El proceso por prevaricación que el Tribunal Supremo de España inició contra el juez Baltasar Garzón ha puesto al descubierto la honda fractura social que divide a España a 79 años de proclamada la II República Española, a 71 de concluida la guerra civil, y a 35 de la muerte de Francisco Franco. Ante el empeño del magistrado Luciano Varela de impedir a toda costa las investigaciones de Garzón en torno a los crímenes de lesa humanidad cometidos por el franquismo, diversas organizaciones sindicales y personalidades de izquierda se reunieron en el anfiteatro Santiago Ramón y Cajal de la Universidad Complutense de Madrid para repudiar el proceso, señalar que juzgar al franquismo no es delito y, en una escena un tanto insólita, desplegar una bandera republicana con la frase Viva Garzón. Por añadidura, en el encuentro se acusó a los integrantes del Tribunal Supremo de haber sido cómplices de las torturas perpetradas durante la dictadura de Franco.
La polémica en torno al caso ha trasminado la vida política –de por sí judicializada a causa del caso Gürtel, una trama de corrupción en la que están implicados decenas de dirigentes del Partido Popular, opositor de derecha– y ha trascendido ampliamente las fronteras españolas: desde Argentina, y en apoyo al juez impugnado, dos abogados defensores de derechos humanos, Beinusz Smukler y Carlos Slepoy, anuncian el inicio de querellas legales debido a asesinatos cometidos por el fascismo español durante la guerra civil; en tanto, The Wall Street Journal y The New York Times polemizan, uno en contra y el segundo en favor, del magistrado de la Audiencia Nacional española.
El proceso contra Garzón pone en tela de juicio la institucionalidad emanada de la transición posfranquista y las cuentas pendientes de la democracia española: su omisión de un esclarecimiento histórico de los crímenes perpetrados por el antiguo régimen, la inclusión de corrientes fascistas en la vida democrática –como los propios jueces del Tribunal Supremo que ahora sientan a Garzón en el banquillo de los acusados– y la continuación, en plena democracia, de la brutalidad policial y represiva que caracterizó al franquismo.
Personaje lleno de contrastes y claroscuros, Baltasar Garzón es un protagonista emblemático de esa ambigüedad: sería necio desconocer el trascendente papel del magistrado en los avances internacionales de la justicia para casos de terrorismo de Estado y crímenes de lesa humanidad, su participación centralísima en la detención de Augusto Pinochet en Londres en octubre de 1998, su contribución en el esclarecimiento y el castigo de las atrocidades cometidas por los dictadores militares argentinos, su oposición frontal a la participación del gobierno de José María Aznar en la devastación de Irak, encabezada en 2003 por el gobierno de George W. Bush, y su decisión de dar cauce a la investigación penal de los crímenes franquistas. Por esas actuaciones destacadas –y no son las únicas–, el juez español merece un reconocimiento histórico.
Pero esa trayectoria positiva tiene otras caras. La más deplorable es la del perseguidor implacable y arbitrario de la lengua y la cultura vascas en nombre de la lucha antiterrorista. Ahora que la justicia española ha reconocido que el juez Juan del Olmo cometió un atropello en 2003 al ordenar el cierre y la liquidación del diario Euskaldunon Egunkaria, único escrito íntegramente en euskera e injustamente acusado por el gobierno aznarista de ser una fachada de ETA, cabe recordar que, años antes, Garzón hizo otro tanto, y en forma igualmente injustificada, con las publicaciones Egin y Ardi beltza, y que incluso llegó a perseguir judicialmente al coro musical Euskaria, al que acusó de vínculos con la banda armada. En este contexto, se ha señalado que Garzón permitió torturas contra vascos acusados de terrorismo y que nunca atendió las denuncias correspondientes.
Una tercera faceta de Garzón es la del eterno conspirador político, ya contra el PSOE –partido del que fue candidato y funcionario en uno de sus gobiernos–, ya contra el PP. Las malogradas ambiciones políticas del magistrado lo llevaron, al parecer, a ser un factor de poder en las sombras, en el de por sí complejo panorama partidista de la España contemporánea.
A lo anterior debe sumarse la inmoderada afición del juez por los reflectores y los primeros planos mediáticos, lo que, con frecuencia, ha socavado sus propias causas y ha violentado el principio de que la justicia, para ser eficaz, debe ser discreta y ajena a personalismos.
Por lo demás, la causa iniciada por el Tribunal Supremo contra Garzón es una aberración que evidencia hasta qué punto el fascismo sigue vivo e incrustado en la moderna institucionalidad española.
Editorial La Jornada
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