jueves, diciembre 13, 2012

Huelguistas y artistas: el encuentro histórico de Greenwich Village



Sucedió durante la huelga de Paterson, y sucedió en el Greewich Vilage, el barrio bohemio por excelencia de Nueva York, y en el que residía toda la izquierda artística que antes de la I Guerra Mundial. El barrio “anarquista” mantuvo poderosos puntos de encuentros con el sindicalismo revolucionario del IWW entonces en su mayor apogeo. El acto en solidaridad con los huelguistas fue según todos los testimonios, impresionante. Se dice que todavía es recordado porque mucha gente que lo vivió se lo contó a sus hijos y nietos. Este encuentro fue posible en el ambiente de reformismo liberal optimista que precede la guerra mundial, y la revolución rusa de 1917, contra la que los gobiernos de los estados Unidos declararon una guerra que no ha terminado todavía. Lo narra Robert Rosenstone en el capítulo sobre Paterson, cuyos trazos más sindicalistas hemos publicado en una primera entrega titulada John Reed con los “WobbIies” en la huelga de Paterson, y también aparecida en Kaosenlared donde la vida y la obra de John Reed. Así como la de Louise Bryant, han dado pie a numerosos trabajos. Varios de ellos relacionados con la película “Reds”, de Warren Beatty, donde la huelga de Paterson aparece de refilón.…
También se han publicado numerosos artículos sobre el periodo clásico del movimiento obrero norteamericano, un periodo lejano pero que sigue teniendo un peso en la memoria del pueblo trabajador e insumiso.
Como el resto del país, los bohemios veían a los Wobblies como revolucionarios locos y fantasiosos, sólo que en este caso tal identi­dad era más romántica que aterradora. Los habitantes de Greenwich Village se complacían por lo general en los recientes triunfos de los socialistas: Debs había obtenido el seis por ciento de los votos en las elecciones presidenciales de 1912 y miembros del partido eran electos para cientos de puestos locales en toda la nación. Pero para­dójicamente, al competir y ganar elecciones, los socialistas podían verse demasiado integrados al sistema, demasiado próximos a las convenciones pequeñoburguesas contra las cuales se rebelaban los bohemios, y para alguien como Reed el partido socialista era "más tedioso que la religión". Esto jamás habría podido decirse del IWW. Con sus trabajadores migratorios, poetas vagabundos y ague­rridos organizadores, sus notorias luchas por la libre expresión en Spokane, Fresno y San Diego, su aura de violencia y sabotaje, sus batallas con la policía y las juntas vigilantes, el IWW era una or­ganización dramática que hacía del radicalismo un heroico grito de libertad, palabras valientes entonadas frente a los rifles de la milicia. Alinearse con los Wobblies era pelear por la justicia y oler la exci­tación de las barricadas.
El Village entregó su corazón al IWW después de que, en 1912, el sindicato invadió con éxito la costa este, organizando a los traba­jadores multinacionales de Lawrence, Massachusetts, para una lu­cha contra los mayores fabricantes textiles del país. Los titulares ha­bían grabado en la mente pública a los carismáticos dirigentes: Hay-wood, Tresca, el apuesto y místico Arturo Giovannitti, poeta y orga­nizador. Cuando el IWW ganó aquella huelga contra el poder reu­nido del capital y el Estado, pareció llegar un punto de viraje en la historia; la prensa se preocupaba por la creciente marea revolucio­naria, mientras los Wobblies y sus simpatizantes veían acercarse la aurora de una nueva época. Y John Reed, al detenerse en Lawrence 'para examinar la situación posterior a la huelga, compartió la gene­ralizada opinión de que el sindicato ya "dominaba el horizonte so­cial e industrial como un portento del levantamiento de los opri­midos".
