La historia se repite
En enero de 1842 el ejército británico abandonó Kabul; de los 16.000 soldados y civiles que intentaron dejar el reino, sólo un puñado llegó a salvo a la India. El 15 de febrero de 1989 los últimos soldados del Ejército Rojo cruzaron el puente de la Amistad sobre el río Amu-Daria; más de 15.000 de ellos perecieron desde 1979. En dos años, quizás tres, el ejército estadounidense, la mayor potencia del mundo con su material de alta tecnología, sus aviones espía y sus drones, seguido por sus colaboradores de la Organización del Atlántico Norte (OTAN), se retirarán a su vez. ¿Cuántos hombres y mujeres habrán perdido? ¿Cuántos afganos muertos, cuántas ciudades bombardeadas, cuántos refugiados? ¿Y en qué estado se encontrará la región desestabilizada por la ampliación de las operaciones militares a Pakistán?
La historia se repite y Afganistán permanece inexpugnable con su geografía accidentada, con sus tribus y etnias dispares, con su feroz voluntad de independencia.
Por supuesto las diversas guerras que han asolado el país no son comparables: los contextos geopolíticos, los pretextos que se invocaron para iniciarlas y las consecuencias son diferentes. Si los británicos declararon abiertamente sus objetivos –defender los intereses del imperio y los mercados de la India-, los soviéticos y los occidentales se arroparon –y estos últimos se siguen arropando- con la bandera de la ética y los grandes principios para justificar sus cruzadas: salvar a los afganos de la barbarie, contra ellos mismos si fuera necesario.
Comparadas con las destrucciones provocadas por la guerra soviética y la estadounidense, las operaciones que llevaron a cabo los británicos (que incluso quemaron el bazar de Kabul en 1841) casi aparecen como naderías.
Sin embargo cuando Estados Unidos se lanzó a la aventura afgana en 2001 disfrutaba de todas las ventajas: la indignación levantada por los atentados del 11-S, el apoyo de la comunidad internacional confirmado por las resoluciones de las Naciones Unidas, un compromiso militar de la OTAN y de decenas de países y el descrédito del régimen talibán frente a los opositores armados, especialmente entre las etnias no pastunes.
Ocho años después las ilusiones se han evaporado y el presidente Barack Obama heredó una situación desastrosa. Pero el hombre que desde 2002 se pronunció contra la guerra de Iraq también proclamó durante su campaña electoral que Estados Unidos en Afganistán estaba librando una «guerra buena» contra el terrorismo de al-Qaida –más tarde aludió a una «guerra justa»- De ahí su decisión de aumentar, desde ahora a finales de 2010, el contingente expedicionario estadounidense a más de 100.000 soldados. Obama también ha seguido a George W. Bush en su voluntad de extender el conflicto al vecino Pakistán: ya se habla «Afpak», convertido en un único teatro de operaciones.
Sin embargo, al contrario de su predecesor y a pesar de sus discursos electorales, Obama ha perdido muchas de sus ilusiones de victoria. Como escribe el comentarista ultraconservador estadounidense Arnaud de Borchgrave, «todas las negociaciones giran en torno a la forma de acabar con la guerra, no sobre la idea de que se puede ganar» (1) Pero, ¿cómo terminar con las hostilidades?
La administración de Hamid Karzai, prorrogada después de amañar vergonzosamente las elecciones presidenciales, está desacreditada; los jefes de guerra responsables de numerosos crímenes de guerra siguen al mando en muchas provincias; los talibanes, aunque no gozan de un apoyo mayoritario, han ampliado sus bases. No existe ninguna solución viable sin la reconciliación nacional, incluida con la organización del mulá Omar (2). Pero el establecimiento de un gobierno de unidad nacional implica aislar a al-Qaida de los grupos insurgentes y asociarse con los vecinos de Afganistán, cuyas ambiciones a veces son antagónicas: Pakistán, Irán, Rusia y La India. No es una tarea fácil. Recordemos que la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán en 1989, que habría podido dar lugar a una transición pacífica, desembocó en una reactivación de la guerra civil debido a la voluntad estadounidense (y paquistaní) de humillar a Moscú.
Una importante lección se desprende de la historia afgana. Las guerras extranjeras, incluso aunque se lleven a cabo en nombre de los principios más nobles, agravan las crisis más que resolverlas. Los pueblos rechazan que los sometan a tutela. Estados Unidos, país emblemático de las expediciones fuera de sus fronteras desde hace al menos un siglo, debería abandonar la idea de que «el mundo le necesita, le escucha y aspira a que le dirija para garantizar finalmente el triunfo de la libertad» (3).
Alain Gresh
Le Monde diplomatique
Notas:
(1) «Pakistan doubting US alliance», 1 de febrero de 2010, Newsmax.com.
(2) Ahmed Rashid, «A deal with the taliban? », The New York Review of Books, 25 de febrero de 2010.
(3) Leer Andrew J. Bacevich, en el dossier sobre Afganistán de Boston Review, enero-febrero de 2010, «Can the US succeed in Afghanistan?». Leer también «Le basculement du monde», Manière de voir, nº 107, octubre-noviembre de 2009.
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