y existían (y existen) tantas pruebas y tan abundantes indicios racionales de esa culpabilidad que alguno de esos investigadores (no miro a nadie), inasequible al desaliento y luchando a brazo partido contra el omnímodo poder del sistema, se ha permitido trasladarlas repetidas veces a las más altas instituciones del Estado español, Cortes Generales incluidas; para que la verdad de lo sucedido hace ahora 29 años pudiera salir a la luz y fuera conocida en toda su extraordinaria gravedad por el pueblo español. Ahora, tras la salida a la opinión pública del secreto militar tan celosamente guardado durante treinta años en lo más recóndito del estamento castrense, la cosa no admite ya ninguna duda y al campechano y golpista Borbón de nuestra historia no le quedará más remedio, más pronto que tarde, que asumir su errores con todas las consecuencias.
En segundo lugar, el coronado sujeto que preside el organigrama político español, deberá asumir también algún día con todas las consecuencias la perversa traición que cometió con sus leales subordinados, colaboradores y validos militares (los generales Armada y Milans) al abandonarles a su suerte tras la absurda mascarada de Tejero; después de llamarles repetidas veces desleales, miserables y golpistas y patrocinando un absurdo juicio militar en Campamento (Madrid) que, además de salvar sus claras responsabilidades personales como supremo valedor de la desgraciada intentona político-militar puesta en escena por Tejero, corroborara la injusta clasificación de ambos altos militares como “cabezas de turco” institucionales y los enviara a prisión por treinta años sin las más elementales garantías jurídicas y de defensa.
Y por último, tras las últimas informaciones aparecidas sobre el 23-F y sus prolegómenos políticos y militares, queda también meridianamente diáfano que el monarca español, presunto héroe de aquella estrafalaria asonada, hizo gala de una cobardía sin límites a lo largo de todo su desarrollo refugiándose permanentemente en el egoísmo más brutal, en la vanidad más escandalosa y en el más absoluto desprecio por el pueblo español al que puso, con su insano proceder, al borde de una nueva guerra civil. Todo por salvar como fuera su preciada corona.
Todos los hechos históricamente relevantes en un país, hasta los más despreciables como las guerras y los golpes de Estado, tienen sus reglas y, si se permite la ironía en un caso como éste, su “deontología profesional”. Y si en un golpe de Estado o en cualquier otra acción ilegal contra la patria, un líder político o militar (y no digamos un rey inviolable, cuasi divino) se ve abocado a cambiar sus planes, sus indeseables proyectos, para reconducir su ilegal operativo e, incluso, para sobrevivir a su crimen, no puede ni debe abandonar a sus subordinados sin asumir sus responsabilidades, aunque solo sea a título intimo y personal. Y menos aún traicionarles públicamente, insultarles y enviarles a galeras por muchos años.
Prácticamente en ningún país de este violento mundo, ni el más descerebrado de los golpistas castrenses en una acción contra el Estado ni el más sanguinario de los generales carniceros en una cruenta guerra, osaría, saltándose a la torera una norma “ética” no escrita en reglamento militar alguno pero respetada hasta el sacrificio por cualquier jefe u oficial con mando, tachar de traidores y desleales a unos subordinados que, cumpliendo órdenes suyas, se han sacrificado y puesto en juego sus carreras y sus vidas.
Lamentable, desde luego, la actuación del rey Juan Carlos I en la larga noche del 23-F. Aunque alguien podría decir al respecto: “Así han obrado la mayoría de los reyes españoles durante siglos”. Y es verdad. Pero esos reyes casi siempre acabaron, aunque la historia no lo recogiera, con el infamante apellido de “rey felón” grabado a fuego sobre su regia corona. Y, además, ninguno, que yo sepa, tuvo la desfachatez y la caradura de reclamarse demócrata y salvador de los derechos y libertades de sus súbditos.
Golpista, traidor y cobarde. Tristes sambenitos para nuestro antes “muy amado” (ahora muchos españoles lo reciben con gritos e insultos) y envejecido Juan Carlos I que, sin embargo, logró salvar su corona y su figura el 23-F. Pues esta es la verdad, amigos, y así acabará pasando a la historia, pese a quien pese. Aunque TVE, siguiendo órdenes de La Zarzuela, nos siga dando la lata año tras año con su matraca oficialista: “El día más largo del rey...” Y, también, queridos pelotas de la televisión pública, el más despreciable y culpable de su ya largo reinado, a pesar de que al final, traiciona que te traiciona, se saliera con la suya. Por cierto ¡Anda que no pasó miedo ese recordado día el puñetero Juanito de nuestra historia, llorando a moco tendido en brazos de su “santa griega” y del bueno de don Sabino! Pero hay que reconocer que aguantó el tipo el muy c… Y es que tiene una cara que se la pisa.
Amadeo Martínez Inglés
Coronel. Escritor. Historiador
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