Paterson fue el segundo gran esfuerzo del sindicato en el Este, pero el inicio de la huelga no podía acreditarse al IWW. Las con­diciones de trabajo en las fábricas eran ya deplorables, con largas jornadas y bajos salarios, cuando un aumento de producción —por el cual cada obrero debía atender cuatro telares en vez de dos— precipitó un espontáneo abandono de trabajo en la fábrica más grande durante febrero de 1913. Sólo entonces el IWW, que llevaba años intentando organizar a la ciudad, vio fructificar su esfuerzo. Pronto las principales fábricas de seda de la región cerraron, y los propietarios —creyendo en una especie de teoría del dominó con respecto a la organización sindical— estaban decididos a no ceder ni una pulgada, a resistir la negociación colectiva no sólo por sí mismos sino también, vagamente, por otras industrias que podían verse amenazadas. Esta decisión determinó que la prensa y la Iglesia tacharan al IWW de antinorteamericanos, así como el comportamien­to de funcionarios y policías y juzgados. Deseosos de otra victoria, los jefes nacionales del IWW acudieron a Paterson, sólo para quedar bajo arresto. Si bien las filas del sindicato se engrosaban con ra­pidez, los trabajadores no afiliados tenían una buena representación en los consejos de huelga, y los dirigentes del IWW se contentaban con respaldar las demandas de los obreros patersonianos en pro de la jornada de ocho horas y de un salario mínimo en algunas cate­gorías laborales. Estas metas no eran muy revolucionarias, pero al menos satisfacían los deseos de que la organización siguiera cre­ciendo y triunfando.
El abismo entre la imagen revolucionaria del IWW y sus accio­nes medidas, responsables y ajenas a la violencia, no resultaba del todo evidente para los simpatizantes de Greenwich Village que ahora se congregaban a ver en acción a sus héroes de clase obrera. A raíz de la publicidad en torno al arresto de Reed y a sus sostenidos es­fuerzos por mostrar a sus amigos la gravedad y la importancia del la huelga de la seda, gente del Village como Walter Lippmann, Max Eastman, Henrietta Rodman, Ernest Poole, Margaret Sanger, Harry Kemp y Leroy Scott hizo peregrinajes allá. El domingo era el mejor día. Libres de la necesidad de montar guardia, los obreros se congregaban en mítines masivos. Como los funcionarios de Pater­son se negaban a extender permisos, miles de familias iban en cara­vana a la vecina Haledon, pequeña comunidad con alcalde socialista. En la ladera de una colina, en una pradera cuyo dueño simpati­zaba con la huelga, quince o veinte mil trabajadores y niños repo­saban en el pasto, comiendo pan y queso y bebiendo vino, escuchan­do los discursos que los dirigentes pronunciaban desde el balcón de la granja. Al principio algunos espectadores creían hallarse ante un picnic parroquial, pero las palabras dichas daban otro sabor muy distinto. En ocasiones el lenguaje era violento, con Tresca exhortando a sus compatriotas italianos: "Occhio per occhio, dente per dente, sangue per sangue!" Más típica era la verba de la popular oradora Elizabeth Gurley Fynn, quien predicaba la huelga de brazos caídos y aseguraba "al público que nada amedrentaba tanto a los patrones como la violencia contenida en la simple negación a trabajar.
La mayoría de los emisarios del Village llevaban razón de que el mundo exterior veía en los huelguistas a hombres y mujeres que estaban dando un paso importante hacia la democracia industrial. Cuando Haywood pidió a Reed, en su primera visita, que hablara a la gente, Jack contempló el mar de rostros esparcidos sobre la ver­de colina y sintió que le faltaban palabras. Esperando en silencio, advirtió que en la multitud se henchía una curiosa especie de ritmo, la relacionó con un movimiento similar que había sentido en la cárcel cuando los huelguistas buscaban abolir los problemas por medio del canto, y a continuación se retrajo a una imagen del es­tadio de Harvard en una tarde de otoño, con el equipo de fútbol atrás. Avasallado por la vieja vocación, Jack empezó a dirigir el canto de los obreros: primero "La marsellesa", luego "La Internacional". A sus pies, italianos y alemanes, polacos y griegos y judíos se fundían en uno, y al resonar los coros contra la ladera, Reed se halló inundado por una ola de triunfo que hacía parecer muy cerca el día de la victoria.
Discursos, canciones, la palabra escrita: ¿cómo ayudaban estas cosas a las familias que lentamente se morían de hambre en Paterson? Los perplejos moradores del Village buscaron la manera de concretar en mayor grado la ayuda, y antes que mayo mediara nació la idea del Espectáculo de Paterson.* Su concepto era sencillo y carecía de precedentes: dramatizar la huelga representando los suce­sos principales en el Madison Square Carden, con los obreros en sus propios papeles. Vehículo de propaganda y, al mismo tiempo, em­presa para recaudar fondos, podía ser también una manera de fundir las actitudes antiburguesas de la intelectualidad y la presión anticapitalista del proletariado en un arma poderosa para la guerra contra el enemigo común: la clase media y alta, complaciente, re­primida y explotadora;
Si Reed no creó la idea del espectáculo, apenas si puede dudarse que sus prodigiosos esfuerzos dieran vida al proyecto. En un comité ejecutivo de seis personas, él era el más comprometido, el más ac­tivo, el que daba sentido a lo que de otro modo era una "pobre, ineficaz, desorganizada" muchedumbre de individuos incapaces de concordar más allá de la idea general. Cada noche había reuniones en el reducido departamento que Margaret Sanger tenía en la parte alta de la ciudad. Durante días las habitaciones se abarrotaban de anarquistas, socialistas, sufragistas, dramaturgos, poetas, maestros de escuela y ricos mecenas de causas radicales, que sentados en las mesas, los libreros, las camas y el piso debatían acaloradamente cada_ decisión. Ahí estaban Haywood, "abatido el rostro hinchado, cu­bierto de surcos y cicatrices [...], su enorme brazo en torno a los hombros de una muchacha desaliñada"; F. Summer Boyd, socialista encarcelado en Paterson por leer la cláusula de la constitución estatal de Nueva Jersey referente a la libertad de expresión; Alexander Berkman, que había pasado catorce años en prisión por intentar asesinar a Henry Frick durante la huelga de las Fincas en 1892; la anciana Jessie Ashles, "dulce y anticuada en apariencia como una tía abuela puritana", activa en muchas causas radicales; la acauda­lada Mabel Dodge, intérprete de Gertrude Stein y anfitriona del no­torio salón de la Quinta Avenida; el novelista Ernest Pople, que en 1907 pasara directamente de Princeton a los arrabales del East Side, con un grupo de reformistas deseosos de convivir con el prole­tariado; el alborotador Harry Kemp, siempre a la caza de la da­misela perfecta que agraciara su lecho. Los debates sobre problemas de dinero, publicidad y organización se prolongaban hasta el infi­nito, y siempre, entre el ruido y la confusión, Jack era alguien al que le gustaba a la refriega con las cuatro patas y empezaba a vociferar hasta que los convencía de actuar de consuno.
Mientras el comité despachaba arreglos financieros y otros asun­tos prácticos, Reed se hizo cargo de escribir el libreto y montar la producción. Envolviendo a los amigos en su entusiasmo creciente, convenció a Bobby Jones de que diseñara la escenografía, a John Sloan para que pintara telones y a Eddy Hunt para que fungiera como una especie de ayudante general. El problema de los ensayos —celebrados en un salón sindical— era formidable, pues los huel­guistas de diversas nacionalidades tenían dificultades para enten­derse con Jack y entre sí. Él tomaba a los actores como guía: primero les pedía representar su estado de ánimo al ir a trabajar por las mañanas, al marchar como huelguistas, al enfrentar los garrotes de la policía; luego hacía que los demás comentaran las actuaciones. Pronto los huelguistas eran a la vez histriones y críticos: sugerían, ayudaban, se daban en cuerpo y alma a la tarea. De trescientas personas el primer día, los ensayos crecieron a más de mil. Cuando la policía clausuró el salón sindical como "foco de desorden", hubo que dirigir en un baldío cercano, a veces bajo la tibia lluvia de 'primavera. El clima, el acoso, la confusión: nada de esto sofocó un floreciente espíritu indefinible que se expresaba cada día al gritar los huelguistas: "Música, música, música", hasta que Jack conducía el canto. Respondiendo al entusiasmo, produjo una obra revoluciona­ria al juntar la letra de una canción favorita del IWW con la me­lodía de "Harvard, Oíd Harvard".
Yendo y viniendo entre Paterson y Manhattan, Reed se desgas­eaba. No había tiempo de comer como se debe, ni de cambiarse la ropa, ni de dormir, ni de cuidar todos los detalles de la producción *en las tres semanas disponibles. Unos días antes de la función, se presentó la amenaza del desastre financiero y el comité ejecutivo se vio forzado a votar la suspensión del proyecto, pero obreros neoyor­quinos de la seda, simpatizantes con la causa, aportaron los fondos necesarios, y de pronto era ya la víspera del espectáculo, nada esta­ba del todo listo y la carga entera del posible fracaso se cernía sobre Jack, quien cercano al colapso siguió adelante. La tarde del 7 de junio, mil doscientos huelguistas de la seda, encabezados por Tresca y Haywood, marcharon solemnes desde el embarcadero fluvial de Hoboken hasta el Madison Square Carden, donde atacaron con vo­racidad emparedados y café. Luego Reed, sin chaqueta, las mangas remangadas, gritando por un megáfono hasta quedarse ronco, diri­gió el ensayo final de los improvisados intérpretes. Al terminar, ya avanzado el día, cayó exhausto sobre un escritorio improvisado en una de las oficinas del Carden.
A las ocho se levantó "más fresco que nunca". Ya las calles en torno a la arena se hallaban atestadas de gente y largas filas se ex­tendían frente a la taquilla, mientras en los cuatro costados de la Madison Square Tower las letras "IWW", de tres metros de alto, resplandecían en luces rojas. Antes de entrar en el auditorio, el alguacil Julius Harburger expuso a los reporteros su opinión sobre las "desleales [...] antinorteamericanas […] histéricas y falaces doc­trinas" del IWW, lamentó que una corte le impidiera prohibir que se cantara la "Marsellesa", y juró: "Si alguno le falta al respetuosa la bandera, así sea con una palabra, les pararé la función tan rápidamente que se van a quedar sin aliento." Dentro, la vasta caverna oscilaba de ruidos. Los balcones, de los que pendían inmensos estandartes rojos, estaban repletos; el ruido de los pies y los pregones de quie­nes vendían panfletos radicales competían con una banda del IWW en la que los metales predominaban. Viendo que las filas delanteras, donde los asientos costaban uno y dos dólares, se llenaban demasiado despacio, el comité decidió apresuradamente vender todos los boletos restantes en veinticinco centavos. A las nueve, cuando algunos de los quince mil espectadores abarrotaban aún los pasillos, Reed dio una señal y el espectáculo de Paterson comenzó.
La escenografía era impresionante. En un extremo de la arena oscurecida había un enorme escenario y tras él un inmenso fondo de amenazantes fábricas de seda, tamaño natural, con luces brillando tras filas de ventanas. Por el centro del Carden una ancha calle di­vidía al público, y por ella empezaban a pasar pequeños grupos de obreros, distraídos y desganados, hacia las fábricas. Lenta y tris­temente desaparecían por las negras puertas, y durante un largo rato no hubo más sonido que la áspera vibración mecánica de los tela­res. Luego, de pronto, voces dentro de los edificios empezaron a gritar: "Huelga, huelga", y los obreros, entre risas y empujones, salieron en torrente de las fábricas, llenaron la escena y empezaron a cantar "La Internacional". Después, morían los sonidos y las luces de las fábricas, pero los actores representaban vividamente sucesos; en los que habían participado: los piquetes masivos, la llegada de! la policía, las brutales peleas entre gendarmes y huelguistas, los tiros a la multitud que habían matado a un obrero, la procesión fúnebre y el entierro en que cada huelguista dejaba caer un clavel rojo sobre el ataúd, el desfile del primero de mayo con banderas al vuelo y estruendo de bandas, y la reunión final en la que unánimemente; juraban nunca regresar al trabajo mientras no se satisficiera la exigencia de una jornada de ocho horas.
Desde el momento de iniciarse, la función fue un éxito. El público, en gran parte trabajadores neoyorquinos más unos cuantos» bohemios y simpatizantes de clase media, se levantó a unir sus voces al primer canto de "La Internacional", y después casi nadie volvió a sentarse. Salvada la sutil distancia entre actor y espectador, la multitud era una con los huelguistas: abucheaba a la policía, rugía al unísono canciones revolucionarias, respondía a las palabras de Tresca, Haywood y Flynn, aplaudía y gritaba su aprobación continuamente, hasta los solemnes momentos del funeral, presenciados en una actitud extática mientras las lágrimas corrían por muchas mejillas. Los reporteros quedaron impresionados con la intensa comunica­ción entre público y actores, y los periódicos del día siguiente publicaron entusiastas notas donde se hablaba de una "espectacular producción", de "un realismo punzante que nadie [ ... ] olvidará jamás" e incluso se sugería que el espectáculo marcaba el nacimien­to de "una nueva forma artística". Los bohemios veían visiones de un teatro revolucionario popular con el poder de comprometer las emociones de las masas, mientras Hutchins Hapgood aclamaba el concepto, la representación y la visión: "Este tipo de obra ali­menta la esperanza de una democracia verdadera, donde la autoexpresión en la industria y el arte entre las masas pueden convertirse en rica realidad y esparcir un resplandor humano sobre toda humanidad."
El resplandor ya estaba ahí, en el pecho de los espectadores, en los corazones de los huelguistas-intérpretes, en las mentes de artistas-intelectuales que como Reed se habían abierto a una nueva dimen­sión de la realidad. Era un resplandor humano, avivado por el soplo de la experiencia colectiva, pero incapaz de sobrevivir a la realidad fuera del teatro. Muchos hombres salieron del Carden con nueva determinación de ganar la huelga de Paterson, pero aún había un mundo de policías, intransigentes dueños de fábricas, niños hambrientos y rentas sin pagar. Por más que conrnoviera, elevara y en­nobleciera, una obra de arte no podía abolir un mundo de explota­ción, codicia y poder.
Nota del autor Los orígenes de la idea del espectáculo son difíciles de precisar. Mabel Dodge declara inequívocamente que la idea fue suya y, sin dar una fecha precisa, indica que la sugirió aquella noche en que Haywood planteó por vez primera la situación de Paterson a la gente del Village. Hace luego que Reed —a quien allí conociera— salte a apoderarse de la idea, diciendo: "Yo lo haré", para después marchar a Paterson a hacerse arrestar y reunir material. En su autobiografía, Hutchins Hapgood sigue esta versión paso a paso, pero utilizó el libro de Mabel para refrescar su propia memoria. La autobiografía de Bill Haywood dice simplemente: "En una pequeña reunión en la casa de un amigo neoyorquino, se sugirió que sería una excelente idea representar la huelga en Nueva York." Véase Mabel Dodge Luhan, Movers and Shakers Harcort, Brace, Nueva York, 1936, pp. 188-89; Hutchins Hapgood, A Victorían in the Modern World, Harcort, Brace, Nueva York, 1939, p. 350; William D. Haywood, Bill Haywood's Book, International, Nueva York, 1929, p. 262.
Pese a su aparente plausibilidad, esta explicación resulta en algunos aspec­tos difícil de aceptar. A Mabel le gustaba recibir crédito por animar e ins­pirar a la gente que la rodeaba y especialmente a los muchos hombres en su vida. El verdadero problema, sin embargo, es que en ningún sitio de las cartas de Reed o de sus amigos cercanos hay gran indicación de que hubiese ido a Paterson a reunir material para un espectáculo. Las notas a Hunt indi­can que, una vez en la cárcel, quería quedarse unos cuantos días para saborear plenamente la experiencia. En un drama humorístico de una página, escrito el 30 de abril, Hunt hace que Reed diga en la prisión: "No me sa­quen. Estoy reuniendo material para un poema épico", pero esto no significa necesariamente un espectáculo. Antes, el drama indica que Reed cayó arres­tado por azar, más que con la intención de pasar por la experiencia carcela­ria, y en una nota a Hunt él mismo insiste sobre el punto: "Si piensas que cualquier error mío fue lo que me enchambó, estoy en desacuerdo contigo. Si piensas que no me hallaba estrictamente dentro de mis derechos, estás loco. [...] Es un claro caso de injusticia contra un ciudadano que ni siquiera andaba en el asunto." Otras remembranzas indican asimismo que los viajes dominicales a Paterson precedieron a la idea del espectáculo, y sin embargo no se emprendieron esas travesías antes del arresto de Reed. El primer reporte periodístico sobre los planes del espectáculo apareció el 22 de mayo de 1913 en el Times de Nueva York. Todo estos datos al menos tornan los orígenes del evento un poco más problemáticos de lo que indican los recuerdos de Mabel Dodge.

(*) Fragmento del capítulo VIII de Robert Rosenstone. John Reed. Un revolucionario romántico (Ediciones Era, 1979. pgs, 144-154). Al igual que en la entrega anterior, no están recogidas las notas a pie de página en las que Rosenstone hace constar sus fuentes de información.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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